De todos es sabido que la Naturaleza, tan pródiga en dones y maravillas por doquier, no parece tratar de igual modo a los mortales; de ahí que, para muchos, en vez de solícita madre, no merezca otro apelativo que el de descuidada madrastra. Y viene tal comienzo al relato como anillo al dedo.
Si en todos los años de su existencia ha visto Santeña a dos personas feas, pero feas de verdad, éstas han sido sin duda un matrimonio que, procedente del Castillo-Tajarja, se presentó en casa de Manolejo, (la otra posada del pueblo), un uno de mayo. Francamente hablando, con estas dos criaturas la madre Naturaleza no tuvo la menor consideración. Renunciamos a describir fealdades tan perfectas porque las palabras del idioma sólo pueden dar idea de lo imaginable, y éstas no lo eran. La gente se les quedaba mirando y, con pasmo casi reverencial, exclamaba: “¡Santo Dios! ¿!Serán feos!?”
Tal vez para contrarrestar la crueldad con que ellos habían sido tratados, eligieron una profesión que, al tiempo que les permitía ganarse la vida, les daba la oportunidad de embellecer, aunque fuese de manera artificial y efímera, el aspecto de las personas haciendo arte con esa dúctil y maleable parte de nuestra cabeza que es el pelo. Porque los dos eran peluqueros.
Su llegada a Santeña dos días antes de la fiesta patronal les garantizaba una abundante clientela pues ¿a qué mujer no le gustaba retocarse y ponerse guapa ese día? Salieron en seguida a anunciarse, la mujer pregonando el servicio y el lugar donde se atendería a la clientela, y el hombre con una arquilla al hombro sobre la cual podía leerse en letras grandes: Permanentes Enrique. El salón de belleza quedó instalado en el descargadero de la susodicha posada, justo frente a la puerta de la cuadra, por ser el lugar donde había más claridad. Al principio, las clientas tenían sus reparos. Acostumbradas a las peluquerías de Alhama pensaban que aquellos forasteros no iban a saber más y temían quedar hechas unos ‘ifreces’ (entiéndase ‘disfraces’) si, encima, aquella permanente era de las que no se podían quitar. Pero en cuanto vieron en un par de cabezas las maravillas de que eran capaces el par de feísimos, se dispararon los comentarios y en tropel acudieron a pedir cita.
––“¿Habéis visto el primor de cabezas que l’han puesto ésos del Castillo a fulana y a mengana?”.
––“Claro. Lo nunca visto aquí. Mucho mejor que en Alhama”.
––“Y más barato.”
––“Ya ves, la mitad”.
––“Es que dicen que les ponen unos rulos en los pelos y aquello echa humo pero no quema; y cuando se apagan y te los quitan, los pelos se quedan todos rizados y llenos de caracoles. Dice la mujer que eso del humo es nuevo y que no lo hay ni en Loja”.
Por la puerta trasera de la casa no dejó de entrar y salir gente durante los dos días previos a la fiesta, al cabo de los cuales todas las mujeres del pueblo parecían muñecas de Ibi.
Pero como en estos casos nunca falta la rezagada o indecisa, tampoco faltó aquí. Y cuando prácticamente todo el mujerío de Santeña lucía en su cabeza la celebrada patente de Permanentes Enrique, nuestra clienta, animada tanto por lo que veía como por los favorables comentarios sobre la novedosa técnica empleada, se decidió al fin y entró por la puerta trasera de la posada para ponerse en manos de aquellos taumaturgos del tejido capilar. No obstante, para quedarse más tranquila sobre la inocuidad de los referidos humos, volvió a preguntar si su vida correría peligro mientras se producían las emanaciones sulfurosas que, según todas, constituían la parte más novedosa de la operación. La respuesta fue rotundamente negativa añadiendo los feísimos peluqueros que dicho producto era de procedencia germana y seguro, por tanto, al cien por cien.
Uno de los cartuchos alteró su reacción y, en pocos segundos, se puso a arder.
Tranquilizada nuestra paisana, se acomodó en la silla de anea que hacía de poltrona, se le ajustó al cuello un gran paño que le cubría delantera, hombros y espalda, y empezaron los artífices su delicada labor. La puesta y el encendido de los mágicos cartuchos se desarrolló con total normalidad; pero, por alguna razón desconocida, uno de los cartuchos alteró su reacción de manera que, en pocos segundos, se puso todo incandescente, luego empezó a arder y, por último, explosionó como si de un artefacto pirotécnico se tratara.
La clienta, que estaba como gato escaldado, cuando notó sobre su cabeza la tercera fase del desastre, saltó de la silla y echó a correr por el descargadero gritando como una loca: “¡Dios mío, que ardo!
¡Agua, agua, que ardo!” Todo descompuesto al verla, el peluquero gritaba a su mujer que trajera rápidamente un cubo de agua de donde fuera, y a la clienta que dejara de correr porque se avivaba la llama y era peor; pero la clienta corría aún más convencida de que así ahuyentaba el peligro sin pensar que el peligro lo llevaba puesto. Segundos después llegó la peluquera con el agua; entonces sujetó como pudo Enrique a la señorita y ordenó a su mujer que le vaciara el cubo entero en la cabeza.
Dice el refrán que “a perro sarnoso todo se le vuelven pulgas” y eso fue, más o menos, lo que ocurrió aquí. La señorita, con la cabeza y todo el cuerpo chorreando, salió corre que te corre camino de su casa, dando gritos de espanto y diciendo que el de las permanentes le había pegado fuego. El técnico se excusaba diciendo que había sido un defecto de fábrica y que era la primera vez que aquello le sucedía; que el producto era de toda confianza, pero que en todas las cosas siempre tenía que haber algún fallo. Y, a la mañana siguiente, cuando todavía no había despuntado el sol, salieron los peluqueros camino del Castillo echando humo como el malogrado cartucho y dejando materia de chirigota para días.