Anécdotas de Santeña: Sonora petición de mano



 Siendo mozo casadero, otro vecino de nuestra querida Santeña llamado Miguel y apodado La Vida, se enamoró perdidamente de una cortijera y dio en pasar por los aledaños del cortijo todas las horas que el trabajo le dejaba libres para ver, aunque fuera de lejos, a su amada Dulcinea.

 Pero como, día tras día, Cupido hundía más su flecha en el flamante corazón de nuestro paisano, éste, que ya no podía deshacerse del hechizo sin peligro de su vida, se puso a buscar peonadas por aquellos pagos. Si tenía la suerte de conseguirlas, era siempre el primero en llegar al tajo y el último en abandonarlo; y si no tenía trabajo, cogía una escopeta vieja que había en su casa, se ataba a la correa un bocadillo liado en una rodilla y, campo a través, salía disparado camino del paraíso.

 La madre, sorprendida de la repentina vocación de cazador de su hijo, le decía: “Pero ¿no ves que esa escopeta no la han tocao desde que murió tu tataragüelo? Y además, ¿aónde están los cartuchos?” Él, algo nervioso pero contento, contestaba que también se podía cazar a estacazos; y salía como una bala, dejando a la pobre mujer con la palabra en la boca y la duda en el corazón. Evitando en lo posible encuentros con los paisanos, cogía el camino que por Los Bancales sube hasta Las Rosas y luego se perdía hasta aparecer por uno de los cortijos que miran a Cacín. Hablaba a solas mientras hacía el camino, y, en su soledad, le decía a la dama de sus pensamientos todo cuanto no era capaz de decirle cara a cara. Llegaba al punto más cercano, se apostaba detrás de un majano y allí, como quien acecha liebre o perdiz, acechaba él a la moza que le estaba quitando el sentido; y en cuanto la veía con el cántaro a la cadera camino de la fuente, entraba él en una especie de arrobo que más parecía efecto de narcótico que embrujo de faldas. Cada día se decía que de aquél no pasaba, que se haría el visto como quien no lo quiere y la tantearía para ver su ‘rearción’. La moza salía repetidas veces de la casa ya por paja a la era, ya por leña al corral, ya en busca de los huevos que las indisciplinadas gallinas ponían por donde les venía en gana; o sencillamente a tomar el aire fresco que siempre soplaba por aquellos pagos. En una ocasión la vio agacharse junto al tronco de un olivo para aliviar la vejiga y aquello le produjo tal remolino en la sangre que durante unos minutos no supo dónde estaba ni por qué. Pero el día pasaba, la escopeta no sonaba, el bocadillo estaba en los talones y las incipientes estrellas le advertían que era hora de volver. “¡Otro día igual!” –se decía malhumorado, y cogía camino abajo con paso lento y tristón.

El estado anímico que aquella frustración continuada le producía pronto se hizo visible en su cara y la madre se alarmó. Le preguntó a su otro hijo si sabía lo que le pasaba a su hermano, y el hijo, displicente, le contestó que él no sabía ‘na’. Preguntó luego a las hijas y éstas, con algo más de benevolencia, le dijeron que tampoco, pero que se enterarían. Y cuando, por fin, supo la madre cuál era la causa del desmayo, no pudo contener una exclamación:

––“¡Dios santo! ¡Quién se lo podía imaginar! Mi Miguel, que nunca ha roto un plato, enamorao. ¿Y de quién, si se pué saber?”
––“Dicen que de una hija de Juan Bordones que se llama Carmen y que vive en Santa Rita”.
––“¡Jesús, Jesús!”, -volvió a exclamar la señora, que no hacía a su hijo en tales trances.
Miguel lo negaba. Agachaba la cabeza, se ponía mohíno y se emperraba en que aquello era un embuste.
––“Entonces, ¿a qué te vas por ahí cuando no tienes trabajo y te pasas el día fuera, sin traer ni una ‘corniz’ pa la olla”, -le preguntaba la madre, para sonsacarlo.
Pero él repetía:
––“Eso es un embuste”.

Y de ahí no lo sacaba nadie.

 Pero como en asuntos de amor nadie quiere darse por vencido, Miguel, viendo que el momento de decir esta boca es mía no llegaba y que alguien más decidido podía arrebatarle a su amada Maritornes, se fue en busca de un amigo íntimo y le contó lo que le estaba ocurriendo, pidiéndole por favor que no lo aireara, que se iban a reír de él, y, lo peor de todo, que si la moza se enteraba, todo se iría al carajo. El amigo, consciente de que el enamoramiento de Miguel podía degenerar en una patología seria, le dijo que, en vez de tanto acecho detrás del majano y tanto sobresalto cada vez que la veía, lo que tenía que hacer era ir en busca de ella y declararle su amor.

 Meditó Miguel el consejo y, animado, subió la tarde siguiente, dispuesto a abordarla. Se instaló en su majano y cuando la vio salir, el corazón empezó a latirle. Llevaba la moza en la cabeza un pañuelo blanco atado debajo de la barbilla y, encima, un pajero de ala ancha para protegerse del sol. Con un cuchillo cortaba hinojos y cardos y se los echaba en el delantal. La verdad es que la moza ya sospechaba algo pues, en más de una ocasión, lo había visto merodear por las proximidades del cortijo, tropezándose incluso con él en una ocasión y dándole cierta información que él le pedía sobre una finca del contorno; pero de ahí no había pasado. Aguardó Miguel a que se acercara a donde él estaba y cuando la tuvo a tiro, armado de valor, salió de su escondrijo y se fue derecho a ella.

––“Buenas tardes”.
––“Buenas”, -contestó ella, mirándolo fijamente.
––“Yo...”
Notó que le faltaba el aliento, pero era la ocasión y no podía dejarla pasar. Ella continuaba mirándolo con cara de extrañeza.
––“Yo venía a decirte que me gustas muncho y quiero pretenderte”.
Respiró hondo.

 A Carmen, acostumbrada a oír ladrar a los perros, cacarear a las gallinas, rebuznar a los burros y gruñir a los cerdos, aquel lenguaje sobre amor y ‘gustaeras’ oído en un secanal tuvo que caerle en gracia; pero, naturalmente, la halagó. Porque, bien mirado, el hombre que tenía delante solicitando sus favores no estaba nada mal comparado con otros que ella conocía y que la miraban con ojos bailones. Aunque, tal vez, lo que más la decidió a dar el sí fue ver que, detrás de aquel manojo de nervios que se esforzaba por parecer sereno, había un hombre bueno en el que podía confiar plenamente. Tan claro lo tuvo, que le contestó:

––“Pos si te gusto, tienes que hablar con mi mama”.
––“Eso está hecho”, -exclamó él, eufórico. -“¡Mañana mismo vengo!”

 Ella se rió. Él, menos nervioso, la miró a la cara y los ojos empezaron a bailarle también. Se despidieron con un “hasta mañana, entonces” y siguió ella buscando sus cardos y sus hinojos. Por su parte, Miguel enfiló el camino y... “Eso ya está hecho. Dentro de un par de meses, las bendiciones”, -se decía mientras dejaba en el polvo del camino la huella de sus abarcas. Y cuando el sol daba su último adiós al día, por la puerta de su casa entraba un ser completamente transfigurado por la fuerza del amor.

 Al día siguiente, durante el trabajo, habló poco. No hacía más que mirar al sol y pensar en cómo se presentaría ante la madre de su novia. Cuando acabó la jornada, se fue delante solo y en seguida estuvo en su casa. Se quitó la camisa, echó agua en una palangana y se lavó con una pastilla de jabón de olor de una de sus hermanas. Luego subió a las cámaras, abrió el ropero y empezó a vestirse. No había mucho donde elegir, así que tardó poco; pero, de todas formas, jamás se le había visto tan peripuesto como aquella tarde. En efecto, para que su visita produjera la mejor impresión sobre la moza y su familia, se atavió Miguel con una elegante chaqueta confeccionada por Damiana, la sastra de Santeña, y, en juego con la chaqueta, unos pantalones de algodón de idéntico sello, aunque, por estar ya usados -que todo no podía estrenarse- tenían el inconveniente de que, cuando se llevaba un rato sentado, el algodón tomaba forma y por las rodillas se le hacían unos bolsones o ‘huevos’ que afeaban considerablemente la línea del conjunto. Terminada la faena, se miró Miguel en un espejo lleno de estampas y cagadas de mosca, que, amén de otras precariedades, deformaba ligeramente la imagen haciéndola más esbelta y robusta que el original. Miguel se gustó y, admirado de su figura, se dijo con una leve sonrisa: “¡Pos no está mal er pollo!”. Faltaban los zapatos pero eso ya era otro cantar. Y es que los zapatos de ‘material’ (cuero) en aquella época calamitosa sólo podía costearlos gente de mayor poder adquisitivo que nuestro pobre romeo; así que, faute de mieux, los sustituyó por unos de imitación llamados de ‘piel de ballena’. Ataviado con tan elegante conjunto y provisto de petaca nueva con picadura y de un flamante yesquero de mecha de algodón, después de meterse entre pecho y espalda un buen plato de olla, se encaminó nuestro mozo en busca de su ninfa.

 Subía la cuesta como un gamo diciéndose que aquello era “pan comío” y que ya no tenía nada que temer porque la moza estaba de su parte. Seguía subiendo y pronto empezó a sentir cómo los garbanzos le pedían a voces un poco de sosiego para iniciar con calma el complejo proceso de la digestión. Pero como el enamorado joven no estaba para oír las voces del vientre sino las del corazón, continuó al mismo ritmo; y cuando estuvo a un tiro de piedra de la casa, sudoroso y con la lengua fuera, tuvo un prolongado eructo seguido de un crujido en las tripas que lo obligaron a detenerse y allí fue donde las fuerzas empezaron a abandonarlo. “¡Dios mío, como me se descomponga la barriga ahora, la hemos hecho!” Tenía que presentarse a la familia de su Carmen y no sabía lo que podía pasar. Llegó a la puerta sudando; temblaba y miró. Estaba cerrada y todavía podía salir corriendo y desaparecer; pero había venido con la gran misión de su vida y tenía que cumplirla. Haciendo de tripas corazón, dio varios golpes y, en seguida, se oyó una voz:

––“¿Quién es?” Miguel casi gritó:
––“¡Gente de paz!”
 
 
Y de las magras posaderas del inexperto pretendiente, sale un sonoro y prolongado pedo

 La puerta se abrió y apareció la madre, de negro hasta los pies. Fue a saludarla el recién llegado, pero, al abrir la boca, notó que le faltaba la respiración, que tenía la lengua seca y que las escasas palabras que consiguió articular le salían a medias, tartamudeadas e ininteligibles. En éstas aparece con un manojo de cardos la Circe de sus desvelos y se le queda mirando. Miguel nota ahora que le aumenta el sudor, que le chorrea por la frente y por el cuello, que se le humedecen las palmas de las manos y se le mojan las axilas, y no se atreve a hablar porque su Carmen está allí, mirándolo, tranquila, como quien no sabe si reír, llorar o mandarlo a hacer gárgaras. Y él, que siente que se le escapa la gran ocasión de su vida, intenta por todos los medios controlarse y serenarse para no hacer el ridículo; pero sin éxito. Al fin la futura suegra lo invita a entrar y a sentarse y él entra y se sienta y se saca la petaca del bolsillo y la abre y, alargando el brazo, dice todo lo cortés que puede:

––“¿Ostés gustan?”
Las dos mujeres se le quedan mirando y luego se miran entre sí preguntándose si aquel hombre está en sus cabales. Él cae en la cuenta de su error y se guarda la petaca nerviosamente, derramando, al cerrarla, parte del contenido. De nuevo la madre pregunta:
––“Güeno, osté dirá lo que quiere”.
Y, como el tartajoso que no quiere tartamudear y se embala para que no se le corte el chorro, dice nuestro paisano de un tirón:
––“Yo-vengo-a-pedir-la-mano-de-su-hija-Carmen”.

 Pero, en ese momento, debido al estado emocional que lo embarga, los gases aprisionados en el tracto intestinal buscan salida por donde la hay; y, de las magras posaderas del inexperto pretendiente, sale un sonoro y prolongado pedo que va a estrellarse contra los oídos y las narices de las atónitas cortijeras. El aspirante a yerno se queda de piedra mientras un color se le va y otro se le viene, y, sin saber qué hacer, mira a sus interlocutoras, agacha la cabeza, carraspea en un intento de despistar pero sigue clavado a la silla apretando el trasero contra el asiento para cortarle el paso a la impetuosa corriente que siente arremolinarse en el túnel rectal. Al fin, las mujeres rompen en una carcajada y el pobre Miguel pide perdón de todas las maneras que sabe hacerlo un ser en apuros semejantes, pretextando nervios, estómago rebotado y haber subido la cuesta a ‘zancajás’. Todo se acepta porque a la madre le parece bien que sus hijas encuentren marido y formen una familia, “que asín ha sío siempre y asín será”.

 Se casó Miguel con Carmen, tuvieron una hija, y, al poco tiempo, emigró al país de los relojeros donde ha permanecido, solo, hasta la jubilación. Cada año, por el verano, y, a veces, también por Navidad, venía a verlas. Compró luego un piso en Barcelona pero, finalmente, volvieron a la tierra. Viven con la hija y viven bien. El pedo seguramente que ya lo han olvidado; o les hace reír si lo recuerdan. Cosas de la vida. Y a Miguel lo apodaban ‘La Vida’.