Una clara mañana del mes de mayo entró por El Carril un hombre con dos burros cargados de sendos capachos-jaulones donde, a través de la rejilla de tomiza, podían verse unas hermosas y crestudas gallinas.
Al parecer, alguien le había aconsejado darse un paseo por estos pueblos augurándole buena venta y él no se lo pensó dos veces. Y así, en cuanto avistó las primeras casas del pueblo, alegre como unas sonajas, se puso a pregonar su género de la siguiente manera:
––“Se venden pollas gordas y cebadas, muy baratas. Se venden o se cambian por garbanzos pollas gordas y baratas”.
Y así sucesivamente.
Al oír los vecinos pregón tan inusitado, se echaban a la calle y, no dando todavía crédito a sus oídos, orientaban la oreja en la dirección del pregonero para convencerse de que estaban oyendo correctamente.
No es para decir el asombro que tan insólito pregón causó en la vecindad, provocando risas solapadas en las mujeres y abiertas carcajadas en los varones, maravillados todos de que género tan particular, íntimo y reservado, pudiera ser también objeto de venta. Pero el torrente de hilaridad se vio inmediatamente interrumpido por la aparición del alguacil que, con rostro torvo y amenazante, se fue para el inocente recovero y, a bocajarro, le dijo que quedaba detenido por blasfemia y que lo acompañara al cuartel. El forastero no salía de su asombro y preguntaba al municipal si no se habría equivocado de persona, manifestando que él era de Las Alpujarras almerienses y que no tenía idea de haber faltado a la decencia pública ni a las normas de la Santa Iglesia para arresto tan inesperado como inexplicable. El alguacil, muy puesto en su lugar, le aclaró que, en su pregón, había una palabrota de las prohibidas por las autoridades civiles y religiosas. El desamparado forastero adivinó en seguida de qué palabra se trataba e intentó aclararle que dicha palabra no tenía nada que ver con lo que él pensaba y que... Pero, interrumpiéndolo violentamente y más puesto en su lugar todavía, el alguacil le dijo que lo que tuviera que explicar que se lo explicara al cabo en el cuartel. Llegó el hombre remolcando los borricos y sudando más por el berrinche que por el esfuerzo y, cuando estuvieron en la puerta, el alguacil se quedó sujetando los animales mientras entraba él, aturdido, al grito de un potente y malhumorado “¡pase!”.
Al oír los vecinos tan inusitado pregón, se echaban a la calle.
La autoridad que lo esperaba no era otro que el sanguinario cabo Ballesteros quien, con los modales que le cabe suponer, le dijo que repitiera el pregón a voz en cuello, como lo iba haciendo por las calles. El hombre no se atrevía a hacerlo pues veía en la orden más deseo de burla que de confirmación. Se levantó el cabo y, mostrándole el revólver, le dijo que repitiera el pregón si no quería lamentarlo. El hombre, temblando y avergonzado, gritó su mensaje con fuerza mientras el canalla retenía con dificultad una carcajada. Al terminar, adoptando aire de circunstancias, le preguntó:
––“¿Y tú no sabes que ‘pollas’ es una palabra de las que no se pueden decir en público?”
El hombre no podía creer lo que le estaba ocurriendo.
––“Señor, -contestó humildemente, -yo soy de Las Alpujarras almerienses y en mi tierra, éste es el pregón que hago y nadie se sorprende; porque ‘polla’ o ‘polluela’ es como nosotros llamamos a la gallina joven que todavía no pone huevos o que empieza a ponerlos. Y, de veras, que estoy sorprendido de que nadie en esta localidad sepa esto, porque es la primera vez que me ocurre una cosa así”.
El cabo, que miraba a su víctima por encima del hombro, le contestó:
––“¿No oyes tú, recovero de mierda? Aquí tenemos personas de letra que van a decir si estás engañándonos o no”.
En éstas, dio una voz al alguacil y le ordenó ir en busca del maestro para que aclarase la cuestión. Salió corriendo el edil y, a los pocos minutos, estuvo de vuelta seguido del representante de la cultura local. Entró el maestro en el despacho del cabo y saludó con un entusiasta “Viva Franco, Arriba España”. Preguntó Ballesteros al experto si “polla” era un blasfemia o una gallina. El interpelado se rió por lo inesperado de la pregunta y quedó algo perplejo.
––“Bueno, la verdad es que...”
Ballesteros aguardaba impaciente el dictamen.
––“No irá a decirme que no lo sabe. Usted ha estudiado”.
––“Sí”, -contestó el maestro, -“y en honor a la verdad, nunca he visto que ‘polla’ signifique otra cosa que lo que todos sabemos. Pero este hombre puede tener razón. Hay muchas palabras que en unas comarcas significan una cosa y en otras otra muy diferente. Y a lo mejor, ésta es una”.
––“Sí, podrá significar todo lo que usted quiera”, -replicó de mala manera el cabo, -“pero una ‘polla’ es una polla aquí y más allá. Y este sujeto ha blasfemado y, por lo tanto, hay que castigarlo como dice la ley. ¿O no? Los principios del Movimiento son nuestra ley y ahí, en la pared de la iglesia, dice que “está prohibido blasfemar y mentar el nombre de Dios en vano”. Y eso es lo que yo tengo que vigilar. Así que...”
––“Yo, señor”, -contestó casi llorando el infortunado recovero,
-“no blasfemo ni he blasfemado nunca porque no lo tengo por costumbre. Y además sé que está prohibido y penado con multa por las autoridades”.
Viendo que las cosas se ponían mal para el forastero, el maestro sugirió:
––“Para estar más seguro, se podría preguntar a don José el médico o a Manolo el Posaero que también es maestro. Don José creo que es de Las Alpujarras y Manolo ha recorrido las cárceles de media España. Ellos deben saberlo”.
Sin dejar terminar al maestro, Ballesteros habló:
––“¿A esos rojos de mierda les vamos a preguntar? ¿Y qué puede saber un rojo que me interese a mí?”
Dio otra voz al alguacil y lo mandó en busca del alcalde. Pero con éste las cosas se pusieron peor aún, pues, analfabeto como era, no podía pensar que lo que en su pueblo era una cosa tan clara pudiera ser algo distinto en otro lugar.
––“¡Como que está uno echando los dientes ahora! Este hombre ha dicho una blasfemia y hay que castigarlo, ¡qué pollas!”
Hubo un silencio en el que Ballesteros miró al alcalde con cara de verdugo. Al verlo, el alcalde se apresuró a rectificar.
––“Bueno, quería decir ‘qué cojones’; que las malas costumbres son lo que antes se pega. Pero aquí y en Pekín, una polla es una polla. Y no hay más que hablar”.
El recovero miraba a un lado y otro y ya se veía perdido cuando llamaron a la puerta: era el secretario del ayuntamiento que, enterado del revoleo que se había armado a propósito del pregón y sabiendo lo que ocurría en el cuartel, había venido a aclarar el asunto. Miró al forastero con cara de amigos y, dirigiéndose al cabo, se dispuso a hablar.
––“¿Usted sabe lo que pasa?”, -se adelantó Ballesteros.
––“Todos lo saben ya en el pueblo. Y a eso venía. Este hombre no ha dicho ninguna blasfemia ni nada por lo que merezca castigo. Así que, en mi opinión, deben dejarlo marchar y seguir con su venta ambulante”.
––“Es que va pregonando ‘pollas’ y ‘pollas’ es una blasfemia según dice aquí el maestro y el alcalde y yo”.
Firme, el secretario, contestó:
––“’Pollas’ no es ninguna blasfemia; ‘pollas’ es como llaman en otras partes de España a las gallinas jóvenes que no ponen todavía o que empiezan a poner. Y el hecho de que por aquí esa palabra tenga otro significado no hace culpable de nada a este hombre”.
Sorprendidos, miraron los tres al secretario que había hablado sin miedo ante el ogro de la comarca.
––“No va a saber usted, por viejo que sea, más que uno con carrera”, -dijo el alcalde, despectivo, señalando al maestro.
––“Es cierto”, -respondió el secretario. -“Yo tampoco lo sabía hasta hace unos instantes; pero hay en el pueblo personas que lo saben”.
––“No serán esos rojos criminales que tengo enfilados”, -dijo, sonriendo y escupiendo, el sádico Ballesteros.
––“Sí, precisamente esos dos son los que lo saben y los que me lo han dicho. Así que, repito, vamos a dejar a este buen hombre seguir su camino, que bastante tiene”.
Volvieron a mirarse el cabo y el alcalde como los cazadores cuando otro les quita la presa que ya creían suya. El maestro se sintió algo abochornado, pero pensó que el consejo del secretario era el mejor. Y el recovero, agradecido a su libertador, le apretaba la mano en señal de agradecimiento.
Al cabo de algunos instantes, Ballesteros miró con desprecio al secretario y, señalando al recovero, dijo:
––“Sí, que se vaya. Pero ¡a su tierra! Aquí no se venden ‘pollas’ mientras esté yo en el mando. Porque, diga lo que diga quien lo diga, aquí una ‘polla’ todos sabemos lo que es. ¡Alguacil!”
Entró el esbirro y se cuadró.
––“Acompaña a este sujeto y cuida de que se vaya ahora mismo del pueblo. De lo contrario...”
––“Como usted mande, mi cabo”.
Después del sofocón que se había llevado, el hombre tuvo que salir del pueblo encantado y perplejo al mismo tiempo por lo sucedido. ¿A cuántos no les contaría la desgraciada anécdota, fruto de la ignorancia y de la mala voluntad?