A Rosa Márquez Molina, in memoriam



"Cuando estés triste o enfadada y no sepas la razón, busca algo que sea de color rosa; no pares, aunque tardes un rato en encontrarlo", me decía mi madre cuando yo era niña.

 "¿Por qué?" le preguntaba, intrigada por la propuesta. "Pues porque el color rosa tiene un poder maravilloso que te hará olvidar las penas y el malhumor sin que te des cuenta, ya lo verás" afirmaba ella, haciendo un guiño. Y no sé si sería por pura sugestión o porque mientras me entretenía buscando y rebuscando olvidaba mi disgusto, pero el caso es que mi madre estaba en lo cierto. Incluso ahora, en el momento en que escribo este obituario, la palabra "Rosa" -no ya como un simple color, sino como el nombre propio de una amiga que nos ha dejado- tiene la virtud de hacerme sonreír.


Rosa…

 Déjame contarte algo ahora que tienes tiempo de sobra para escucharme -una eternidad-; ahora que no estás decaída ni te duele nada. Al recibir la noticia de tu fallecimiento me vino a la cabeza la última vez que nos vimos: fue el pasado mes de abril en el paraje del Puente Cambril, donde te había llevado tu familia para pasar el día, pues pocas cosas te han gustado tanto como verte rodeada de la sierra donde te criaste. Te encontramos sentada en una silla, a la fresca sombra de un pino resinero, escuchando correr a tu lado las aguas rumorosas del río Cacín. A las dos, por cierto, se nos escaparon unas lagrimillas al abrazarnos, ¿te acuerdas? ¡Qué par de tonticas! Sin embargo algo me avisaba, ahora lo sé, de que nos estábamos despidiendo; tú lo intuías ya. Naturalmente, en paz, tu larga vida colmada de experiencias ha llegado a su fin. Una infancia feliz, una juventud y madurez plenas y una delicada ancianidad, atendida con cariño y dedicación por tu marido y tus hijos, completan tu paso por este mundo. Así lo dictan las leyes de la vida y así debe ser.



 Te gustará saber que hace unos días pasé por tu antigua casa, la Venta de López. Y que, como quien llega al hogar, hice una larga parada en sus ruinas, pues instintivamente y desde hace tiempo percibo que, en ese lugar, donde cada piedra habla de ti, soy bien recibida. Me acomodé en la esquina que un día fue la puerta de tu cocina, apoyé la espalda contra la pared y cerré los ojos. Así permanecí unos minutos (soledad, oh, soledad) en completa paz y perfecto silencio, intentando intuir, o captar, o presentir -no sé cómo expresarlo- a María, a Virginia, a Rafaela, a Polonio, a Rafael, al cabo Ruiz… a algunas de las personas que vivieron o murieron dentro de esos mismos muros, cuyas historias conocemos bien gracias a tus recuerdos.



 Luego pasé "dentro", observando con respeto las distintas dependencias, acariciando -sí, acariciando, como lo oyes- las paredes derruidas; recordando una por una tus detalladas descripciones del interior de la casa y superponiéndolas, con ayuda de la imaginación, a los espacios desolados que tenía ante mí, intentando vislumbrar la afamada Venta de López en sus mejores tiempos, que fueron los tuyos. Quedan todavía los restos de una puerta y, encastradas en los muros, varias hornacinas y repisas con sus estantes. Dime, Rosa, ¿qué objetos guardabais allí?



 En la espaciosa cocina, me detuve ante el horno de ladrillo donde tú y tus hermanas cocíais el pan que previamente amasabais en un lebrillo grande, dos veces por semana. El aire se saturaba con el delicioso olor del pan recién hecho. "Mmmm… ¡aquello daba gloria! El pan que hacíamos era muy bueno, tenía la miga blanca y prieta y duraba muchos días sin ponerse duro", comentabas. Junto a la boca del horno todavía se aprecian, como los estratos en un terreno quebrado, las incontables capas de cal de la pared, resultado de años y años de encalado por parte de las mujeres de la casa. Seguramente tú también empuñaste muchas veces el escobón para enjalbegar a conciencia esas paredes.

 Me acerqué después al pilar junto al sendero donde, como la más joven de las hermanas, te encargabas de llenar los cántaros y fregar los cacharros de la cocina. Un grueso brazo de agua proveniente del Cerro de la Chapa bajaba, abundante y fresca, a lo largo una acequia hecha con tejas de barro cocido. ¡Cuán a menudo se congelaba aquel caño cuando llegaba el invierno…! El agua estaba tan helada que algunas veces convertía tus manos en un amasijo de sabañones, pero no te importaba nada: era algo que se repetía todos los años y ya estabas acostumbrada.



 Antes de marcharme volví la mirada hacia la era empedrada que orilla la vereda -la de vueltas que dio el trillo, la de grano que se aventó allí- en la que, de niña, pasabas horas jugando en solitario a las "casicas". En esa misma era, muchos años después, te quedabas a comer e incluso a dormir junto a tu hija cada vez que teníais ocasión de visitar las ruinas del cortijo, que fue a menudo mientras tu salud lo permitió. Sentías una especial adoración por el lugar; para ti aquella seguía siendo tu casa. Ahora que eres libre por fin, Rosa, que la vejez no te amedrenta y la enfermedad no te atenaza con dedos de hierro, tengo la certeza de que una parte de ti ha retornado, y esta vez para siempre, a la vieja Venta de López.


 
 Cuánto hemos aprendido de tus inspiradoras historias. Gracias a ellas podemos figurarnos el pasado como si también hubiésemos sido parte de él. Pero el universo no para de girar; todo es un perpetuo ir y venir y tú -como tantos- has llegado ya al final del trayecto. Los que continuamos viaje honraremos doblemente la memoria de quienes nos dejaron siendo conscientes del regalo que es la vida. ¡Hay algo tan fecundo, tan espléndido en las oportunidades que llegan con cada mañana…! "Cuánta felicidad me embarga cuando despierto y encuentro junto a mi almohada el regalo de un amanecer", decía la escritora Abbie Graham. Y con razón. Sobre todo, si llevamos con nosotros la presencia invisible de aquellos que nos precedieron.

 Gracias por tantas cosas, querida Rosa. Fue una suerte que se cruzasen nuestros caminos.


 
Texto y fotografías, Mariló V. Oyonarte

>>> Desde aquí puedes acceder al artículo que le dedicamos el pasado 28 de enero de 2017.