Frasquito ‘El Gato’: Segundas nupcias



 Después de la muerte de su esposa, Frasquito quedó desorientado. Se le veía ir y venir solitario y cabizbajo, hecho un Adán en su atuendo, con el sombrero agujereado y los dedos del pie saliéndole por la punta de un calzado cuyo estado primero era imposible de adivinar.

 Con ella, en un silencio lleno de ayes, había soportado la ausencia del hijo cruelmente asesinado1; con ella había criado al resto de sus hijos hasta dejarlos en sus propios hogares, y, cuando ya no fue necesaria su presencia, ella se marchó, cansada de vivir y con la esperanza, tal vez, de recuperar en el más allá al hijo que tan vil y prematuramente le habían arrebatado.

 Pero el tiempo amortigua las tragedias y si bien es verdad que las dos muertes habían golpeado con dureza su cerviz de titán, no lo es menos que, al cabo de un par de años, la sangre le volvió a hervir rebelándose contra una abstinencia impuesta por los avatares de la vida. Salió Frasquito de aquel bache sombrío y en seguida estuvo listo para iniciar un segundo ciclo amoroso, fuese contrayendo segundas nupcias según el rito de la Santa Iglesia Católica, -que católico viejo se confesaba él-; fuese, si no había otro remedio, recurriendo a una deshonrosa juntera. Decidido a lo uno o a lo otro, puso manos a la obra, indagando por su cuenta y preguntando a personas de su confianza sobre la clase de género que buscaba. No tardó en ser informado de que, en el cortijo Martínez, de la comarca de Montefrío, había una hembra medio emparentada con los medianeros que podía interesarle.

 Sin perder tiempo, se puso Frasquito al habla con uno de los parientes, le expuso su situación y le habló de los beneficios que la parienta podría obtener si estaba de acuerdo en irse con él a su casa, primero como ‘moza’ (término que, en Santeña, también significa ‘criada’), y luego, si todo iba bien, casándose con ella ‘por lo legal’. Estas consideraciones fueron hechas por Frasquito con la intención de allanar el camino y ganar tiempo de modo que, cuando él se presentara en el cortijo, la hembra sólo tuviese que decir sí o no, y, en caso afirmativo, no repetir el viaje.

 Para facilitar más aún las cosas, Frasquito, hombre generoso y con buen nivel económico, le dijo al pariente de la moza que, si la cosa salía bien, lo recompensaría con una parcela de trigo y garbanzos para el año siguiente en su cortijo de Las Gallinas; pero que, a cambio de tanta generosidad, tenía él que ir a Martínez y trabajar a la parienta, haciéndole ver que se trataba de una oportunidad única; y, al regreso, informarlo de cómo estaba la cosa, para así preparar mejor la deseada entrevista.

 El mediador, al ver en Frasquito a la persona que podía aliviarlo a cambio de tan poco, más contento que unas pascuas, le dijo al instante:
––“Si osté quiere, salgo ahora mismo pa Martínez”. Frasquito le contestó:
––“No, hombre; ya por la mañana, que asín la visita parecerá más discreta. Pero ahora te vienes conmigo a mi casa que, como anticipo, te voy a dar tres o cuatro kilos de habichuelas, un poco de tocino y alguna morcilleja en aceite que me parece que tengo por allí. Como está uno solo, muchas veces no sabe lo que tiene”.

 El hombre no daba crédito a lo que oía. Subieron a la casa de Frasquito y allí recibió todo lo prometido más una docena de huevos. Al día siguiente por la mañana, se puso en camino pidiéndole a Dios que la misión tuviera éxito pues no era poco lo que estaba en juego.

 Llegó el emisario a Martínez, llamó a la parienta, le habló encendidamente del plan y se lo puso tan de dulce, que ella dijo a todo que sí. Con la cara sonriente, pensando en la parcela de garbanzos y en lo que le vendría por añadidura, volvió a galope en busca de Frasquito, lo informó con todo detalle del éxito de la misión y le dijo que podía ir cuando quisiera, que la cosa estaba hecha.
 
Enjaezó Frasquito su yegua con los mejores arreos que tenía y se atavió también él como nunca lo hacía; y, cuando la noche coleaba ya por el poniente, emprendió el camino de Martínez. Pensaba en muchas cosas Frasquito mientras la yegua casi corría, como instigada por su amo que sentía ya fluir por su cuerpo un nuevo temblor de vida. Llegó al cortijo a media tarde y, antes de encontrarse con alguien a quien preguntar, vio a una mujer en actitud de espera, apostada contra la tapia de un corralillo o leñera separada de la vivienda. La miró y su instinto le dijo que era ella, y hacia ella se encaminó.
––“Dos guarde a osté”, -dijo Frasquito tensando el busto y mirando con descaro a la mujer.
––“Osté es Frasquito El Gato”,- contestó ella, resistiendo la mirada y con cara de satisfacción.
––“El mismo que viste y calza, pa servirla”.
––“Pues yo soy la de Montefrío”.
Frasquito se bajó de la yegua con agilidad y se plantó delante de la dama. La miró más fijamente todavía y, al cabo de unos instantes, le dijo:
––“Me habían dicho que eras una güena hembra, pero aquí hay más de lo que a mí me han dicho”.
Ella contestó:
––“Lo mismo digo”.

 Tras este intercambio de cumplidos, los dos se sintieron algo agitados y ella, ante la insistente mirada de él, bajó la cabeza. Después, él dejó la yegua atada a una estaca de la puerta y ambos entraron en la casa. Dentro no se veía ni se oía a nadie y Frasquito tuvo la impresión de que los habían dejado solos adrede. Se sentaron y hablaron durante un rato para aclarar las condiciones del contrato. Como todo pareció ir viento en popa, ella le sugirió quedarse esa noche y salir para Santeña a la manaña siguiente, pero él, poco amigo de pernoctar en casa ajena, le dijo que si ella no tenía inconveniente, prefería marcharse aquella tarde aunque fuese de noche, que él, como los zorros, veía en la oscuridad lo mismo que a la luz del día. Algo nerviosa, recogió la dama sus pertenencias, que no eran muchas, se despidió de alguien que no se hizo el visto y, cuando el sol se hundía por el poniente recortándose en la llanura del atardecer, se vio bajar, camino del llano, la silueta de un jinete con hembra a la grupa como en las mejores estampas del bandolerismo andaluz.

 El camino era largo y la noche toda por delante. Desde el cielo, las estrellas enviaban una luz tenue y plateada sobre la apacible campiña y sólo los grillos ponían música a aquel enlace improvisado. Con el canto de los grillos mezclábase el chasquido de los cascos al chocar con los cantos del camino. Seguían bajando y Frasquito notaba, cada vez más intenso, el roce de la moza contra sus espaldas. Llevaba las riendas en la mano izquierda y con la derecha, de manera disimulada, se aventuraba por las carnosas nalgas de la serrana, mientras le preguntaba, cortés, si iba bien o le aconsejaba que se agarrara fuerte a él, que la vereda era muy empinada y podía caerse. Ella se dejaba hacer, gustosa, y, algo melosa también, contestaba: “No, que voy mu bien y no me caigo, Frasquito”.


Se vio bajar la silueta de un jinete con hembra a la grupa, como en las mejores estampas del bandolerismo andaluz.

 Como ellos, también la noche avanzaba y el camino se hacía cada vez más oscuro; pero, después de tantos años en un cortijo sin otra luz que la de la luna cuando la había y la del candil cuando hacía falta, sus ojos penetraban la oscuridad como el sol atraviesa las nubes, y en ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera extraviarse. Lo que sí notaba era cómo, poco a poco, con los escarceos femorales, el roce de la moza y el acompasado vaivén de la cabalgadura, le iba subiendo la fiebre. Después de tantas vigilias solazándose de fantasías y con la noche, negra y solitaria, de su parte, Frasquito empezó a sentirse como su borrico cuando olía los orines de burra; y, al avistar el cortijo del Chisme, notando que no podía más, se volvió hacia la hembra, la cogió entre sus brazos, la yegua se espantó, cayeron ‘agaribolados’ y el pedregoso suelo del camino fue testigo de dos salvajes embestidas sin que mediara descanso.

 Sosegada la excitación por ambas partes y protegidos todavía por la complicidad de la noche, llegaron los recién casados a Santeña; pero, para evitar la curiosidad de los madrugadores, echaron campo a través para entrar en la casa por las traseras. En cuanto chirrió la puerta, hubo alboroto en el gallinero y el gallo cantó. Al oírlo, pensó Frasquito con orgullo que ya había dos en la casa y que ahora se vería quién de ellos pisaba más veces. Dejó la yegua en la cuadra, la gratificó con un buen pienso, y en seguida entraron en la vivienda. Como todavía era de noche, encendió un candil, lo colgó del poyo de la chimenea, señaló a la compañera una fuente grande y le dijo que preparara dos tazones de leche para desayunar. La mujer empezó a actuar como si conociera la casa y, segundos después, había sobre la mesa un plato de lomo en pringue, medio queso, una hogaza de pan y los dos tazones llenos a rebosar de leche ordeñada el día antes. Se sentaron a comer y se congratulaba Frasquito para sus adentros de haber burlado a la juventud bullanguera del pueblo. Terminaron de comer y nuestro rústico donjuán, sintiendo de nuevo que le venían las ganas, cogió a la hembra del brazo, la subió en volandas, la echó sobre el camastro que le servía de lecho y otra vez la montó.

Por las juntas de la maltrecha ventana empezaba a colarse el nuevo día y ya se disponía la pareja a dormir como Dios manda cuando un vozarrón los puso en alerta.
––“Ahí están. ¡Serán canallas!”
La mujer se cogió a Frasquito y le preguntó qué era aquello.
––“¿Que qué es? ¡La puta que los parió! Los canallas del pueblo que vienen a darnos una cencerrá”.
Sonó de nuevo la voz, ahora recitando:

“Aunque t’hayas escondío pa esta nueva juntera,
a darte una cencerrá
ha venío Santeña entera”.

 Y, al momento, un atronador estrépito de cacerolas, ollas, botellas, cencerros, zambombas y toda clase de artilugios resonadores, acompañado del griterío general, se dejó oír en la calle “Sartasesos”2. Todos miraban a la ventana esperando alguna señal de Frasquito, pero la ventana permanecía cerrada, lo que aumentaba la impaciencia y el acoso de los congregados. De vez en cuando, el griterío callaba y se oía de nuevo al solista recitando cuartetas de lo más obsceno que jamás haya podido oírse en Santeña. Alguien lanzó una piedra contra la ventana del dormitorio y otros empezaron a golpear la puerta y las ventanas bajeras. Frasquito, viendo que peligraba la integridad física de su vivienda, después de soltar contra ellos y su generación toda la lista de imprecaciones que su exuberante imaginación pudo proporcionarle, abandonó el lecho nupcial y abrió la ventana sin aparecer él todavía por miedo a ser alcanzado por algún proyectil.

––“Muchachos, por lo que más queráis”,-dijo cuando al fin se hizo el visto, -“no tiréis piedras ni aporreéis la puerta. Por Dios sus lo pido”.

Pero su voz no llegaba a la plebe enardecida que seguía gritando toda clase de desafueros. Entonces, alguien de la organización se subió en el tranco de la puerta y mandó callar. Se hizo el silencio y apareció Frasquito por la puerta con las alpargatas en chancla, los calzones sin correa y la camisa salida y a medio abotonar. Al verlo, los congregados arreciaron en sus denuestos, silbando, abucheando y lanzando todavía más procacidades sobre la pija del recién casado y los encantos de la novia, no dejando títere con cabeza. Cuando, de nuevo, se pidió silencio, Frasquito habló:
––“Muchachos, por Dios sus lo pido. No me destrocéis la casa, que esto no es una juntera, que es una moza”.
Para qué lo dijo. Los gritos y las risas resonaron en toda Santeña, voceando cada cual lo que la imaginación le ponía en la lengua. Al ver lo cual, Frasquito cerró de un portazo, subió escaleras arriba y, mientras fuera aturdía la cencerrada, él prolongaba su noche de bodas.

 Tuvo Frasquito ‘moza’ y hembra hasta que notó que le robaba. Se lo hizo saber y le aconsejó que dejara de hacerlo si quería seguir con él. Ella no hizo caso y él le dio el segundo aviso. Y una tarde, cuando nuestro donjuán volvía de Las Gallinas dispuesto a darle el tercero, le dijeron que se había marchado.

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1 Ver “La noche de Las Gallinas” en Secretos del Marchán.
2 O Saltasesos, nombre dado, al parecer, por los vecinos alhameños a la calle de los Gremios debido a lo empinado de la misma.