Durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta Alhama de Granada, como tantos otros lugares, olvidaba durante unos días las penurias de la posguerra para celebrar sus fiestas, en las que uno de los principales alicientes era la banda de música.
Alhama al fondo, desde el cruce del Puente de Los Baños
En plena posguerra española el país entero se encontraba sumido en la más desoladora de las realidades. La miseria y el desánimo se habían adueñado de una sociedad extenuada económica, política, social y culturalmente, y ese escenario se reflejaba en la población que, como siempre, se llevó la peor parte. Porque a las devastadoras consecuencias de una guerra atroz había que sumar la fuerte represión que prácticamente anuló toda iniciativa que no fuese del gusto del bando vencedor, a la que fue sometida España entera. Para donde se mirase -no había escapatoria- quedaban huellas de aquel cataclismo: hambre, ruina y enfermedades que alcanzaban a todos; incontables familias desgarradas por la muerte y el exilio; miedo de los vencidos a represalias tras la contienda; racionamiento estricto de los productos de primera necesidad; hundimiento de las economías familiares y subidas inasumibles de los precios… a este panorama se añadió el azote de una sequía continuada que terminó de empeorar la situación. Pero, al menos, quedaba el consuelo de que en el campo la situación no era tan desesperada como en las ciudades, ya que la cercanía de campos y animales ayudaba, un poco, a la subsistencia.
Subiendo con las bestias poquito a poco, por la Cuesta de los Molinos
La ciudad de Alhama de Granada no era una excepción, y sus siete mil habitantes intentaban sobreponerse día a día a ese estado general de desaliento, ya que en otros aspectos no cabía más que la resignación, como el verse pobres de solemnidad y gobernados de forma implacable, igual que si fuesen criaturas sin voluntad. Por fortuna el carácter animoso y optimista del español -y, más aún, del andaluz- se imponía casi por instinto en aquellas gentes, en cuyos planes no entraba el dejarse vencer por la melancolía. Cada cual probaba a sobrellevar su situación intentando por todos los medios retomar sus vidas donde las dejaron antes de que la guerra y sus calamidades arrasaran con todo; aferrándose a cada buen momento como a una tabla salvavidas que los mantuviese a flote- aunque sólo fuese un momento- de entre ese océano de penalidades. Uno de aquellos salvavidas, y sin duda el acontecimiento más esperado por todos, coincidía con el solsticio de verano y se prolongaba hasta el mes de septiembre: se trataba de las ferias y fiestas anuales. Y no es de extrañar: en una época en la que no existían las salas de fiestas, ni las discotecas, ni la televisión, ni apenas diversiones porque la mayoría estaban consideradas como espectáculos pecaminosos y ofensivos según la rígida moral imperante e incluso gravemente peligrosos para la población, las fiestas de Alhama constituían un auténtico respiro que brindaba a la población la posibilidad de olvidarse por unos días de sus problemas y su infortunada vida cotidiana.
Fuente en la plaza del antiguo Teatro Cervantes. En una de las fachadas se ve escrita con grandes letras -negras, como no podía ser de otro modo- la leyenda "Viva Franco"
Un domingo cualquiera, la gente pasea después de misa por una plaza de Alhama
Oficialmente, al margen de la Semana Santa y del día de la Patrona de la ciudad -la Virgen de las Angustias- Alhama de Granada contaba con dos fechas festivas muy señaladas: la feria de San Juan, que abarcaba desde el día 24 de junio hasta el 27, y la Feria Grande, que se celebraba del 8 al 11 de septiembre. Esas fechas eran inamovibles, casi sagradas. Ambas consistían en esencia en una feria ganadera a la que se sumaban numerosas actividades lúdicas, que las convertían directamente en fiestas. La feria de San Juan, la primera del año, era idónea para presentar, comprar y vender ganado de cara al verano y a los trabajos de recogida de cosechas; la segunda, la feria de septiembre, que se celebraba una vez terminada la recolección, venía muy bien para deshacerse de animales agotados o viejos y cambiarlos por otros, y sobre todo para comprar más ganado, pues los labradores y ganaderos -que constituían el grueso de la población- disponían por fin de algo de dinero. La relativa mejora económica y la época de descanso que siempre conllevaba el final de la cosecha aumentaban considerablemente para los alhameños las posibilidades de pasarlo bien.
La Virgen de las Angustias, patrona de Alhama, procesionando por el Paseo del Cisne
Las dos ferias de Alhama atraían a gente de toda la comarca e incluso de fuera de ella; no sólo de otros pueblos sino también de los numerosos cortijos de los alrededores, entonces habitados por decenas de familias que esperaban como agua de mayo esos festejos, porque en muchos casos era la única ocasión que tenían para salir de la rutina del campo. Entonces cambiaban las abarcas por un par de zapatos y la tosca ropa de faena por los vestidos y trajes que llevaban esperando todo un año guardados en el arcón, entre membrillos y ramitas de espliego, para pasar unos días en el pueblo, donde muchos cortijeros tenían casa para poder pernoctar cómodamente en ocasiones especiales como aquella.
Como si fuese cosa de magia, Alhama entera se transfiguraba de la noche a la mañana: el aspecto de las calles, las caras de grandes y pequeños, todos vestidos con los trajes de domingo, el ambiente y hasta la luz, que recién entrado el verano se tornaba dorada y alegre, demorándose en el cielo hasta casi las diez de la noche. Llegaban primero los feriantes que, como cada año, despejaban las calles para plantar sus casetas, hechas con sábanas blancas, que luego se convertían en diminutos santuarios de la golosina donde se despachaban deliciosos turrones de todas las clases y humeantes churros, todo a precios populares, dando así la posibilidad de probar esas delicias a muchos que no se las podían permitir en Navidad. También se montaban los ansiados -y rudimentarios- columpios: las cadenas, las voladeras, las barquillas, las olas… cada cual tenía su nombre y su encanto particular. Los alhameños, orgullosos de su feria, que llevaban un año entero preparándose de cuerpo y de mente -la mente para disfrutar, el cuerpo para aguantar las vigilias festivas- para no perderse ni un matiz de ese espectáculo anual, se agolpaban por calles y plazas deseosos de disfrutar al máximo de la charla alegre, el ambiente relajado, la música, las bromas y las risas, dando rienda suelta, en la medida que les era permitido por las autoridades, a sus ganas -a su necesidad casi perentoria- de pasarlo bien.
Fiestas de Alhama; en la fachada del castillo se aprecian varias casetas y columpios (las "barquillas")
Dentro de las actividades que se programaban para las fiestas, uno de los eventos más deseados era la llegada a la ciudad de la banda de música. Alhama había disfrutado de su propia banda hasta los tiempos de la Segunda República, pero otro de los daños colaterales de la Guerra Civil fue su total desaparición. En vista de ello, el ayuntamiento de la ciudad tomó por costumbre el solicitar la colaboración de la banda de música de las Escuelas del Ave María, de Granada. Se trataba de una agrupación infantil formada por un conjunto de chavales de entre los seis y los diecisiete años, alumnos todos de ese famoso colegio del Albaicín, que se desplazaban desde Granada capital para pasar los cuatro días de feria amenizando los entretenimientos previstos en esos días. Tal era la expectación que producía todos los años la llegada de los niños músicos, que casi se podía decir que era la presencia de la banda de música la que inauguraba oficialmente el comienzo de las fiestas.
La llegada a Alhama de la Banda de Música de las Escuelas del Ave María daba el pistoletazo de salida a esas celebraciones anuales
Las escuelas del Ave María, fundadas por don Andrés Manjón en el año 1889, se encontraban situadas al principio de la Cuesta del Chapiz, en el Bajo Albaicín, y daban acogida a todos los niños que vivían en los barrios del Albaicín y el Sacromonte. Allí, además de estudiar las materias clásicas que se enseñaban en la época, también se instruía al alumnado en el arte de la música como parte de una enseñanza innovadora e integral. El centro, al que acudían niños y niñas de todas las clases sociales, era considerado más una colonia escolar permanente que un colegio, por las características de su construcción -con amplias zonas ajardinadas- y sobre todo por el tipo de enseñanza que impartía, pionera y reformadora. Una de sus actividades más exitosas era, precisamente, la de sus dos bandas de música, en las que los alumnos ponían en práctica todo lo aprendido, visitando regularmente numerosos pueblos de la provincia de Granada, donde interpretaban todo tipo de piezas ante un público siempre entregado y agradecido.
La mayoría de los alumnos del colegio deseaba fervientemente entrar en alguna de las dos bandas por todo lo que conllevaba, pero esa oportunidad quedaba reservada generalmente para los chicos que demostraban tener aptitudes musicales. Uno de sus componentes más destacados fue un niño llamado José Luís.
Acceso principal a las escuelas, desde el principio de la Cuesta del Chapiz
Cuando el tiempo lo permitía las clases se daban al aire libre, en los jardines del centro
José Luís Hidalgo Chica nació el 28 de septiembre de 1937 en pleno Albaicín, en concreto en el número 3 de la Calle de la Tiña. Era el más joven de cinco hermanos, y como todos ellos, a los cinco años de edad entró a estudiar en las escuelas del Ave María, tras mudarse su familia a la cercana calle del Aljibe de Trillo. Niño inquieto, inteligente y redicho como él solo, José Luís soñaba con formar parte de la famosa banda de música, a la que ya pertenecían tres de sus hermanos mayores. Lo consiguió por fin, al año siguiente -en 1942-, y se sintió el más feliz de los mortales el día que, a la edad de seis años, le tomaron la medida de su cabeza para fabricarle la gorra de plato que era parte del flamante uniforme de la banda. Su dicha finalmente alcanzó cotas inimaginables cuando le entregaron su primer instrumento musical: se trataba de una pequeña y brillante corneta. Al año siguiente, una vez que el niño demostró con creces que lo merecía, ascendió de nivel y comenzó a tocar un bombardino hasta que por fin, ya con nueve años cumplidos solicitó -y le fue concedido- tocar nada menos que la trompeta. ¡Ya sí que se sentía importante! Esa afición, que había empezado como un simple juego, estaba a punto de cambiar su vida para siempre.
José Luís Hidalgo Chica
Poco tardó José Luís en ganarse un lugar preferente en la banda de música. Además de poseer un gran talento musical, era para todos un compañero divertido, entusiasta y generoso. Sus amigos lo conocían como "el Chica chico" por ser el menor de varios hermanos que también habían tocado en la banda. Junto a sus compañeros de estudios se aplicaba bien a sus tareas, y cuando llegaba la época en que se sucedían las fiestas de los pueblos, allá que se iba él con su uniforme y su trompeta, viajando junto a sus amigos por toda la provincia, desde los pueblos más cercanos a los más alejados, desde los más grandes a los más pequeños, donde los pequeños músicos se alojaban por unos días con familias locales. Esa actividad les procuraba experiencia, ayudándolos a depurar vocaciones, a ver mundo y a algo que los niños tenían muy en cuenta -sobre todo en aquellos duros años de posguerra, donde todo era pasar faltas-: a comer opíparamente, ya que en los pueblos era más fácil tener acceso a los alimentos que en las ciudades. Todos los lugares les gustaban: eran chiquillos y cada ocasión les servía para aprender y divertirse. Pero había uno al que siempre deseaban volver; para ellos era el pueblo más grande, el más poblado, el más bonito, el que tenía la feria mejor. Ese pueblo se llamaba Alhama de Granada.
Los pequeños músicos ensayaban con sus instrumentos a diario, en el patio del colegio
Nunca olvidaría José Luís la primera vez que viajó a Alhama: corría el mes de septiembre de 1943 y él estaba a punto de cumplir los siete años. Hacía mucho calor; ese año además había sido muy seco. La banda de música de las escuelas del Ave María volvía de tocar en las fiestas de la localidad de Píñar, a bordo de un traqueteante carro tirado por mulos que llevaba a los músicos hasta la estación del tren para regresar a Granada. Pero un inoportuno bache del camino volcó el carro en el que viajaban y esa circunstancia retrasó su viaje, haciendo que llegasen tarde a Granada, donde les esperaba el camión que los debía llevar a su siguiente destino, Alhama. Después de más de tres horas de viaje desde Granada a Alhama, dando saltos por aquellas carreteras estrechas y llenas de curvas -los niños viajaban de pie, cogidos a los barrotes del camión, con los instrumentos metidos en sus fundas y apilados en el centro del remolque- arribaron a Alhama cerca ya de la una de la madrugada. El ayuntamiento de la ciudad había dispuesto el alojamiento de cada niño en distintas casas del pueblo -siempre buscando familias que se pudiesen permitir acoger y alimentar a un invitado-, y el pequeño José Luis fue adjudicado a uno de los médicos del pueblo, don Francisco Jiménez Zambrano. Al llegar a esa hora tan intempestiva, la familia no tuvo más remedio que acomodar al pequeño músico -sólo por esa noche, afortunadamente- en la cuna de su hijo menor, Pepe, y pasar a éste a la cama de sus padres. José Luís se acostó en aquella cuna de madera, encogiendo sus piernas lo mejor que pudo y durmiendo como un bendito el resto de la noche, pues estaba realmente cansado del viaje.
Casa de don Francisco Jiménez Zambrano en la calle Enciso 5, de Alhama, donde fue acogido José Luis
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, daba comienzo la primera actuación de la banda, la Diana Floreada, que consistía en la realización de un pasacalles en el que los músicos, ataviados con sus lustrosos uniformes color azul marino y encabezados por su director, don José Agrela -hombre excelente y todo un caballero en el trato- iban recorriendo las calles más céntricas de Alhama mientras tocaban alegres marchas, con el pequeño tamborilero en primera fila asombrando a todos con sus redobles, mientras los niños del pueblo correteaban emocionados detrás de ellos. La alegre comitiva llegaba al barrio de La Joya, donde se paraba en la plaza para interpretar varias piezas populares, mientras la gente formaba un gran corro a su alrededor. La actuación se iba alternando con algunos descansos hasta que llegaba la media mañana; era entonces cuando la banda disponía de unas horas de tiempo libre, que los niños podían emplear como quisieran: disfrutando de los columpios y casetas de la feria o jugando con los amigos hasta que llegase la hora de almorzar, momento en el que cada niño acudía a la casa donde había sido acogido para comer con la familia.
La banda de música de las escuelas del Ave María junto a su director, José Agrela. José Luís está situado en la segunda fila desde arriba, el tercero por la izquierda, con su trompeta entre las manos
Después de pasar el hueco del día relajados y disfrutando, los pequeños músicos volvían a la tarea justo a la caída del sol, momento en el que la banda se reunía de nuevo en la espaciosa plaza del Paseo del Cisne, que se abarrotaba de público de todas las edades. Era el mejor momento del día. Entonces tocaban durante varias horas seguidas -con los consabidos descansos- hasta bien entrada la noche, para alegría de todos los asistentes que, unos en pie y otros sentados en sillas que bajaban desde sus casas, no podían evitar mover los pies al ritmo de los alegres pasodobles e incluso emocionarse hasta las lágrimas con las evocadoras melodías que impregnaban el aire; la Música, ese lugar misterioso donde todos coincidimos, hacía posible el milagro. Por aquel entonces no se permitía el baile -ni juntos ni por separado- en lugares públicos; se trataba de una actividad considerada vergonzante e impúdica por las autoridades franquistas y religiosas de la época. Pero esa circunstancia no estropeaba el ambiente festivo y el bonito espectáculo que ofrecía aquella banda de pequeños uniformados con sus instrumentos dorados y brillantes, que con su música llevaban la alegría a todos los rincones de ese pueblo, de todos los pueblos, en unos tiempos en los que había que atrapar al vuelo cada instante de felicidad que pasase por delante.
En el paseo se congregaba una gran multitud para ver actuar a la banda de música
Los jóvenes músicos eran muy apreciados por todos los alhameños. Se trataba de niños disciplinados y bien educados, que sabían comportarse adecuadamente en cualquier momento y eran además, por naturaleza, dóciles y buenos. Como iban todos los años la población de Alhama los conocía bien, igual que los pequeños a ellos, y ese afecto tanto a los niños como a su director, don José, era recíproco. Para las familias que los acogían su estancia era un cambio agradable, sobre todo para quienes tenían hijos de la misma edad que los pequeños músicos, pues los niños salían de la rutina, hacían amigos distintos y podían ver de cerca e incluso tocar un instrumento musical, algo bastante extraordinario por aquel entonces. Esa oportunidad resultaba igualmente grata para los músicos, todos ellos niños con pocas oportunidades de disfrutar de la naturaleza. No era de extrañar pues que, mientras no estaban tocando o enredando entre las casetas de turrones y los columpios, corriesen como liebres camino del río con sus amigos del pueblo; las aguas increíblemente limpias y frescas del río Marchán, que caían en cascadas y se remansaban en pozas transparentes, resultaban todo un lujo para aquellos niños de ciudad, que se lo pasaban bomba chapoteando felices en las horas más calurosas del día.
Cascada y remanso en el río Marchán o Alhama, que entonces corría limpio y en abundancia, siendo imprescindible para los molinos y un lugar muy frecuentado en verano por todos los alhameños
Molinos a la orilla del río y Alhama vista desde el puente romano
Y de esa manera, entre festejos y diversión para todos -locales y visitantes- se iban pasando los cuatro días que duraba la feria. Al atardecer del cuarto día la banda de música actuaba por última vez; esa noche Alhama presentaba una animación especial, con su castillo de fuegos artificiales como máxima atracción. Cuando por fin se disipaban en la negrura del cielo los últimos regueros de chispas de la gran traca final, que estallaba en arcos de brillantes colores con forma de lágrimas -como si supiera que ya terminaba lo bueno-, se daba por concluida la fiesta. A la mañana siguiente, con auténtica pena, los niños de la banda liaban los petates, guardaban los instrumentos en sus fundas, se echaban al hombro las talegas de tela que sus familias de acogida les habían llenado de viandas para el viaje de vuelta -embutidos, pan de pueblo, quesos y dulces- y se despedían de todos, con frecuencia entre lágrimas, hasta el año siguiente. Terminaba la feria para los músicos y para todos los alhameños y se acababan los días de despreocupación; ahora tocaba poner los pies en el suelo, retomar las obligaciones, reasumir la grisura de sus vidas cotidianas. Con la marcha de los niños de la banda de música parecía que también se esfumaba la alegría. José Luís, al igual que todos los demás, se despedía con pesar de su amigo Pepe, el hijo del médico, que no paraba de llorar ante la inminente marcha de su amigo el trompetista.
Tras las fiestas, la rutina se adueñaba de nuevo de las calles de Alhama, a medida que las gentes retomaban sus quehaceres diarios. Vista de la calle Bilbao desde la plaza de Los Malagueños
Pasaban los años. José Luís y sus compañeros de la banda continuaron acudiendo fielmente a su cita veraniega con Alhama para las fiestas de San Juan y las de septiembre; a veces incluso también iban el Viernes de Dolores para acompañar con su música a la procesión de la Virgen de las Angustias. José Luís no faltó ni una sola vez durante los siguientes once años -desde los seis hasta que cumplió los diecisiete-, y todas ellas se alojaba, feliz, en la casa de su amigo Pepe, el hijo del médico. Los dos chicos fueron creciendo y trabando una excelente amistad que desgraciadamente quedó truncada cuando José Luís, por edad, se vio obligado a dejar la banda de música y, por lo tanto, dejó de viajar a Alhama. El tiempo había corrido inexorablemente para ambos muchachos; aunque Pepe aún tenía catorce años, José Luís, ya con los diecisiete cumplidos, debía empezar a buscar su lugar en el mundo.
Hacía tiempo que José Luís tenía decidido ser músico profesional. Tocar su trompeta era lo que más le gustaba, y lo que se le daba mejor. Completó entonces su formación musical estudiando violín en el Conservatorio de Granada y más tarde perfeccionó su técnica como trompetista en el Conservatorio de Madrid. Para entonces ya se había convertido en un guapo muchacho y un auténtico virtuoso de su instrumento, muy solicitado por las orquestas de la época, con las que participó en los siguientes años en infinidad de actuaciones en hoteles, salas de fiestas y festivales de música por toda España, llegando incluso a ser contratado por agrupaciones musicales de gran prestigio -como la orquesta del cantante Antonio Machín-, grabando exitosos discos e interpretando también sus propias composiciones para Radio Televisión Española.
Distintas actuaciones de José Luís Hidalgo Chica, que llegó a ser un músico de reconocido prestigio
En el año 1979 dejó las actuaciones públicas y abrió una tienda de instrumentos musicales y partituras en la céntrica calle Reyes Católicos de Granada, un próspero negocio que gracias a su buen hacer fue creciendo hasta convertirse en todo un referente en el sector. Hoy, ya jubilado, disfruta de una vida tranquila junto a su mujer Ángeles, sus siete hijos y sus once nietos. José Luís ha vuelto a Alhama de Granada en dos ocasiones por el gusto de pasear por sus calles y recordar sus tiempos de músico de la banda de las escuelas del Ave María, durante los que disfrutó de los que sin duda fueron los momentos más felices de su infancia y adolescencia, junto a sus compañeros Alarcón, Fernandín, Escudero, Gallurt, Leonardo, Suárez, Rosales, Molina, Cambeiro, Romero, Ripoll, Rada, Antoñín, Delgado, Rafael… aquellos mágicos e irrepetibles veranos que se sucedieron entre los años de 1943 a 1955.
José Luís Hidalgo Chica
No hace mucho que el destino quiso hacer a José Luís un último regalo. Sucedió al terminar un concierto al que asistía, en el auditorio Manuel de Falla de Granada. Cuando salía al exterior del edificio se le acercó un hombre elegantemente vestido, ya de cierta edad. "¿Es usted José Luís Hidalgo, el famoso trompetista?" le preguntó. José Luís asintió. El desconocido continuó hablando, emocionado: "Yo soy médico jubilado; ¿se acuerda usted del niño que sacaron de la cuna una noche, hace ya muchos años, cuando iba usted con la banda de música a tocar en la feria de Alhama de Granada? Ese niño era yo". José Luís lo miró. Efectivamente, estaba ante su gran amigo Pepe de Alhama, el hijo del médico, el niño que lloraba desconsolado cada vez que el pequeño trompetista tenía que irse de su casa. Lo había estado buscando hasta que, por fin, había logrado dar con él.
Pepe y José Luís se abrazaron estrechamente, más de cincuenta años después de aquella despedida en Alhama siendo niños, mientras a su alrededor se escuchaba el rumor de la gente que se dispersaba tras el concierto y una tenue fragancia, procedente de los cercanos jardines de la Alhambra, envolvía a los dos amigos.
Escrito por Mariló V. Oyonarte
Documentación histórica, Andrés García Maldonado
Fotografías, "Alhama en blanco y negro" y archivo de José Luis Hidalgo Chica.