A mis mayores, nuestros mayores



Cada uno protagonizó, en su día, una historia cotidiana que a la vez es única e irrepetible. Hoy nos reencontramos con ellos en un artículo común a todos para agradecer su generosidad, pues sin la sabiduría de sus narraciones esta sección no sería posible.


Invierno. Pese a su aspecto despojado, la vida no ha terminado aún para el viejo árbol

 Estrenamos, junto con un nuevo año, otra temporada de Caminos y gentes que traerá a este rincón de Alhama Comunicación más historias de personas francas, sencillas y, precisamente por ello, extraordinarias. Pero antes de continuar con la tarea es de rigor hacer un alto en el camino, algo así como una breve reflexión para agradecer a los protagonistas de cada uno de los artículos que se han publicado y a sus familiares su confianza, cariñoso trato y afán de colaboración a lo largo de este tiempo. A todos ellos, desde luego, pero especialmente a los más ancianos porque a través de sus recuerdos recuperamos parte de un pasado que nos pertenece a todos y aun así parece condenado a un lamentable olvido. Y sobre todo porque nos enseñan que, aunque se encuentren en el ocaso de la vida, en su interior continúan agazapados los chiquillos, los jóvenes y los adultos que fueron un día: el paso del tiempo sólo ha conseguido alterar su aspecto físico, lo que vemos desde fuera. Lo esencial, su espíritu -su alma- se ha mantenido intacto.

 Dicen que hay una edad -aunque esa edad podría ser cualquiera, si nos paramos a pensarlo- en la que se vive con la sensación de que cada invierno podría ser el último. Y cometemos el error de relacionar ese momento triste con la vejez, como si en esa etapa de la vida los corazones ya no celebrasen ni participasen, como si se hubieran convertido en castillos que han alzado sus puentes levadizos para aislarse de un mundo que sigue adelante cada vez más deprisa, sin esperar a los viejos que, inevitablemente, se van quedando atrás.

 Pero no es así: la ancianidad es un concepto muy, muy relativo. Son las arrugas del corazón y no las del rostro las que en realidad desahucian de la vida, pues el alma no decae con el cuerpo sino que crece y se va perfeccionando; no se es viejo hasta que se empieza a actuar como tal. Así que si pensamos que llegará un momento en que nos conformaremos tan solo con recogernos en un rincón para añorar las costumbres, amigos y familiares que marcharon antes que nosotros... estamos muy equivocados.

 A lo largo de este tiempo ellos, los protagonistas de las historias de Caminos y gentes, nos han permitido generosamente entrar en la intimidad de sus casas, de sus vidas, compartiendo con nosotros el inmenso tesoro de sus recuerdos con la mirada brillante y la amabilidad escrita en sus facciones. Les hemos visto reír como niños, llorar como niños y enjugarse los ojos con sus pañuelos de tela mientras desgranaban ante nosotros los frutos más preciosos de su memoria. Esos recuerdos que no son, en absoluto, ni los despojos ni las hojas caídas de otros tiempos, sino algo alegre e inaprensible que resiste todavía, traído al presente en todo su esplendor. Los hemos visto rememorar sin esfuerzo su infancia, sus amores, sus frustraciones también, dando cabida en un minuto de su relato a muchos años de vida, al sabor agridulce de la nostalgia, a ese sutil sentimiento de volver la mirada a aquello que se tuvo y que ya no se tiene, y a pesar de todo, sonreír.


Las manos de José Faragüit revelan las huellas de una larga vida de trabajo a la intemperie

 Ellos son los últimos habitantes de un mundo que se ha ido desmoronando sin que nos demos cuenta y del que ya sólo quedan vestigios; cuando los hombres pertenecían a una familia, a un oficio, a un pueblo, a un paisaje y a una vida que era, en muchos aspectos, más auténtica que la que llevamos hoy. ¿Cómo no vamos a escuchar sus relatos con toda la atención de la que somos capaces?

 Mis queridos protagonistas, mis mayores para siempre, vosotros que abrís de par en par vuestras casas y vuestros corazones, gracias y mil veces gracias. Por enseñarnos que empezamos a envejecer ya desde pequeñitos y que el éxito de la vida consiste en llegar a mayores dejándose llevar con paciencia y alegría; que ser viejo no es el final de algo sino una feliz culminación, un doctorado que se adquiere recorriendo, paso a paso, la larga senda de la vida. Queridos Virginia, Carlos, Rafaela, Aurelio, Ana María, José Morales, Manuel, Enrique, Thea, José Antonio, Facunda, Miguel Muñoz, Miguel Joven, Manuel Funes, José, Dolores y Antonio Ortiz, José Faragüit, Sebastián, José Núñez, Rosa, Pedro, Amparo, Angustias, Gerardo, Antonio García, Manolo Herrero, Lola Mari, José Márquez, Antonio Añoño, Ana Funes, Carmen y Rafael, Antonio Recio y Eugenio… ¡todos! Los más jóvenes y los más ancianos; los que seguís con nosotros y los que nos habéis dejado ya; los que no vemos y los que os habéis convertido en grandes amigos. Tened la certeza de que os escuchamos con el máximo afecto, respeto e interés, y que esas historias han quedado publicadas para que vuestra estela y vuestros nombres no se pierdan jamás. Es una humilde forma de devolveros una parte de tanto como ofrecéis cuando nos lleváis de la mano en ese mágico viaje a través del tiempo que constituye escuchar vuestros relatos.

 No hay mucho tiempo y quedan todavía historias anónimas por escuchar, fotografías olvidadas que rescatar, miradas sabias en las que reflejarnos y manos ajadas que estrechar antes de que toda esa belleza desaparezca camino del lugar desconocido al que todos viajaremos cuando nos llegue el momento. Esperamos continuar recogiendo y compartiendo ese valioso legado. Porque, tal y como yo lo veo -tal y como yo lo siento- escribir también puede ser un acto de amor.

Post Scriptum






 Queremos agradecer la buena acogida que habéis dispensado, desde el principio, a Caminos y gentes. Gracias por seguir esta sección como lectores y en muchos casos, también ya, como amigos. Gracias por tomaros el tiempo que lleva leer estos relatos y dejar por escrito vuestras opiniones; gracias por dar siempre las gracias. Gracias, de corazón, por estar ahí.

Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías de Carlos Luengo, José Luís Hidalgo, José Aurelio Romero y Mariló V. Oyonarte.