La historia de María del Mar (y II)


La huella que dejó la marquesa de Montanaro permanece visible, y bien marcada, a través del legado que constituyen sus dos posesiones más queridas: Cázulas y La Encomienda del Moro.

CÁZULAS


Depresión de Río Verde desde el Mirador de la Cabra Montés. El cielo y el mar se funden en el horizonte

 Verde, perfumada y azul. La sierra de la Almijara es, ante todo, verde de pinares, retamas, palmitos, espartos, lentiscos y aulagas; perfumada de jarales, romeros, tomillos, mejoranas, salvias y alhucemas, y azul del cielo y el mar. Y cambiante según la luz del día y la estación del año, y a la vez siempre igual. E invariablemente hermosa. Y acogedora, y protectora, y generosa, y quebrada e indómita, y perfectamente caminable si respetamos sus normas. En un extremo de esa inmensidad de laderas verdeazules, sobre un otero privilegiado se sitúa el Palacete de Cázulas, el hogar en Granada de la marquesa de Montanaro. La que fue casa de María del Mar, convertida en la actualidad en un exquisito alojamiento rural. Cumpliendo un sueño largamente deseado me encaminé hacia allí una buena mañana en compañía de mis amigos Paco Salas, de Otívar, y Antonio Recio, de Jayena.


Panel indicador que muestra el camino al palacete


Vista desde la carretera del Palacete de Cázulas

 El vistoso cartel situado al borde de la carretera de montaña nos mostraba la dirección en la que teníamos que ir. Una serie de retorcidas curvas y contracurvas y una pendiente pronunciada más allá, Cázulas apareció ante nosotros majestuosa y sencilla, rústica y palaciega, como una quimera pero muy real, completamente actualizada. Penetramos en el recinto del palacete por la entrada trasera; ya desde ese punto se podía apreciar que el conjunto residencial se encuentra en proceso de restauración, pues aunque la casa principal luce en perfecto estado todavía no han concluido las obras en las zonas anexas. Dejamos el coche en el amplio patio rectangular que forman las antiguas casitas de los trabajadores de la finca -hoy reconvertidas en dependencias auxiliares y de almacenamiento- en las que, en los mejores tiempos de la propiedad, llegaron a alojarse hasta veintitrés familias. El mismo lugar donde, en días más penosos, acamparon y rezaron con el rostro girado a Oriente los feroces soldados de la Guardia Mora del general Franco -en su lucha a vida o muerte contra la guerrilla antifranquista de finales de los años cuarenta- ya que esta casa fue tomada, a lo largo de ese tiempo y como tantas otras, por un destacamento de la Guardia Civil. Accedimos a la construcción principal rodeando sus muros a través de un patio empedrado al estilo granadino, cubierto por la sombra límpida y verdosa de una glicinia muy antigua.



Entrada posterior al recinto del Palacete de Cázulas. Arriba, adornada por un jazmín trepador, la que fue casa del administrador. Abajo, un lateral de la casa principal

 Cázulas. La casa de María del Mar. ¡Y estábamos a punto de entrar…! Toc, toc, toc… mis nudillos apenas resonaron en la maciza puerta de madera tachonada con clavos dorados -la original de la casa-, pero ésta se abrió casi al momento. Ante nosotros aparecieron dos caras desconocidas, y en ellas dos amplias sonrisas de bienvenida nos hicieron sentirnos cómodos al instante. Los actuales administradores del Palacete de Cázulas, los británicos Richard y Brenda Russell-Cowan, nos esperaban desde hacía un rato. Tras las pertinentes presentaciones nos invitaron, con un expresivo ademán, a pasar al interior de la casa.


El matrimonio formado por Richard y Brenda Russell-Cowan

 Fuimos conducidos directamente al comedor del palacete. Era éste una habitación de generosas dimensiones, iluminada por dos amplios ventanales alargados -al más puro estilo andaluz- y amueblada con una gran mesa rodeada de sillas altas, tapizadas en color vino tinto. Nos sentamos y fue Richard quien comenzó a hablar, casi tan ansioso como yo por saber, por hacer preguntas y por contarnos su experiencia. En una curiosa mezcla de español con acento granadino e inglés muy refinado, nuestro anfitrión comenzó su relato acerca de cómo había sido su llegada a Granada y a Otívar en el año 1994 con la idea de invertir en bienes inmuebles, y cómo se toparon y enamoraron perdidamente de aquella casa. Cómo decidieron comprarla para restaurarla con el máximo respeto a su esencia y categoría y reacondicionarla poco a poco para devolver a la vida esa joya de la arquitectura andaluza. Y cómo, para poder sufragar los innumerables gastos que generarían su restauración y mantenimiento, decidieron -en un principio- transformarla en un hotel muy especial.


El comedor principal de la casa de Cázulas, donde María del Mar y su familia hacían todas las comidas, salvo los desayunos

 Richard y Brenda comentaban que en la rehabilitación del palacete tuvieron como prioridad absoluta recuperar y conservar el máximo de los elementos originales de la construcción. Puertas y ventanas, solerías, cubiertas y tejas, azulejería, hornacinas, columnas, artesonados de madera, los artísticos zócalos y cornisas de las paredes y, por descontado, todos y cada uno de los escasos muebles y enseres que encontraron dentro de la casa y fueron susceptibles de ser reparados. Escuchábamos atentamente sus interesantes explicaciones, pero yo no podía evitar que mis ojos volasen de un lado a otro para admirar ahora la lámpara de hierro, ahora el mueble rinconera, ahora el óleo de la pared, que fueron de María del Mar; con la mirada prendida del artesonado del techo, de las molduras de las paredes y de aquellas ventanas con sus postigos de madera y sus preciosas rejas blasonadas, pensaba que todos ellos habían sido testigos de los espléndidos almuerzos y cenas que la marquesa de Montanaro ofrecía a su familia e invitados; testigos también de sus largas conversaciones de sobremesa aquellas cuatro paredes blancas, que en su día estuvieron repletas de valiosas pinturas entre las que destacaban dos Goyas, dos Velázquez y un Murillo.



La lámpara del comedor y la rinconera de madera fueron encontradas en la casa

 Nuestros anfitriones continuaban narrando sus peripecias para conseguir poner a flote la histórica mansión, que llevaba más de veinte años en total abandono cuando el destino la colocó ante ellos. Al margen de desperfectos por todas partes -algunas zonas eran directamente una ruina, como el molino de aceite-, Richard y Brenda descubrieron que algunos pájaros del campo y varios gatos errantes se habían colado a través los cristales rotos de las ventanas, y sus pequeños cadáveres yacían desperdigados por el suelo en distintas fases de putrefacción. ¿Cómo había llegado a degenerar de ese modo la casa de la marquesa de Montanaro…?

 Cuando María del Mar se vio ya anciana comprendió que, a falta de descendencia directa -su único hijo, recordemos, había muerto en la guerra civil-, debía legar sus posesiones para que no se perdiesen. La marquesa cedió la explotación de la finca de Cázulas al Opus Dei, organización en la que ella confiaba y con la que mantenía lazos estrechos. A la muerte de María del Mar, esta organización vendió la propiedad al consorcio de empresas RUMASA de Ruiz Mateos, que fue expropiada por el gobierno en el año 1983; la Sociedad Cooperativa de Agricultores y Ganaderos de Otívar adquirió entonces la hacienda de Cázulas directamente de los bancos. En los años ochenta, la parte de la finca que ocupaba la sierra -unas 2750 hectáreas- pasó a manos del estado para convertirse, unos años después, en parte del actual Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. Los campos cultivables de Cázulas serían desde entonces gestionados por la cooperativa otiveña, integrada por ciento noventa y dos socios locales. Finalmente esta sociedad decidió vender el palacete con sus edificaciones adyacentes -el molino, los jardines, la capilla y las casitas de los trabajadores- en el año 1989 a un ciudadano alemán. Cinco años después la casa de María del Mar pasaría a manos de Richard y Brenda.

 La restauración del conjunto arquitectónico de Cázulas comenzó en el año 1994, y en 1998 se inauguró una parte, como hotel exclusivo. Pero atender un hotel generaba demasiado trabajo para el matrimonio, por lo que desde 2003 Cázulas empezó a alquilarse completo, bajo la denominación de "casa rural con encanto". 


Salón principal del palacete

 Mientras escuchábamos el relato de la reconstrucción de la casa de María del Mar fuimos recorriendo, una tras otra, todas las habitaciones. Admirar el gran salón de Cázulas -centro neurálgico de tantas fiestas, bailes y reuniones de alto nivel-, que conserva íntegra la majestuosidad de otros tiempos, fue como retroceder en el tiempo. Sus altos techos abovedados, realzados por elegantes cornisas y molduras que se cruzan entre sí formando pequeñas cúpulas; los bellos suelos originales de baldosa hidráulica, tan bien restaurados y lustrados que brillan como si fuesen nuevos; la estilizada línea de embocadura de la chimenea de piedra tallada de Sierra Elvira; las altas ventanas orientadas al sur por las que entraba el sol a raudales y las recias puertas y tantos otros elementos originales… Algunas piezas del mobiliario de María del Mar que -oh, fortuna- habían conseguido sobrevivir a los avatares de una casa que fue pasando de mano en mano, atestiguaban el esplendor que debió tener el palacete. No era difícil imaginar todo aquello engalanado y lleno de invitados elegantemente vestidos que reían, charlaban y bailaban al son de las músicas de la época con sus copas en la mano, mientras el servicio de la casa se ocupaba -discreto y eficaz, como siempre- de que todo fuese sobre ruedas, como gustaba a la señora marquesa.




El espejo y la consola, las galerías de la cortinas y el arcón formaron parte del mobiliario del palacete en tiempos de María del Mar

 Del salón pasamos a la estancia que fue biblioteca -la afamada biblioteca de Cázulas, cuyos volúmenes, algunos de incalculable valor, fueron quemados al comienzo de la guerra civil mientras los marqueses faltaron de su casa-, hoy transformada en sala de lectura. En la repisa de la chimenea, revestida por completo de azulejos granadinos, destaca una fotografía de María del Mar, que parece mirar este mundo con condescendencia desde su marco plateado. A partir de allí se accede a la salita íntima y acogedora donde la marquesa se reunía con las mujeres de la finca para las consabidas tertulias de las tardes. Richard y Brenda, siempre corteses y hospitalarios, seguían describiendo de qué manera se habían realizado las reformas mientras yo me detenía aquí y allí fascinada, embebiéndome del ambiente y de cada detalle estructural de la casa- allí donde todo permanece igual que en tiempos de María del Mar-, intentando visualizar el aspecto original de aquellos cuartos entre cuyas paredes la marquesa de Montanaro creció como bebé, recorrió dando carreras como niña, soñó con amores imposibles como adolescente, lloró por la pérdida de su hijo y sus esposos como adulta y encontró la serenidad definitiva, como anciana.


Una fotografía de María del Mar preside la estancia


Este mueble (encontrado en la antigua cocina) asume hoy las funciones de biblioteca. Desde la habitación se accede a la sala de las tertulias. Puertas y suelos originales de la casa


Frente a esa chimenea (en la que destaca el escudo heráldico del marquesado de Montanaro) María del Mar se reunía con las mujeres de la finca para la tertulia de las tardes


El tramo de escalera sube a la parte alta de la torre cuadrada y a los dormitorios. Solerías y balaustrada de madera tallada originales


La base de la torre de Cázulas hace una entrada adornada con azulejos sevillanos de más de dos siglos de antigüedad


Esta anticuada cocina de leña se encontró en el palacete. Sin duda fueron muchas las deliciosas recetas que Lucía, la cocinera, preparó sobre esos fogones

 Richard y Brenda se interesaron profundamente por la historia y antecedentes del palacete y de la familia Bermúdez de Castro, su propietaria durante un siglo y medio. Gracias a los vecinos de Otívar y a su amistad personal con el padre Javier Alaminos, ahijado de la marquesa -quien le costeó sus estudios en el seminario, entre otras prebendas-, nuestros anfitriones consiguieron saber más acerca de aquella casa y de su larga historia. Del mismo modo mostraron su deseo de examinar la valiosísima documentación y títulos de propiedad de la finca -algunos legajos databan del siglo XV-, que la marquesa había preservado como oro en paño en su biblioteca. Pero parte de esa documentación, desgraciadamente, se perdió. Unos dicen que pereció en la quema de libros durante la guerra civil; otros, que se fue traspapelando en los sucesivos cambios de propietario… lo que queda se encuentra archivado en la sede de la cooperativa que gestiona las tierras de Cázulas.

 Una vez recorrida la casa salimos todos al exterior. Soplaba un vientecillo fresco que traía el familiar e inconfundible aroma de la Almijara. Miré hacia arriba, a la famosa torre cuadrada de Cázulas, tantas veces fotografiada, en cuyo piso superior desayunaban María del Mar y su familia, y la vi con ojos nuevos. Su grandiosidad era inexcusable; realmente impresionaba. Frente a ella, los jardines y la capilla llamaron inmediatamente nuestra atención: el conjunto era tan bello y sereno, tan armónico en sus proporciones, que comprendí la admiración que debía despertar el palacete en todos los que lo visitaban.


Torre de Cázulas y ala derecha de la mansión, donde se ubicaban la biblioteca y la sala de tertulias


Plaza central del recinto de Cázulas, con la capilla a la derecha de la imagen


Los jardines originales fueron cuidadosamente restaurados por Brenda Russell-Cowan

 En las zonas ajardinadas coexistían árboles, palmeras y bojes centenarios con otros de más reciente plantación. Las escaleras y balaustradas de ladrillo macizo, los empedrados tradicionales, el viejo pozo en el centro del conjunto y sobre todo el olor intenso a jardín antiguo… Cázulas conservaba intacto el sabor de otra época. Era emocionante pensar que bajo esas copas frescas y tupidas se celebraron innumerables meriendas y reuniones, tal y como lo atestiguan las viejas fotografías. Sin necesidad de cerrar los ojos podía ver las mesas y sillas de hierro lustrosamente pintadas de blanco, los invitados sonrientes y charlando por los codos, las aromáticas tazas de té y café y los platos de postre colmados de pastas, yendo y viniendo en bandejas desde la cocina, en manos de los inefables Carmelo y María. Una concienzuda labor de restauración vegetal a cargo de Brenda había dejado ese jardín si no igual, sí bastante parecido a lo que era en tiempos de la marquesa.

 Pasamos luego al interior de la capilla, rehabilitada con respeto por mantener la máxima fidelidad a lo que debe ser un lugar de culto católico. Arrimado a la pared, un artístico reclinatorio perfectamente conservado llamó mi atención. Era original y fue encontrado en ese mismo lugar. ¿Cuántas veces se arrodillaría y reclinaría su cabeza justo ahí María del Mar, mientras elevaba una plegaria a la Virgen de Lourdes -de la que era muy devota- por todos sus familiares?



Interior de la capilla y reclinatorio de época original

 Por último, entramos al viejo molino de aceite, que habían encontrado tan ruinoso -sólo quedaban en pie los muros y una parte de la cubierta- que hubo que reconstruirlo por completo. Me vino a la cabeza la imagen, en el centro de la nave, de las grandes piedras cónicas que molían la aceituna y casi pude respirar el característico olor de la pulpa molida y del aceite recién exprimido. Hoy el molino es una amplia y práctica sala de usos múltiples.




 Antes de irnos quisimos recorrer un tramo del caminito -hoy asfaltado- por el que María del Mar salía a pasear todas las tardes; se puede tomar desde la cancela principal del palacete. Llegamos a pie hasta la curva del mirador donde se encuentran los desvencijados bancos de piedra en los que la marquesa se sentaba para tomar el fresco. Nos detuvimos allí unos minutos y presentí a una María del Mar translúcida, apoyada sin peso en uno de aquellos bancos, contemplando extasiada el valle, Otívar y, por supuesto, su casa. Comprendí por qué disfrutaba ella tanto de aquel rincón: desde ese lugar el panorama, absolutamente, deja sin palabras. Otívar a la izquierda, el valle de Río Verde a nuestros pies, el Palacete de Cázulas a la derecha -reinando en silencio sobre el valle- y la Almijara abrazándonos la espalda. Con ello dimos por concluida nuestra visita y nos despedimos del afable matrimonio británico.



El camino que lleva al mirador, donde aguantan todavía los vetustos bancos de piedra


Otívar desde el Mirador de la Marquesa


El Palacete de Cázulas desde el Mirador de la Marquesa

 Quién sabe qué habría sido del Palacete de Cázulas si Richard y Brenda Russell-Cowan no lo hubiesen rescatado de su triste situación. Unos dicen que habría terminado de venirse abajo y hoy sería poco más que un recuerdo; otros, que tarde o temprano habría llegado alguien y se habría hecho cargo de él. Y quién sabe qué habría sido de los terrenos de la finca de Cázulas, de no haberlos comprado la cooperativa del pueblo de Otívar. Bien está lo que bien acaba… Lo que importa es que la casa de María del Mar continúa en pie y cumpliendo la función para la que fue concebida: una gran casa, para albergar a mucha gente. A su vez, la sierra de Cázulas forma parte de un espacio respetado y protegido -el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama- y las feraces tierras de labor son hoy cuidadas con esmero por los hijos y nietos de quienes las cultivaron en tiempos de la marquesa.

 María del Mar, no me cabe duda, estaría satisfecha con el arreglo. 



LA ENCOMIENDA DEL MORO

 No di crédito a mi buena estrella el día que hablé por primera vez con Joaquín Gasset de Pablo, sobrino nieto de la marquesa de Montanaro y último heredero de la otra joya de la corona de María del Mar: la finca de La Encomienda del Moro, en Extremadura. Después de varias conversaciones telefónicas y animado por mi intención de escribir un reportaje sobre la vida de su tía abuela, Joaquín Gasset me invitó cordialmente a conocer la finca de La Encomienda, donde también había vivido por temporadas María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo. Viajé pues a Mérida en cuanto tuve la oportunidad.


Entrada a la finca de La Encomienda del Moro



 El día siguiente de mi llegada a Mérida fue el escogido para visitar La Encomienda del Moro. Joaquín me recogió por la mañana en el cercano pueblecito de Aljucén, término donde se ubica la finca. Al igual que el día que visité Cázulas por primera vez, el corazón me saltaba literalmente en el pecho. Desconozco si mi atento anfitrión se percataba de lo mucho que significaba para mí poder contemplar de cerca el otro rincón del campo español donde se refugiaba María del Mar, y donde estaba segura de que encontraría su estela. Como fue. No sólo por los recuerdos que Joaquín compartió amablemente conmigo, sino porque La Encomienda guarda memoria fiel e ininterrumpida de la que fue su dueña durante tantos años. Y es que, a diferencia de Cázulas, esta propiedad no ha pasado por otras manos más que las de esa familia a lo largo de sus casi dos siglos y medio de existencia. Todo lo que había pertenecido a María del Mar seguía allí. Tal y como aseguraba Joaquín, "la casa aún respira a la tía María".


Entrada al patio posterior de La Encomienda

 Encontré a María del Mar en la entrada posterior del conjunto residencial de La Encomienda, tan parecida a su homóloga granadina, la finca de Cázulas. Como aquélla, las antiguas casitas de los trabajadores -que llegaron a albergar hasta diecisiete familias- se mantienen cuidadosamente conservadas y pintadas al estilo campestre extremeño, y conforman un amplio patio trasero al que se accede por un portón arcado. Estas edificaciones se dedican ahora al almacenaje de diferentes enseres de la casa y del campo.



Patio central del recinto, con la vivienda principal y el antiguo molino de aceite junto a ella

 Encontré a María del Mar en el jardín central de la casa, junto al viejo molino de aceite que, como en su homóloga granadina, había abandonado su original cometido para cumplir con otros menesteres. Del mismo modo en las dimensiones generosas y armónicas proporciones de la construcción principal, pensada para vivir cómodamente antes que para impresionar; en sus sobrios muros blancos y en el cuidado jardín-huerto donde, como en la finca de Cázulas, todavía se conservan los árboles -la mayoría frutales- que ella escogió.


Capilla de La Encomienda del Moro, construida en el año 1779

 Encontré a María del Mar en la deliciosa capilla del siglo XVIII donde le gustaba recogerse para rezar; como su homóloga granadina de Cázulas, también acogía a los trabajadores de la finca para las oraciones del final del día y recibía semanalmente la visita del cura del pueblo de Mirandilla para oficiar la misa de los domingos. Esta capilla -de menor tamaño que la del Palacete de Cázulas- resultó insuficiente con el tiempo, por lo que en el año 1950 se construyó otra mayor para que cupiesen en ella todos los empleados de la marquesa. En un lateral a la derecha del altar reposan las cenizas de los padres de Joaquín -Francisco Gasset Dorado Alzugaray Rodríguez de Campomanes y María Dolores de Pablo Jiménez de Gasset- y de un hermano, Francisco Gasset de Pablo.



Terrenos de La Encomienda del Moro

 Encontré a María del Mar en el paisaje que rodea la finca que, como su homóloga granadina de Cázulas, se construyó en plena naturaleza. Nos rodeaba una interminable extensión de fértiles tierras suavemente alomadas, características de la dehesa extremeña, pobladas por maduras encinas y alcornoques centenarios y alfombrada por dorados campos de trigo recién cosechados. Decenas de vacas y toros, cerdos de raza ibérica y algunos caballos se alimentaban apaciblemente en los rastrojos. Una tierra austera y hermosa, de horizontes inalcanzables y cielos anchos y altos, que ese día se habían llenado de nubes blancas que se perseguían entre sí.


Joaquín Gasset y de Pablo, sobrino nieto de la marquesa de Montanaro, delante de la parte más antigua de La Encomienda

 Encontré a María del Mar en los recuerdos infantiles de Joaquín, que solía pasar largas temporadas alojado en el confortable Palacete de Cázulas de su tía María, especialmente durante las vacaciones de verano y Navidad. Sentado bajo la sombra de una frondosa parra virgen, sonriendo por dentro aunque no se notase por fuera y un poco asombrado de verse recordando su infancia ante una desconocida como era yo, Joaquín Gasset evocaba con agrado -y quizá con algo de nostalgia- aquellos días en los que, siendo un rubio rapazuelo de ocho o nueve años, correteaba alocadamente por todas partes entre risas, ya escondiéndose, ya alejándose, ya dejándose atrapar, sin hacer caso ninguno a las voces sensatas de quienes le decían que debía ir con más cuidado.


Joaquín Gasset de Pablo. Fotografía de su archivo familiar

 "Me acuerdo muy bien de los jardines de Cázulas, que eran preciosos, y del jardinero que los cuidaba, aunque no recuerdo el nombre… Mi tía María, que siempre olía a aquella colonia que sólo le hacían a ella, ¿cómo se llamaba…? Era un perfume de color azulado que olía como a lavanda… También era el malva su color favorito. A la tía María le gustaban mucho los niños, aunque ella no era mucho de dar besos ni abrazos, pero sí que le gustaba tenernos siempre alrededor. Me acuerdo de la piscina en el verano, y también de bajar con frecuencia a la playa de Almuñécar para bañarnos, y de que me gustaba mucho montarme en las mulas que trabajaban en la serrería de Cázulas. Estaba también el cuarto de estudios en el torreón, donde había unas colecciones de libros -"Las aventuras de Matonkikí", de Elena Fortún- que me gustaba mucho leer; y luego había un tocadiscos que lo poníamos y se usaba para algunos bailes. Me acuerdo de las comidas, muy buenas que eran, pues a mi tía le gustaba el buen comer. De hecho creo que la primera vez que comí lengua de ternera fue en su casa, y me acuerdo de que los mayores tomaban el café en el mirador del jardín. La tía María era muy educada y estricta, todos le teníamos mucho respeto. Le encantaba leer y escribir; tenían en Cázulas una muy buena biblioteca, y recuerdo también por allí muchos libros de moral católica y misales. Su forma de andar (me parece que la estoy viendo) era muy característica, así como a pasitos cortos y rápidos a pesar de su envergadura, porque era robusta, yo diría que estaba gordita. Pero sobre todo me acuerdo de que a veces se quedaba seria, como pensando en sus cosas, y de que su mirada tenía un trasfondo triste".


El padre de Joaquín, Francisco Gasset Dorado, con su madre Carmen Dorado Rodríguez de Campomanes. Archivo familiar de Joaquín Gasset de Pablo

 El padre de Joaquín, abogado de profesión, era el administrador de La Encomienda del Moro en tiempos de María del Mar, a la que ayudaba además en otras gestiones que ella no podía atender. Tal vez por eso o porque fue considerado como la mejor opción -él era sobrino carnal de su primer marido-, don Francisco Gasset Dorado heredó la finca; María del Mar era consciente de que de esa forma el futuro de La Encomienda quedaría siempre en las mejores manos: las de la familia. Según la documentación de la propiedad -que se ha ido conservando cuidadosamente de generación en generación-, ésta data de los tiempos del rey Carlos III, quien legó esos terrenos a un lejano antepasado de María del Mar, don Vicente María de la Vera y Aragón, conde duque de La Roca.





Documentación original del siglo XVIII relativa a la propiedad de La Encomienda del Moro

 Pero donde encontré definitivamente a María del Mar fue dentro de la casa. La edificación se modernizó respetando su grandeza histórica y el criterio de su anterior propietaria y así continúa siendo, llena como está de recuerdos y objetos personales de la marquesa. Muchos de sus libros, muebles, tapices y cuadros permanecen donde ella los dejó -algunos de esos objetos estuvieron también en el Palacete de Cázulas-. Las habitaciones me resultaron gratamente familiares. Cada tramo de la escalera mientras subíamos a las dependencias superiores, cada olor evocador a cera de muebles, a cuero viejo, a maderas nobles, a libros antiguos y a buenas pinturas me resultaron cálidamente cercanas: algo, mucho de María del Mar continuaba allí. Aunque ya no sea el hogar de la marquesa sino el de su sobrino nieto Joaquín, percibí aquella casa como si con los años hubiese adquirido un carácter propio -acogedora, espléndida y al mismo tiempo sin pretensiones de grandeza-, tal vez porque ese lugar ha sido el refugio y la piedra de toque de una sola familia.



Algunos de los arcones, tapices, cuadros y sillas isabelinas de La Encomienda del Moro formaron parte del mobiliario de Cázulas





Varios de estos libros se salvaron in extremis del incendio de la biblioteca de Cázulas



Las fotografías de María del Mar y de su hijo Paquito presiden uno de los salones de la casa, cerca del cuadro que representa el árbol genealógico familiar


La acuarela de la Alhambra de Granada estuvo en el dormitorio de María del Mar. Siempre llevaba a Granada en el corazón

 El tiempo pasó volando; la visita que estaba previsto durase unas horas ocupó gran parte del día. Sentado en uno de los porches de la casa, Joaquín terminaba de desgranar su historia. "Me vine a vivir a La Encomienda del Moro hace catorce años, cansado del ajetreo de Madrid. Esto es un remanso de paz. Esta casa me da equilibrio, en ella vivo feliz y tranquilo; aquí recibo a mis hijos y las visitas de mis amigos y también puedo cultivar mis aficiones".


Un momento durante nuestra conversación

 Justo antes de marcharme propuso que firmase en el Libro de Visitas de la casa. Profundamente agradecida tomé el bolígrafo y escribí, intentando resumir en tres frases lo que había representado ese día para mí.

 Joaquín Gasset de Pablo me llevó de vuelta a la localidad de Aljucén, desde donde regresé a Mérida. Nos despedimos expresando ambos el deseo de vernos otra vez y viajé a Granada al día siguiente con la cabeza y el corazón rebosantes de información, datos, imágenes y, desde luego, emociones. Había recorrido por fin los últimos metros de un largo camino que me ha llevado durante meses por los cortijos de la Almijara, el Palacete de Cázulas y la finca de La Encomienda del Moro para reivindicar la memoria de María del Mar, la última marquesa de Montanaro. 

 Quedan en el tintero muchas fotografías, hechos, anécdotas y personas que se cruzaron en la vida de la marquesa, que nos irán contando sus interesantes historias en próximas ocasiones. 

 Sin lugar a dudas, la aventura merecerá la pena.



Texto y fotos: Mariló V. Oyonarte

> Accede a la "Historia de María del Mar" (Primera parte).