Bosques añorados, sendas con historia y una “abuela” singular



Recientemente ha sido catalogado y cartografiado el que posiblemente sea el tejo más antiguo del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.


Interior de un bosque de encinas en Sierra Tejeda 


 Cerremos los ojos y evoquemos un bosque ideal, parecido a los que salen dibujados en los libros de cuentos. ¿Lo tenemos ya? Podemos, pues, percibir la humedad del aire, que en mitad de la espesura se vuelve silencioso y calmo; la fragancia –lenitiva como un bálsamo– a tierra vieja y troncos viejos, tapizados de liquen hasta la cruz como si una mano habilidosa se hubiese afanado en ello cuidadosamente; la luz del día y el calor del sol, tamizada una y atenuado el otro merced a la densa bóveda de fronda entrelazada que, en una delicada filigrana de ramas, hojas y frutos, se extiende por encima de nuestras cabezas; la ficticia soledad que nos abraza y ofrece la ilusión –sólo la ilusión, pues muchos ojos no visibles nos observan– de que no hay nadie más; la blandura aparente de las rocas, revestidas por una almohadillada capa de musgo; la suave pisada sobre el terreno, acolchado por las hojas caídas y acumuladas a lo largo de cientos y cientos de otoños dorados... Un bosque en plenitud; abstraído en una intimidad profunda, vegetal e impenetrable.


 Nuestro bosque de ensueño existió en realidad. España, Andalucía y, por supuesto, Sierra Tejeda formaron parte de un extensísimo tapiz arbóreo constituido por miles de especies diferentes de árboles, arbustos, matorral y herbáceas que, hasta hace unos siglos, dominaron el paisaje ibérico. Pero como ese bucólico panorama pertenece a un pasado bastante remoto, tendremos que seguir evocando. ¿Qué os parece si imaginamos ahora, atravesando nuestro bosque de cuento, un sendero? Pero no un sendero cualquiera: vamos a visualizar un camino centenario, construido a conciencia –como se hacían antes las cosas–, empedrado con paciencia piedra a piedra; unas veces excavado en la tierra y otras tallado en la roca; atravesando densas arboledas y también zonas de roca desnuda; subiendo y bajando pendientes, salvando barrancos, cruzando arroyos; por tramos estrecho como un pasadizo o tan anchuroso como para permitir el paso de un carro; con sus escalones, desniveles compensados, tapias y albarradas y, sobre todo, con caminantes, muchos caminantes. Somos soñadores, ¿no? Entonces podemos ver lo que queramos. Ahí están: personas de toda clase y condición que recorren a diario, en hilera interminable, nuestro sendero –arrieros, jornaleros, leñadores, carboneros, viajeros que se trasladan de un punto a otro– y que, por la cuenta que les trae, colaboran en el mantenimiento de esa arteria pedestre que atraviesa las montañas, porque el sustento de casi todos ellos depende en gran medida de que ese camino se encuentre practicable durante todo el año.

Restos del sendero tallado en roca, en la cara oeste de Sierra Tejeda 


 Al igual que el bosque infinito del que hablábamos antes, nuestro concurrido sendero también existió en realidad. De hecho, fue una de las vías más directas que unieron las localidades de Alhama de Granada (Granada) y Alcaucín (Málaga). Partía del Robledal Alto y, ascendiendo por encima del paraje conocido como el Contadero, se desviaba a la derecha, desde donde faldeaba por media Sierra Tejeda ascendiendo, llaneando y descendiendo; en definitiva, trazando una ruta directa, la más corta posible, entre Alhama y Alcaucín. Pocos quedan ya que lo recuerden, pues dado su complejo recorrido –las escarpadas caras norte, noroeste y oeste de Sierra Tejeda– fue abandonándose paulatinamente en favor de rutas alternativas, más largas, pero menos expuestas a las inclemencias del veleidoso clima granadino.

 Y es que eran, desde luego, tiempos de otoños frescos, inviernos glaciales y primaveras muy lluviosas. Relatan los más viejos que podía llover durante un mes entero y nevar otro tanto. Del frío, contar y no acabar: fuentes y abrevaderos congelados por completo; calles empedradas que se volvían pistas de patinaje; carámbanos de hielo pendiendo de tejados y extraplomos que podían llegar a medir más de un metro de largo, y que constituían un peligro muy real para quienes pasaban por debajo. Esa climatología sometía a nuestro sendero, durante los meses más crudos del año, a continuos encharcamientos, derrumbes parciales, acumulaciones de nieve y, peor aún, a la formación de traicioneras placas de hielo, duras como el pedernal, que era necesario romper con lo que se tuviese a mano, so pena de resbalar sobre una de ellas y terminar hombres, bestias y cargamento descalabrados en el fondo de cualquier barranco. Gradualmente los caminantes fueron buscando otras vías por evitar este tipo de inconvenientes, que solo servían para entorpecer sus viajes. Así ocurrió que, en poco tiempo de desuso, nuestro camino histórico fue desapareciendo bajo la frondosa vegetación que poblaba esas laderas, las más húmedas y frías de toda Sierra Tejeda. Una impenetrable barbacana de quejigos, robles, tejos, madroños, encinas, cornicabras, ruscos, arraclanes, labiérnagos, pinos, serbales, arces, guillomos y durillos, entre otras hierbas, se encargó de borrarlo del mapa casi por completo. Solo se acordaron de él, tiempo después, los audaces estraperlistas de la posguerra, que solían desviarse por aquellos olvidados –y peligrosos– vericuetos serranos con sus alijos, a sabiendas de que nadie se atrevería a buscarlos por allí.

Uno de los escasos tramos visibles del sendero que unía Alhama de Granada y Alcaucín 


 Nuestro sendero desapareció, pero, ¿qué fue de los legendarios bosques que cubrían Sierra Tejeda? Debieron ser muy notables, puesto que ya desde finales del siglo XVI encontramos textos en los que se hace referencia a ellos. Según reseñan los historiadores, parece que a partir de la colonización cristina tras la Reconquista se intensificaron los aprovechamientos de los recursos forestales en estas sierras. Maderas para la construcción; para calentarse y cocinar; para los hornos de cocer pan; para las hambrientas calderas de los ingenios azucareros; para fabricar carbón, y cal, y carros, y aceites esenciales de plantas aromáticas, y vigas para los tejados, y barriles para el vino, y barcas para pescar, y mangos de herramientas y aperos, y muebles para las casas, y… Esto unido a la acción destructiva de los incendios forestales que –fortuitos o provocados– se producían con relativa frecuencia, determinó que en el espacio de un par de siglos –para principios del XIX– Sierra Tejeda quedase convertida en una descomunal mole de roca gris, casi un erial desprovisto de arbolado de gran porte en el que medraban como podían espartos, aulagas, plantas aromáticas y los arbustos más resistentes, castigados a su vez por el apetito voraz de los numerosos rebaños de cabras y ovejas que pastaban monte adentro por aquel entonces. No había distingos; cualquier clase de madera valía. Una de las especies arbóreas que más padecieron esa febril corriente deforestadora fue la más representativa de esos parajes: el tejo. 

Bosques de repoblación en la cara oeste de Sierra Tejeda 


 El tejo, cuyo nombre científico es Taxus baccata y que tantas culturas antiguas consideraron como el más místico de los árboles. La especie que, según las fuentes oficiales y el saber popular, dio su nombre a Sierra Tejeda, de la cual ya el cronista Luis de Mármol y Carvajal escribía, a principios del siglo XVII: “(…) Desde este puerto vuelve una cordillera de sierra, que procede la mayor y va hacia el mar, llamada Sierra de Tejeda por los muchos tejos que hay en ella, que son unos árboles derechos y altos como el ciprés, y la madera es semejante al pino, y se aprovecha rolliza, sin aserrar, para enmaderar las casas y para otras muchas labores (…)”. Efectivamente, las excelentes cualidades de la madera del tejo para todo tipo de usos, unidas a la –conocida ya desde tiempos muy antiguos– toxicidad de sus hojas para el ganado, especialmente caballos, mulos y burros, llevaron a este árbol casi a su extinción.

 El tejo es un fósil viviente; una de las especies vegetales más antiguas. De follaje perenne y gran longevidad –pueden sobrepasar los 2000 años–, no suele formar bosques extensos, sino que se desarrolla de forma dispersa en las zonas más umbrías y frescas de las montañas. En Sierra Tejeda habitaba –y aún lo hace– entre los 1400 y 1900 metros de altitud, en barrancos húmedos y sombreados, la mayor parte de ellos en la provincia de Granada por encontrarse en orientación norte, formando bosquetes mixtos junto con otras especies como encinas, pinos, arces, serbales, madroños, cornicabras, etcétera; especies estas con las que, por cierto, se lleva muy bien. En Sierra Tejeda el tejo florece a finales de invierno y principios de primavera, y sus semillas, recubiertas por un llamativo fruto de color bermellón intenso –que es la única parte no tóxica del árbol– maduran en otoño.

Profusa vegetación mixta en la vertiente norte de Sierra Tejeda 


 Evocábamos antes un sendero empedrado y un bosque sin fin. Ni uno ni otro existen ya como tales, aunque dejaron, eso sí, valiosos vestigios de su existencia. En uno de los barrancos más fríos e infranqueables de la cara norte de Sierra Tejeda, próximo al recorrido de nuestro sendero, se mantiene –y hasta prospera– uno de los pocos rodales de bosque mixto natural donde el tejo ha logrado sobrevivir. En él habitan unas decenas de tejos de diferentes tamaños: desde un metro de altura y diez centímetros de grosor de tronco, hasta los que miden más de diez metros y su tronco tiene más de uno de diámetro. Algunos ejemplares de gran porte han llegado hasta hoy, evidentemente, por la inaccesibilidad de su ubicación; otros son el resultado de rebrotes de tejos que no pudieron escapar a la corta exhaustiva.

 Pero de entre todos ellos destaca un tejo de enormes dimensiones y porte magnífico. Persiste ahí, contra todos los vientos, desde hace al menos, según calculan los botánicos, trescientos años; posiblemente más. Con un diámetro de tronco de más de tres metros y una altura aproximada de unos doce, podría tratarse del tejo más antiguo de Sierra Tejeda y, por lo tanto, de todo el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. Se trata de un pie femenino, es decir, de un tejo “hembra” que florece y fructifica abundantemente todos los años, como corresponde a un árbol sano. Comparten espacio con esta venerable y hermosísima abuela –la Teja Abuela–, además de otros ejemplares de su especie, un bosquecillo heterogéneo formado por arces, serbales, pinos y matorral diverso que, como buenos vecinos, arropan y protegen la ubicación de otros ejemplares de tejo, mucho más pequeños y vulnerables.

La Teja Abuela es posiblemente el tejo más antiguo del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama

Detalle de sus hojas y frutos


 Varias son las coyunturas que han propiciado este providencial refugio para el tejo en Sierra Tejeda: la complicada orografía del terreno; la considerable reducción de la presión ganadera; la ausencia de incendios y la humedad que implica la escasez de sol directo durante gran parte del año en ese territorio, y la importante espesura del matorral y el bosque mixto que pueblan esos cortados, que protegen el suelo de la erosión y favorecen la regeneración natural de las especies. Esa vegetación intrincada dificulta asimismo el acceso a herbívoros como el ciervo y la cabra montesa –para ellos las hojas del tejo no son nocivas y las devoran con fruición– y favorece la germinación de las semillas y el crecimiento de los ejemplares más jóvenes. La Teja Abuela y sus compañeros de milagro perduran y se reproducen hoy con éxito en este y en otros puntos de Sierra Tejeda, gracias no solo al concurso de la naturaleza sino también a los planes de regeneración forestal que se están llevando a cabo desde que estas montañas quedaron protegidas bajo la figura de Parque Natural, en el año 1999.

 La presencia de tejos –verdaderas reliquias vegetales del Triásico, propias de regiones más septentrionales– en nuestras montañas sureñas representa una rareza botánica de valor excepcional, de ahí que la salvaguarda de los que quedan y el mantenimiento de los programas para su conservación y multiplicación sean cruciales; más cuando técnicamente los tejos están catalogados como especie singular en riesgo de extinción dentro del territorio andaluz.

Bajo la copa inmensa de la Teja Abuela


 Nuestra majestuosa Teja Abuela, árbol sagrado desde tiempos inmemoriales, origen de leyendas y mitos, considerada a un tiempo Árbol de la Vida –por su longevidad– y Árbol de la Muerte –por su toxicidad–, aspira a seguir presente en Sierra Tejeda, a la que generosamente ella y sus ancestros cedieron su nombre. A seguir presente, desde luego, y también a perdurar y a perpetuarse. Porque representan ella y los suyos, allí donde están, una estampa puntual de aquel interminable bosque natural perdido y añorado; el recuerdo vivo de algo que ya pertenece a la historia pero que podemos ir recuperando –al menos en parte– con tiempo, paciencia y responsabilidad. Quién sabe; nuestro quimérico bosque imaginado, el que evocábamos al principio de este artículo, bien podría llegar a convertirse en un legado real y palpable para las generaciones venideras. Una herencia de valor incalculable que nos entregarían en propia mano Sierra Tejeda y, en definitiva, el conjunto de territorios que conforman el Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.

Vistas desde la cara norte de Sierra Tejeda (fotografía de Carlos Luengo)


Texto y fotos: Mariló V. Oyonarte

Agradecimientos: Mariana Orti Morís (directora conservadora del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama), José Algarra (botánico conservador de la Red Andaluza de Jardines Botánicos), Francisco Ortiz Villarraso, Antonio Villena Villena y Manuel Rodríguez Martos.