Cuente y firme



Barcelona, finales de los años sesenta.

 Julián, trabajador de la construcción, concretamente era yesero, llegó un día a comer a su casa. Era una de esas raras ocasiones en las que durante algunas semanas tenía la suerte de que el tajo estuviera lo bastante cerca como para comer en casa y poder ir andando, sin precisar autobús ni metro. Pero antes fue a casa de sus suegros, en el portal de al lado, donde vivían también su hermana Teresa y su marido Manuel, junto a sus dos hijos y uno que venía de camino. Lo de vivir quince personas en el mismo piso, mejor sería decir pisito, viene de antiguo. Su hermana fue quien le abrió.

- Hola, Tere, ¿está Manolo?
- Sí, pasa.
- Buenas tardes, ¿Has encontrado algo?
- Todavía no – respondió Manuel, que sabía que le estaba hablando del trabajo. Había terminado donde estaba hacía tres días.

 Eran tiempos en que, en toda Europa, incluida España, abundaba el trabajo. La ingente masa de españoles emigrados a Alemania, Suiza o Francia, hacía que el paro fuese escasísimo. Ello permitía a los trabajadores dejar aquellas empresas que racaneaban en la semanada o que no respetaban los derechos ni la dignidad de los trabajadores, con la razonable seguridad de que en pocos días encontrarían algo donde estuvieran mejor pagados y mejor mirados. Puede que fueran buenos tiempos para algunas cosas, pero en absoluto eran idílicos.

- En el solar que hay al lado de donde estoy han empezado a replantear esta mañana. Si quieres, llégate a preguntar.
- Esta misma tarde. Gracias por avisar.
- De nada, para eso estamos. Bueno, me voy, que si no voy a tener que comer a “uso pavo”.

Al rato se llegó al solar y vio al que parecía el encargado:

- Buenas tardes, ¿es usted el encargado?
- Efectivamente.
- Parece que van a empezar a edificar ya.
- Así es.
- ¿Van a necesitar personal?
- De aquí a un mes, más o menos, si harán falta unos cuantos. De momento lo que estamos buscando es un operario para una dragalina. Mañana vendrá el especialista a empezar a montarla. Usted no sabrá manejar una, ¿verdad? Si supiera, lo ayudaba durante algunos días en el montaje y se quedaba al cargo.

 Lo cierto es que Manuel no tenía ni idea, había visto alguna, en aquellos tiempos en Barcelona tampoco había demasiadas, pero rápidamente pensó que mientras ayudaba al técnico tendría trabajo al lado de casa durante algunos días.

-Pues sí. He estado unos meses con una.

 El encargado no le preguntó dónde ni con quién. Seguramente pensó que por lo pronto había encontrado un ayudante para su montaje y luego ya se vería.

- En ese caso preséntese aquí mañana a las ocho con el carnet de identidad y la cartilla del seguro y el técnico le irá diciendo lo que tiene que hacer.

 A la mañana siguiente, José, el encargado tras tomarle los datos para el seguro, presentó a Manuel y a Hilario, el montador.

- Me voy a la oficina. Hilario, ya le vas explicando a Manuel y os ponéis manos a la obra.

Cuando se fue José, Manuel se sinceró con Hilario:

- La verdad es que no sé manejar un trasto de estos, he dicho que sí para estar por lo menos unos días. Si mientras se monta y se prueba me puedes explicar a manejarla te estaría muy agradecido.
- No es complicado, pero exige mucha concentración.
- Concentrado hay que estar siempre para poder dar de comer a los hijos.

 Finalmente, gracias a las buenas explicaciones de Hilario y a la atención que ponía él, Manuel consiguió hacerse con el manejo de la dragalina y poder continuar en esa empresa en la que se sentía a gusto.

 Pasado apenas mes y medio Manuel y Teresa vieron un piso de 45 metros cuadrados que quizá pudieran “roer”. Con lo que tenían ahorrado les faltaba poco para la entrada.

- Si te pudieran dar un anticipo… - dijo Teresa.
- Llevo poco tiempo, pero por probar nada se pierde.

 Manuel se lo planteó a José:

- Anda que ha tardado en empezar a pedir cosas- respondió.
- Es una oportunidad que está a mi alcance. Ustedes me deducen todos los meses lo que vean bien.
- Preguntaré a los jefes, pero no le prometo nada.

 A los dos o tres días, José llegó a la obra y llamó a Manuel a su coche:

- Entre – y a continuación le tendió un sobre y una carpeta y le dijo simplemente:
- Cuente y firme.

 Era de esa clase de personas de pocas palabras y que siempre parecen enfadados, pero apreciaba a los buenos trabajadores y los ayudaba si estaba en su mano.

 Alguna que otra vez le decía que fuera con él para ayudarlo en alguna faena concreta en otra obra:

- Hoy nos vamos a Badalona.

 En estos casos, invariablemente, Manuel respondía:

- Pues yo no he echado ni comida ni dinero, tendrá que darme algo.
- Usted siempre pidiendo, cualquier día va a la puta calle.
- En la puta calle estoy todos los días desde que salgo de mi casa.

 Pero siempre le daba lo justo o un poco más, tampoco demasiado, del equivalente al precio de un menú en un bar de trabajadores.

 Algunos años después el hijo mayor de Manuel, Fernando, acompañó a su padre a la obra un sábado por la mañana. Tenía once años y aunque no era muy alto, tenía una espalda enorme y un aspecto muy fornido. Al poco rato llegó José y se quedó mirando a Fernando:

- Manuel, usted siempre quejándose de lo duro que es criar a los hijos, pero este muchacho no tiene pinta de pasar hambre.
- Por eso mismo, porque reclamo mis derechos y gano mi semanada, está muy bien criado, pero mis sudores me cuesta.