Foráneos de paso por Santeña: Los padres Redentoristas



 Después de nuestra guerra civil, como si el vendaval bélico hubiese arrasado la fe del pueblo del mismo modo que hizo con campos y ciudades, el Generalísimo debió sentir una grave preocupación por la salud espiritual de sus súbditos y ordenó que por todos los núcleos de población, incluso los más pequeños, se desplegaran hordas de misioneros que restaurasen la debilitada fe de sus habitantes.

 Con tan santa embajada se presentaron en Santeña dos padres Redentoristas, joven uno y bastante metido en años el otro; y hay que decir que la encomendada misión fue cumplida con la mayor eficacia pues la afluencia del público a los actos fue masiva ya que ambos artífices eran consumados oradores y su palabra calaba profundamente. La misión duró una semana y se clausuró con una misa solemne a la que asistió todo el pueblo, no quedando un solo paisano sin confesar ni comulgar. En recuerdo del evento se mandó hacer una gran cruz de madera en cuyo centro aparecía dibujado un corazón rojo rodeado de una corona de espinas y, en otro lugar de la misma, la fecha de la misión así como el nombre de los dos religiosos que la llevaron a cabo. Esta cruz fue colocada dentro de nuestra iglesia, en lugar preferente, y allí pudo verse hasta que un cura iconoclasta la sacó de su habitáculo. Pero esto es preámbulo.

 Tanta propaganda se había hecho desde el púlpito y tanta ansia había en el pueblo de ver algo o a alguien distinto de lo que a diario se veía, que, cuando llegaron los padres misioneros, sólo faltó recibirlos con banderitas. Para que su estancia fuera lo más confortable posible, algunas mujeres de las más relacionadas con la iglesia, siguiendo las instrucciones del párroco, acondicionaron la vivienda de la maestra, deshabitada entonces, para alojarlos. En cuanto a la manutención, habló el cura con las dos o tres familias más acomodadas de Santeña, y huelga cualquier comentario sobre la endiablada lucha que inmediatamente se entabló entre ellas primero, por ver quién conseguía para su mesa a tan ilustres huéspedes y, luego, quién quedaba por encima en la calidad y variedad de los manjares con que los regalaban. En su competitivo afán de servir a hombres de tanta categoría, salieron de las despensas los lomos, los salchichones, los chorizos y las morcillas, los jamones añejos y más frescos, los chicharrones y las asaduras, además de los suculentos quesos, la miel, el vino del terreno y hasta los melones de invierno que, colgados en las vigas de las cámaras, maduraban en espera del sacrificio por la Nochebuena. Todo esto en un ambiente de amor a Dios y penitencia que difícilmente podía dejar insensibles a los ilustres invitados. Distinto era si se presentaba algún pobre de los muchísimos que vagaban pidiendo limosna; no estando presentes los padres, era otro Dios menos generoso el que generalmente encontraban.

 Naturalmente, con el excelente apetito de los buenos padres redentoristas y con tanta pringacha y confite a su alcance, una de las noches que se retiraban a dormir a la improvisada vivienda, el mayor de los dos, que ya había pasado el umbral de los sesenta, fue víctima de una descomposición o varetazo tan fulminante que las pulcras sábanas y el blando colchón de lana, mullido con especial esmero cada mañana, quedaron en el estado que cabe imaginar. Informadas las buenas mujeres que los servían de la indigestión del padre, no se les ocurrió atribuirla a su causa más natural, -la artillería pesada que cada día entraba en su orondo vientre-, sino al agua del río -de la que, por cierto, bebía toda la población-. Por todo lo cual, a la mañana siguiente, bien temprano, el mozo de una de las familias anfitrionas tuvo que desplazarse en burra hasta el cortijo de Poca Paja por cuatro cántaros de agua para ver si de aquella manera se cortaba la cagalera del padre misionero.

 
El mayor de los dos fue víctima de una descomposición o ‘varetazo’ fulminante.