Frasquito ‘El Gato’: Consultorio de seducción y conquista



 El paso de la niñez a la adolescencia va siempre acompañado de una serie de cambios fisiológicos y psíquicos que alteran al que los padece. Si a esto se une una ignorancia total, sea por falta de información, sea por los tabúes sociales reinantes, no hay duda de que dicha etapa del desarrollo individual puede condicionar y hasta determinar el futuro.


 En la época a la que nos referimos, había de las dos cosas, y el único modo de acercarse al tema era hablando con los amigos -que sabían tanto como tú- o actuando por tu cuenta. Como consecuencia, se llegaba a veces a conductas de tal ingenuidad que rayaban en el ridículo. Si todo era pecado y todo estaba prohibido, ¿qué se podía hacer cuando las primeras pulsiones de la sexualidad empezaban a alterar la sangre? Y cuando el amor llamaba a la puerta, no quedaba otro camino que seguir las pautas establecidas por el ojo vigilante y represor de los poderes abrigados por el sistema.

 Pero en Santeña tuvimos, tal vez, al primer asesor en el difícil arte de la seducción y la conquista: Fraquito El Gato. Hombre de innumerables y variados amoríos, -lo que antecede es sólo un botón de muestra-, la experiencia le había dado grandes conocimientos sobre el tema, conocimientos que él gustosamente ofrecía a cuantos se le acercaban en busca de consejo. Y a pedírselo fue un mozo de la localidad. Pero situémonos.

 El mozo en cuestión era bastante ingenuo y apocado, se hallaba en la edad crítica y, para más inri, se había enamorado de una muchacha de la vega granadina mientras trabajaba allá. Las cosas no le debían ir todo lo bien que él quisiera -“seguramente porque no sé lo que hay que hacer”, se diría para sus adentros- y, temiendo perder ocasión tan a su medida, decidió consultar al experto. Era de noche y estaba el mozo, apodado Macuto, con sus amigos en la plaza, cuando dijo que iba a Pitres5 a casa de su primo Paco. Pues muy bien; adiós y buenas noches. Pero quiso la casualidad que el embuste quedara al descubierto inmediatamente pues otro de la conca, que vivía en Pitres, lo vio entrar en casa del referido Frasquito, y, en cuanto estuvo con los amigos, lo comentó.

––“¿En casa de Frasquito El Gato? Y ¿qué se le ha perdío allí?”
––“No será por na de campo. Su pae dice que nos da lerciones a tos”.
Risas.
––“Y me ha pedío prestao un paquete de tabaco”.
––“Aquí ha dicho que iba a ver a su primo Paco, y, que yo sepa, su primo Paco no es Frasquito”.
––“Y ¿a qué habrá ío a estas horas?”
––“Cuarquiera sabe. Con lo claro que es pa to...”
––“Me güele a mí a chamusquina”.
––“En busca de Frasquito se va na más que por dos cosas: o a pedir vez pa la remonta o a hablar de porri”.
Risas otra vez.
––“¿Y tú crees que Macuto ha ío por algo de eso?”
La pregunta queda unos segundos en el aire. De pronto, uno exclama:
––“Aguarda, que creo que ya lo sé”. Expectación.
––“Me da a mí el barrunto de que ése ha conocío a alguna tía en la vega y quiere hacerle los roces. Pero como es tan espabilao, seguro que ha ío a consultar a Frasquito pa que lo adortrine”.
––“¿En la vega? Y ¿qué hace ése en la vega?”
––“¿Es que no lo sabes? Está dando obrás con su yunta. Lleva ya más de un mes”.
––“Pos no lo sabía”.
––“¿Macuto con novia? No me lo puedo creer. Con el aire que tiene, ¿quién lo va a querer?”
––“Hombre, aire no tiene, pero dineros, más que tú y que yo. Y si encima le pica el pito, tendrá que buscar quien se lo arrasque”.
––“Mañana lo sabremos. Yo...”
––“¿Qué mañana? Ahora mismo subo yo a Pitres y me apontoco en la esquina. Y en cuanto sarga, ése me canta. ¡Vaya si me canta!”.
––“No, hombre. Ahora, no. Déjalo tranquilo esta noche. Ya nos enteraremos. Frasquito es mi amigo y me lo contará to”.
Siguieron chirigoteando sobre el indefenso paisano hasta que la hora y la falta de asuntos los fueron llevando, uno tras otro, a la cama, quedando la plaza desierta y el Marchán murmurando su eterna canción.
Pero veamos cómo se desarrolla la escena mientras tanto en casa de Frasquito.

Pegó el mozo con cautela en la puerta de la casa y se oyó la voz rajada de Frasquito que, desde dentro, decía:
––“Que entre quien sea”.

Entra Macuto cohibido, consciente de que el primer sorprendido va a ser el propio Frasquito.
––“¡Cojones! Esta visita sí que no me la esperaba yo”.
––“Osté perdone, Frasquito, pero es que quería consultarle algunas cosillas, osté que tanto sabe de mujeres; y, la verdá, me daba vergüenza, porque eso son cosas mu delicás y te ve la gente entrar aquí y lo primero que dicen es que es uno un chalao perdío y que menúo es el aire pa’l candil. Pero, la verdá, tengo mucho interés en el asunto y no me importa lo que digan los demás”.
Frasquito, que vivía solo desde la muerte de su mujer años atrás, se hallaba preparando la cena en aquellos momentos y, hombre de gran corazón, lo primero que hizo fue invitar a su inesperado huésped.
––“Arrastra un sillajo y ahí tienes una guchara pa que m’acompañes en la sopeja que m’he emparejao”.

El aspirante a donjuán le dijo que ya había cenado y que no tenía hambre. Entonces se sacó del bolsillo el paquete de tabaco que había pedido prestado momentos antes y se lo ofreció a Frasquito.
––“Vaya, hombre, ¡con agasajos y to! Se aprecia, pero no tenías que traer na. Yo jumo siempre chasca y es lo que me gusta; pero por ser tuyo, lo voy a empezar ahora mismo, y la sopeja que espere”.

Abrió el paquete, sacó un cigarrillo y lo encendió con un tizón humeante de la lumbre. Volvió el joven a exaltar la experiencia de Frasquito en el arte amatorio y de la seducción y Frasquito, halagado sin duda pero cansado ya de tanto preámbulo, le dijo:
––“Está bieeen, está bieeen; pero... ¡cuenta, cuenta!”. Macuto carraspeó y, con la cabeza baja, comenzó.
––“Pues mire osté, Frasquito: yo estoy dando obrás en Chauchina con nuestra yunta y aonde encierro las bestias por la noche, en frente, vive la muchacha que a mí me gusta, pero yo tavía no le he dicho na. Y a eso vengo, a que osté me diga cómo tengo que actuar”.
Meditó Frasquito unos instantes y luego contestó:
––“Bien. Puntos a tu favor, porque tiene que enterarse de que la yunta es tuya. Y cuando la veas, dile algo, dependiendo de la hora que sea, por ejemplo, ‘güenos días, corazón’. Y según tú veas, ¡duro a la cabeza del bicho! Y verás cómo, poco a poco, va uno tanteando el vao y, al final, la sopa cae en la miel. También debes de tener en cuenta que ella sepa que tú..., vamos, quiero decir, que no eres un pelagatos, que ella vea que en tu casa hay apañejos, porque eso cuenta”.

Oídos estos sabios consejos con suma atención, el aplicado discípulo decidió llevarlos a cabo inmediatamente y con la mayor exactitud. Y al día siguiente, en cuanto la encontró en la calle, se dirigió a ella con las mismas palabras que su asesor le había dicho:
––“Güenos días, corazón”.

 La joven lo miró extrañada del requiebro y le contestó con una carcajada. Él, siguiendo las instrucciones del maestro, la abordó y le fue contando que era de Santeña, que estaba allí con su yunta, que tenían tierras, algo de vega, y una casa de las más grandes del pueblo. Etc. La muchacha oía como quien oye llover y se preguntaba a qué vendría toda aquella retahíla de datos personales. El resultado no debió de ser todo lo satisfactorio que el pretendiente se había prometido cuando, días después, acudió de nuevo a Frasquito para contarle lo sucedido.

Otra vez de noche, -pues la noche es madre que arropa nuestras vergüenzas y temores- y otra vez cogió a Frasquito cenando.
––“¿Quién es?”
––“Soy yo, Frasquito.
La voz sonaba sin fuerza, señal de un ánimo decaído. Y Frasquito le dijo que entrase como lo hacía habitualmente, con un gruñido más que con palabras. Y otra vez el mismo formulario:
––“Arrastra un sillajo. ¿Quieres un platejo de estas sopejas que yo me estoy comiendo?”
Y otra vez la negativa del visitante pretextando que ya había cenado.

 
Está bieeen, está bieeen; pero... ¡cuenta, cuenta!

––“Pos aguarda, que en seguía acabo. Siéntate a la lumbre, que es güena, y te calientas, que no está la noche pa rondas”.
––“Gracias, Frasquito, pero no tengo mucho frío. Vengo de la lumbre también”.

 Terminó Frasquito de cenar, se limpió la navaja sobre el pernil, la cerró haciendo un chasquido, eructó dos o tres veces, quitó luego el plato y el pan de encima de la mesa, pasó la mano y tiró las migajas al suelo, acercó otro sillajo a la lumbre, se lió un cigarrillo, lo encendió con un ascua y miró a su discípulo, que, con rostro tristón, no había dejado de pasear la vista por todos los rincones de la habitación en busca de algún punto sobre el que dejar sus cuitas. Cuando vio al maestro sentado junto a él y mirándolo, entendió que había llegado el momento de desembuchar. Entonces carraspeó y empezó su relato. Pero, inesperadamente, Frasquito lo interrumpió:
––“Dispensa un momento, que voy a echarle el pienso a la yegua y a mear”.
Volvió a los pocos minutos, se sentó de nuevo y le dijo:
––“Y ahora, cuéntame”.
Y otra vez carraspeó el aprendiz, como si el carraspeo fuese la muletilla para echarse al ruedo.
––“Pos mire osté, yo la vi en la calle y le dije ‘güeños días, corazón’ y algo más de lo que osté me dijo; pero ella no me escuchó”.
Frasquito, entonces, levantando una mano en actitud de orden, contestó:
––“Para, para. Cuando vayas otra vez, vamos a hacerlo como se hace, o sea, tú vas a su casa y le pides permiso a la madre para hablar con su hija, y así verás cómo la torre, por mu arta que sea, cae. También te digo que vayas bien maqueao y la mula con buen atajarre, que, ‘según te veo, te respeto’.

 Con esta nueva fórmula, precisa y concreta, salió el joven enamorado de casa de su asesor y se sumergió en la espesa oscuridad de la calle (pues la luz eléctrica sólo se dispensaba un par de horas a partir del anochecer); pero iba contento, meditando cada una de las consignas dadas y convencido de que ahora le sonreiría el éxito.

 Y así fue. Pidió permiso a la madre, la madre se lo dio, entró en la casa de su amada por la puerta grande y la amada no tuvo más remedio que atender al atrevido pretendiente porque su madre se lo había ordenado. “Que tiene casa, yunta y tierras” -le dijo, -“y eso es lo que interesa, hija”. La madre había dado su permiso para que hablaran en la casa, pero allí estaba ella también, en la misma habitación, aunque algo apartada, para que nada pudiera manchar la honra de la familia.

Mas ¡ay! A pesar de la precisión de las consignas dadas por el maestro y del claro interés manifestado por la madre de la moza, el resultado de la entrevista tampoco fue ahora demasiado esperanzador para el enamorado Macuto que, otra vez, pensó en Frasquito como el náufrago en la tabla de salvación.

No vamos a repetir los prolegómenos de cada entrevista entre maestro y discípulo. Ya estamos dentro y habla Frasquito:
––“No me lo tienes que decir. Caritriste y flojo de andares, fracaso seguro”.
––“Asín es. Y no será porque no lo he hecho lo mismitico que osté me dijo. Pero ella, na”.
Contestó Frasquito:
––“Al Gato no hay quien le pise el rabo. Este caso es muncho caso, pero torres más artas han caío al suelo”.

Se arrellanó en la silla, se puso la mano en la barbilla y preguntó:
––“Vamos a ver, cuando tú estás hablando con ella, ¿quién hay 
allí guardando la cesta?”
––“Su madre”.
––“Pero... ¿siempre está pendiente de vosotros?”
––“Frasquito, está que no parpaguea”. Continúa el maestro:
––“Pero, güeno, esa mujer tendrá que atizar la olla o, aunque sea mala comparación, tendrá que ir a mear; y si esto ocurre, tú, en el menor descuido, una güena garafañá a las tetas o a las nalgas, que eso ata muncho, ¿me comprendes?”

 El alumno oía al maestro y se sorprendía tanto de lo mucho que éste sabía como de no haber caído él en la cuenta de estas cosas, porque las había visto más de una vez en otros del pueblo.
––“Y otra cosa”, -continuó el chamán,- “si pudieras sacarla a pasear por algún sitio que no haiga muncha gente, si pudiera haber un poquejo de porri, tanto mejor”.

 Macuto escuchaba asombrado de la sabiduría de su maestro, y en seguida se vio en las frondosas alamedas de la vega llevando a la práctica aquellos sabrosos consejos que ahora sí iban a darle el tan esperado éxito. Pero …
Contestó:
––“Frasquito, ¿cómo me habla osté de porri y magreo, si no quiere siquiera hablar conmigo?”
El maestro pensaba.
––“Es que éste es un caso tan complicao que yo no sé cómo lo vamos a resolver. Lo que mejor veo yo, en vista de lo negra que está la cosa, es que esperemos un poco, y, después, duro a la cabeza del bicho otra vez”.

 Así lo hizo el obediente alumno, y, al cabo de dos años, aquel amor imposible, causa de tantas consultas y desvelos, terminó en boda. Los compañeros, que tanto se habían reído de él, reconocieron al fin que el apocado Macuto había actuado como actúa quien quiere conseguir algo en la vida: haciendo oídos sordos a dimes y diretes, afrontando las burlas y desoyendo las risas que pretendían ridiculizarlo por su tenacidad. Muchos había entonces como él en Santeña, que se morían por unas faldas, pero les faltó valor, se doblegaron al qué dirán y se quedaron solteros o se casaron con quien no querían. Frasquito siempre tuvo abierta la puerta y, además, aconsejaba gratis. Porque no hay duda de que sus consejos, con todo los burdos que puedan parecernos hoy, fueron de lo más útil en una época de mojigatería y convencionalismos como la que a tantos les tocó vivir.

 No quiso el maestro acudir a la boda porque no era él amigo de jolgorios y, sobre todo, porque prefería dar la vuelta al mundo antes que cambiarse de atuendo. Pero, cada vez que se mencionaba el hecho en su presencia, se pavoneaba él ante los concurrentes y, con un leve balanceo de cabeza, decía aquello de que ‘el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija’.

3 Pitres es la parte alta y empinada de Santeña. Se desconoce el motivo de dicha denominación.

***

 Murió Frasquito con más de noventa años. En los últimos de su vida, cuando ya no se podía valer, daba pena verle sentado en la plaza, con la eterna colilla, apagada y casi siempre vacía, en los labios, mal trajeado, con su eterno sombrero de fieltro negro, agujereado y descolorido por el polvo y el sudor. Se pasaba el día dormitando o ausente de cuanto le rodeaba. A veces se quedaba traspuesto, mirando al campo, y así podía estar un buen rato. Luego, si alguien se le acercaba, dejaba su ensueño y miraba a través de los gruesos y sucios cristales de sus gafas, intentando identificarlo. Si, con ánimo de entretenerlo, le recordaban el pasado, hacía él un gesto de sonrisa forzada y volvía a su mutismo, consciente de que ese mundo no era ya el suyo. Empedernido fumador, sólo reaccionaba cuando alguien le ofrecía el cigarrillo que ya no podía comprarse. Porque, sin ser pobre, a cierto grado de privación se vio reducido cuando lo suyo ya no le perteneció.

Un hombre bueno.