Neruda, un joven ejemplar de corzo morisco (subespecie del corzo europeo autóctona de los montes de Cádiz, Málaga y Granada) ha sido liberado recientemente en Sierra Tejeda.
El denso bosque mediterráneo de Sierra Tejeda es un hábitat ideal para el corzo andaluz
Sucedió en un instante: fue visto y no visto. Y también en un instante tuve la amarga certeza de que había perdido mi libertad para siempre. ¿Cómo había podido pasarme eso a mí, que soy tan cauteloso? Desde hacía unas horas -cuántas, lo ignoraba: también perdí la noción del tiempo- me veía aprisionado en el interior de un siniestro cajón de madera completamente cerrado salvo por unos diminutos agujeros circulares abiertos en las paredes, y estrecho hasta el extremo de que dentro de él apenas si quedaba espacio más que para respirar. La incomprensión, el pánico y la impotencia anulaban mis sentidos de tal forma que, aunque hubiese podido ponerme en pie, mis patas habrían sido incapaces de sostenerme. Sin poder rebullirme ni mucho menos escapar, sin ningún margen de acción, me eché en el suelo de mi jaula y aguardé en silencio -enmudecido por la angustia, en realidad-, escuchando mi propia respiración entrecortada. Esperaba, no sabía a qué o a quién pero esperaba, sin poder imaginar lo que había fuera ni por qué me veía así; ignorante de si aquel inexplicable encierro sería ya para siempre. Por momentos estiraba el cuello y las orejas intentando olfatear u oír algo que me diese pistas sobre lo que pasaba a mi alrededor; poco a poco mis ojos se iban acostumbrando a la semioscuridad de mi prisión -la luz del día penetraba a duras penas en el interior- mientras, encogido en cuerpo y alma, intentaba sin conseguirlo aplacar la angustia que me atenazaba la garganta. Tenía la sensación de que llevaba una eternidad allí metido. ¡El concepto de tiempo resulta tan incomprensible para nosotros…! Mi carácter naturalmente libre e independiente se rebelaba en vano ante aquella situación.
Cajón de transporte especial para mover animales salvajes de un lugar a otro con seguridad
Mi nombre es Neruda -me bautizaron como al poeta-, y soy un joven corzo macho, de catorce meses de edad; me dicen también "vareto" porque mis cuernos son todavía los de un adolescente, es decir, de forma recta y sin ramificaciones. Nací en la localidad de Alcalá de los Gazules, en la sierra de Cádiz, en concreto en la Estación de Referencia del Corzo Andaluz, un recinto en pleno Parque Natural de Los Alcornocales dedicado a la conservación, cría y repoblación de los de mi especie: el genuino corzo andaluz o corzo morisco. En ese centro crecí y viví en perfecta semilibertad junto a mi madre, mis hermanos y hermanas y otros ejemplares como nosotros, hasta el momento de mi captura. Nos llaman moriscos porque yo y los que son como yo representamos orgullosamente una rara variedad del corzo europeo más pequeña y enjuta, de color más oscuro tanto en pelaje como en cuerna -entre otras diferencias menos visibles- y mejor adaptada al entorno mediterráneo, características que nos convierten en únicos a los corzos que poblamos -que adornamos con nuestra presencia, por qué no decirlo- los bosques más recónditos de Cádiz, Málaga y Granada.
Neruda, el corzo morisco
Rayaba el alba. Como siempre, la noche anterior yo había salido del rincón del bosque donde solía pasar las horas centrales del día tumbado bajo el matorral, lejos de miradas indeseadas y de posibles enemigos. Los corzos somos seres solitarios, territoriales, muy cautos y desconfiados; nos gusta vagabundear entre la espesura moviéndonos con ligereza, casi invisibles gracias a nuestro pelaje, como fantasmas sigilosos, atentos al más mínimo sonido; será por eso que muchos nos llaman -muy acertadamente, creo yo- los duendes del bosque. En esa hora entreluces en la que ni es de día ni es de noche, cuando se desdibujan los contornos de los árboles y las sombras se vuelven anchas y oscuras, se acentúan los olores y los sonidos también, yo y los míos salimos de nuestros escondrijos para alimentarnos y hablar entre nosotros. Había pasado un buen rato ramoneando hierba y devorando los suculentos brotes tiernos de las zarzas -mi comida preferida-, que después de un invierno tan lluvioso se encontraban en su mejor momento, cuando mi finísimo olfato me guió hasta un claro en el que hallé un montoncito del pienso que a veces nos ponen en los comederos, cuando el invierno se presenta crudo o el verano es muy seco y el alimento natural escasea. Miré a mi alrededor y agudicé el oído desconfiando por puro instinto, pero no percibí nada raro. Me acerqué para dar buena cuenta del sabroso hallazgo y súbitamente algo me cayó por encima, rodeándome e inmovilizándome en un segundo. Por mucho que cabeceé, brinqué y coceé nada conseguí; a cada movimiento que hacía más se me enredaban las patas y los cuernos en aquella red hecha de mallazo de cuerda. Cuando fui consciente de que no había escapatoria posible bramé tristemente llamando a los míos -que habían huido despavoridos ante el revuelo- hasta que, sabedor de que no acudirían, bajé la cabeza y me eché en el suelo agotado por el esfuerzo y el estrés, resignado, aceptando mi destino con el estoicismo humilde propio de los animales. Mi vida -estaba seguro-, como la de muchos otros antes que yo, había llegado a su final.
Bebedero para corzos en el Centro de Recuperación
Pasó el tiempo; creo que incluso dormí un rato hasta que me despabiló el sonido inconfundible de pasos y voces humanas, que se acercaban con premura. Se confirmaron mis temores: venían a por mí. Unos brazos me alzaron del suelo sin esfuerzo -apenas llego a los veinte kilos de peso- y unas manos me cubrieron los ojos cuidadosamente con algo que noté como una cinta hecha de un tejido suave. Los hombres hablaban entre sí con voz queda, sin duda para no asustarme más, al tiempo que me sujetaban con firmeza; acto seguido sentí un agudo pinchazo en la espalda. Casi al momento y sin poder evitarlo mis músculos se relajaban y perdían fuerza rápidamente por lo que, muy a mi pesar, dejé de forcejear con mis captores -el tranquilizante para evitar estrés y el selenio para impedir la miopatía de captura o rigidez muscular hicieron bien pronto su efecto-. Con presteza, eficacia y evidente experiencia, un veterinario me examinó al detalle en pocos minutos: me extrajo sangre, tomó muestras biológicas de distintas partes de mi cuerpo y me realizó diferentes mediciones; por último me taladró la oreja derecha con un crotal de color rojo y posteriormente varios hombres me trasladaron con diligencia a aquel cajón de transporte oscuro y estrecho, que después cargaron en un vehículo. Las horas siguientes se emborronan en mi mente: recuerdo que el vehículo se desplazó por una ruidosa carretera hasta llegar a un lugar que, a juzgar por mi olfato y mi oído -en los que confío más que en mis ojos- yo desconocía por completo.
Un vehículo y personal especializado de la Junta de Andalucía transportan a los animales de forma segura
A partir de ese momento los acontecimientos parecieron precipitarse. Advertí cómo me levantaban en vilo y me trasladan a un punto determinado. Depositaron el cajón en el suelo e inesperadamente, cuando yo ya lo daba todo por perdido, una angosta puertecita de guillotina se levantó despacio, delante de mis narices. Mi desconcierto no tenía límite. Los rayos del sol inundaron mi diminuta prisión, disipando en un momento la negrura que me rodeaba -en todos los sentidos- y por fin pude ver, oír y olfatear dónde me encontraba. Se trataba de un bosque; un lugar muy parecido a aquel del que provengo aunque las plantas, los árboles, los olores y los sonidos que flotaban en el aire eran otros; incluso la luz era distinta. Continué echado, pues las horas de inmovilidad me habían entumecido los músculos y desconfiaba de mis propias fuerzas. La puerta se encontraba ahora totalmente abierta. A mi alrededor varias personas, a una distancia prudente, esperaban y me observaban con interés, sonriendo en actitud amistosa, animándome con gestos y palabras a salir de mi encierro. Alguien pronunció mi nombre suavemente -"Vamos, Neruda, ya puedes salir de ahí"- mientras una mano me acariciaba con delicadeza la frente y las orejas. Para mi sorpresa no me asusté, sino más bien al contrario: hice acopio de ánimo y energía para saltar y alejarme de todo aquello cuanto antes. ¿Sería capaz…? ¡Adelante, Neruda, que no se diga! Tras algunos titubeos me puse en pie -efectivamente, mis patas traseras todavía no respondían con la rapidez de siempre- y, primero a pasos cortos y después a saltos, sin apenas dar crédito a mi buena estrella, escapé lo más rápidamente que pude.
Neruda es liberado por fin
Huí a toda prisa y sin mirar atrás bajo la atenta mirada de quienes hasta entonces había creído mis depredadores. En pocos segundos la agilidad y la potencia de salto habían vuelto a mis cuatro patas y me sentí soberano de mí mismo, dichoso, fuerte y libre otra vez. Me dirigí directa e instintivamente a la zona de vegetación más intrincada, que me atraía como un imán. Pero antes de desaparecer entre la maleza para siempre me detuve unos segundos y volví la cabeza para mirar a aquellos hombres, que en lugar de devorarme -como había temido desde el principio- me observaban desde lejos satisfechos, sin moverse, mientras conversaban tranquilamente entre sí. Yo no podía entender sus palabras, pero sí sus miradas. Nos contemplamos mutuamente con respeto y durante un mágico instante se estableció entre nosotros una comprensión absoluta: la que nunca debería haberse perdido entre el hombre y el animal. Como arrastrados por la brisa que soplaba en ese momento, mis temores desaparecieron definitivamente. Di media vuelta y, ya sin correr, me interné expectante, risueño casi, respetuoso, en mi nuevo hogar. Mi olfato me indicaba que no estaba solo: muy cerca de allí, otros como yo me estaban esperando. Fui en su busca…
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Neruda es el último corzo andaluz -el décimo ejemplar en siete años- que la Consejería de medio Ambiente y Ordenación del Territorio ha liberado en el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, para incrementar la población de esta especie en ese espacio natural. La suelta tuvo lugar el pasado trece de junio en el término municipal de Alcaucín, donde la Junta de Andalucía mantiene un cercado de aclimatación dotado de una serie de medidas de seguridad y ventanas de dispersión, a través de las cuales los animales liberados van entrando y saliendo del recinto a la montaña y viceversa, en completa libertad. Neruda, al igual que los demás ejemplares de su especie -machos y hembras- soltados en ese recinto, pasará un tiempo indeterminado conociendo y reconociendo su nueva ubicación y, cuando se sienta seguro, se marchará para establecerse definitivamente en algún lugar de la hermosa Sierra Tejeda.
A la suelta del corzo asistieron, entre otros (de izquierda a derecha) Juan, el conductor del vehículo que transportaba el cajón; el Director Conservador del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, Ricardo Salas; el Delegado Territorial de la Consejería de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio, Adolfo Moreno y el Encargado de Recursos Cinegéticos del Parque, José Miguel Salas
No se puede predecir el futuro que le espera al joven Neruda, pero una cosa es segura: Sierra Tejeda es un lugar inmejorable para la reproducción de estos cérvidos; así lo demuestran las estadísticas. Si nuestro corzo se adapta correctamente a su nuevo medio, si aprende a alimentarse y defenderse bien, si no enferma y si no es herido de muerte por algún adulto de su especie -los machos dominantes suelen ser recelosos y agresivos- o por la escopeta malévola de un cazador furtivo, Neruda madurará y se apareará con cualquiera de las hembras que ya habitan en ese rincón de la sierra. Y tendrá muchos hijos, y colaborará con su existencia útil y bella a la conservación de la subespecie del corzo morisco, y con ello al mantenimiento de la variedad faunística de nuestros bosques.
Porque, como suele decirse, la vida siempre se abre camino. Si los dejamos, plantas y animales prosperarán. Trascenderán. Tan sólo hay que favorecer un poco las condiciones para ello y noblemente, desinteresadamente, humildemente, magnánimamente, darles la oportunidad.
Escrito por Mariló V. Oyonarte.
Fotografías de Carlos Luengo.