Destinos trágicos en Santeña: Florencia



 En la calle Caridad, la tercera vivienda a la derecha según se sube, era una casa pequeña y en pésimo estado. En ella vivía una buena mujer, una verdadera santa, de nombre Florencia, pobre como nadie en Santeña pues sólo tenía años, ninguna salud y, encima, estaba sola.
 
 Bajita, delgada y encorvada siempre, la cara arrugada y con vello en la barbilla, eternamente enlutada de harapos y la cabeza cubierta con un pañuelo negro, aquella mujer de mirada dulce y voz cálida, de un trato exquisito y de una educación poco común, recluida en sus pensamientos pero sin descuidar jamás las fórmulas de elemental cortesía que, en boca suya, sonaban de modo especial por la ternura del acento, aquella mujer, repito, vivía, Dios sabe cómo y de qué, en aquel inhóspito y ruinoso tabuco.

 Vivía sola, pero era madre de una hija, Juana, y hermana de un vecino de la localidad, casado y con hijos. Años antes, cuando la hija estaba con ella, las cosas eran distintas, aunque no mejores. Para el tiempo que alcanza nuestra memoria, Florencia era ya viuda y ella y su hija vivían en la misma casa, sólo que la casa no estaba todavía como la hemos descrito. Trabajaban en el campo o donde las llamaban, y, mal que bien, como tantas otras familias en Santeña, iban tirando. Pero Juana era demasiado alegre para lo que en aquellos tiempos se permitía y sus continuos devaneos con unos y otros hacían que estuviera siempre en boca de la gente. La madre, mujer de otros principios pero sin autoridad, le recriminaba constantemente su conducta, le decía que, de aquella manera, nadie como Dios manda se acercaría a ella y que, si ocurría lo peor, tendría que verse sola, desamparada y señalada para toda la vida. Juana, bastante ligera de cascos, se reía de los sermones y decía que ella no hacía nada malo y que la gente sólo contaba mentiras. Florencia lloraba y, sin que ella lo supiera, iba a personas de confianza a preguntarles si era verdad lo que la gente decía. Ellas le contestaban suavizando siempre los hechos para no hacerla sufrir, pero a la buena mujer no se le escapaba el matiz; y, de cada una de estas visitas, salía triste y avergonzada. En alguna ocasión tuvo incluso el valor de ir en busca del fulanito o los fulanitos que, según el rumor público, estaban jugueteando con su hija, a pedirles por caridad que la dejaran, que aquello era un pecado y un deshonor para toda la familia, que ellos eran pobres y los pobres no pueden limpiar nunca la honra perdida. Los fulanitos le contestaban que todo eran bulos, que ellos estaban casados o tenían novia y que a la gente sólo le gustaba chismorrear. Pero nada cambiaba. La joven llegaba tarde, o no llegaba, o se iba al campo con el gañán de turno a pintar legumbres y todo el mundo sabía lo que pasaba.

 Su hermano, muy puesto en sus trece en cuanto a decencia y honor, como si la hija hubiese salpicado a la madre, empezó negándole el saludo y acabó renegando de ella. Así se sacudía la obligación moral de socorrer a su hermana -si es que alguna vez lo hizo-. Y Florencia se vio más desamparada y sola que nunca.

 Juana acabó mal. Cuando ya nadie la miró, desapareció de Santeña y poco después se supo que andaba en Loja en una casa de prostitución.

 Después de lo ocurrido, a Florencia le dio por pensar que ella era culpable del triste destino de su hija y esto la fue hundiendo día tras día hasta caer en el estado de postración que hemos dicho. Empezó no saliendo apenas de la casa salvo cuando tenía que ir por agua al río. Le daba vergüenza de que la vieran. Y allí, en aquel casucho que se venía abajo como su dueña, se encerró la mujer para llorar en silencio y pensar en la hija, la única que tenía y a la que ya no volvería a ver. Las vecinas entraban a llevarle algo de comer y a consolarla; ella se echaba a llorar más fuerte aún y les preguntaba por qué era tan desgraciada: “No tengo bastante con mi hija. También mi hermano me ha vuelto la espalda y no quiere saber nada de mí.

¿Por qué todo esto, Dios mío?”

 Y por esa ley misteriosa de la ruindad humana que nos lleva a hacer burla del que menos puede, aquella mujer, honrada y buena pero desgraciada, quedó convertida en objeto de diversión para niños y jovenzuelos. Le echaban ranas por las grietas de la puerta, ranas que, al saltar, la sobresaltaban; y la buena mujer abría la puerta y decía a sus agresores: “No seáis malos, no veis que soy una pobre vieja. Si yo os quiero mucho y a mí no me da susto de nada, hijos míos”. Otras veces la broma consistía en ponerse en la puerta y, fingiendo voz de ultratumba, decirle cosas como ésta: “‘Foencia’, soy un alma del otro mundo”. Ella siempre contestaba con la misma amabilidad y calma. Esto desarmaba casi siempre a sus agresores que terminaban diciéndole: “Florencia, vamos a la ‘lamea’ a traerte leña”.
Pero había bromas de muy mal gusto y muy peligrosas para la anciana mujer. Así, a veces, cuando iba al río por agua con el pipo o el cantarillo, hacían los mozalbetes un hoyo en la vereda por donde tenía que pasar, lo llenaban de agua o de barro, lo camuflaban con hojas de chopo y se escondían detrás de los juncos a presenciar el espectáculo. Y el espectáculo consistía en verla hundir la pierna en el hoyo y gritar del susto y de dolor. De travesuras de este tipo, la buena mujer salía maltrecha y, sólo entonces, se atrevía a ir a casa de los padres. Evoquemos la escena.

 Es de noche y están cenando en la posada. Unos golpes suaves en la puerta.

––“¿Quién es?”
––“Soy yo, Florencia”.
Se le abre y, como siempre, es bien recibida.
––“Siéntese usted aquí, a la lumbre”. Ya tiene puesta una silla.
––“Pero mujer, ¿adónde va usted con este frío?”, -le dice Pepe.
-“Y seguro que no ha comido nada”.
Ella se retrae por vergüenza, pero ya le está llenando Josefa un plato con caldo de cocido y se estrechan los que están a la mesa para dejarle un sitio.
––“Siéntese usted y tómese este caldillo caliente, que falta le hace”, -le dice Josefa
Otra vez dice que no. Hay que obligarla a sentarse. Ella se deshace en excusas: que si qué fatiga, que si qué vergüenza, que si no está como las gentes, que si los niños se pueden asustar de verla de aquella manera, que si ... Nadie le hace caso. Es una mujer buena y sufre.
Come algo, poco; se calienta y en seguida se levanta para irse. Pero como siempre se sabe a lo que viene, Pepe le pregunta:
––“Bueno, me figuro que habrá venido usted a algo, ¿verdad?”
Y mira a sus hijos varones, que, a su vez, se miran entre sí y luego miran a su madre. Hay razón, pero, después de aquel trato, la pobre mujer se siente avergonzada y no se atreve a hablar.
––“Bueno, no es nada. Es que... Ya sabes, Pepe: cuando vosotros erais pequeños, tú y tu hermano Manolo, los gemelos, erais muy traviesos pero muy graciosos. Y yo os quería mucho”.
––“Claro que me acuerdo. Pero ¿cuál de ellos ha sido ahora?” Y Pepe mira, serio, a sus hijos.
––“No, si no es nada. Como niños que son”. Pepe insiste:
––“Diga usted qué nueva trastada le han hecho estos sinvergüenzas, que se van a acordar”.
––“No, por Dios, Pepe. Pero no le vayas a pegar”. Y se pone delante del culpable para protegerlo.
––“Si lo sé no vengo. Pero no le pegues. Son niños y no entienden nada de la vida. Ellos sólo quieren divertirse y yo sé que no lo hacen a mal hacer”.
Después de muchos ruegos y de hacerle prometer que no habrá represalias, la buena mujer habla:
––“Es que… mira, ayer, iba yo al río y tu Juanito y los del Cojo Nieto me hicieron una broma un poco pesaílla, pero...”
Pepe se levanta y se va en busca de Juan que es el mayor.
––“¿Qué has hecho?”
––“Pero no, Pepe. Por Dios, eso no”.
 
 La pobre anciana intenta esconder al culpable. Pepe se contiene. El culpable cuenta lo que pasó: el hoyo con barro camuflado de hojas.

––“Pero yo no lo hice, fueron El Furraca y dor Manuel1. Yo estaba con ellos y me dijeron que les avisara cuando la viera bajar con el pipo”.
La madre, que lo tiene al alcance, le da un solemne tortazo:
––“Pues toma para que te juntes con ellos, so sinvergüenza”. Florencia se echa a llorar.
––“No llore usted, que ahora le daré yo otro para que aprenda la lección por partida doble”, -dice Pepe.
Y, hablando todavía, se levanta y le arrea otro mojicón del mismo calibre.
––“Y ahora, subes al pajar, llenas una espuerta de paja y se la llevas a su casa”.
Juanito sale disparado escaleras arriba, deseoso de alejarse cuanto antes del horno.
––“Pa que eche usted la lumbre un par de días”, -le dice a Florencia que, impotente, llora ahora más todavía, y se oculta el rostro, avergonzada.
––“¿Como quiere usted que los eduquemos: dejándolos que hagan lo que les dé la gana? Pues aquí, no”.
La mujer se marcha al fin acompañada del pilluelo que ha sido castigado por su causa aunque contra su voluntad.
 
 La escena se repetía en la posada, en casa del Cojo Nieto, en la de José el Guerrero y en otras más.
 
 Una noche que, como tantas, estaba Florencia con la cabeza echada sobre la mesa, dormida o pensando, llamaron a la puerta. Los golpes eran suaves pero los oyó y, aunque la sacaron de su estado, no la alarmaron. “Serán los niños”, pensó, y siguió como estaba. Pero llamaron de nuevo y no se oía la tropa acostumbrada.

 Se levantó, fue hacia la puerta y estuvo escuchando unos instantes. Silencio. Intrigada, pensó si haría bien en abrir, y, apoyada sobre la pared, aguardó todavía unos instantes. Otra vez, ahora algo más fuertes. Tuvo un presentimiento y abrió a toda prisa. No se había equivocado. Era su hija.

 Entró Juana rápidamente y cerró la puerta. Se abrazó a su madre y abrazadas estuvieron un rato. A la escasa luz del candil, Florencia se esforzaba por mirar a su hija mientras ésta abría sobre la mesa un paquete que había traído.

––“Pero ¿qué es esto, hija mía?”
Juana estaba nerviosa y miraba el deterioro de la vivienda en donde, hasta hacía poco, había vivido ella también.
––“Aquí tienes ropa. Me imaginaba cómo estarías y te la he traído. Pero para que te la pongas mañana mismo”.
Había un par de vestidos, ropa interior, medias y un abrigo. También unas zapatillas de paño. Luego, de otro envoltorio que había dejado encima de una silla al entrar, sacó varias latas de conserva, un trozo de tocino, garbanzos, arroz, una botella de aceite y una caja de galletas.
––“Esto es comida”.
Lo puso todo delante de su madre, que no salía de su asombro.
––“Hija, pero si yo no necesito nada. Lo único que quiero es tenerte a ti”, -dijo llorando y se abrazó a ella otra vez.
Luego se sacó Juana de un bolsillo un billete de quinientas pesetas, se lo enseñó y le dijo su valor encareciéndole que tuviera mucho cuidado con él. La buena mujer, que no había visto semejante billete en toda su vida, se quedó maravillada al instante, pero en seguida pareció caer en la cuenta de dónde podía venir y, firme, le dijo que no lo quería.
––“¿Y eso?”, -exclamó Juana, sorprendida.
Florencia callaba. Era duro lo que pensaba y no se atrevía a decírselo, pero la hija lo adivinó.
––“Sí, mama. Es de mi trabajo. Pero es que, si no trabajo, me muero de hambre”.

 Florencia seguía callada. Sabía cuál era el trabajo de su hija y aquello no podía soportarlo. Casi enfadada, Juana le dijo:
––“¿Y qué hago? Los pobres no podemos escoger. Y allí, por lo menos, me pagan. Hay muchas como yo. Así que cógelo y guárdalo. Si tuviera con quién mandarte algo de vez en cuando lo haría; pero no tengo.”


Se sentó un momento y lloró ella también

 Se sentó un momento y lloró ella también. Aquella mujer que tenía delante era su madre, la que tantas veces la había reprendido por su conducta ligera y de la que ella se había reído; pero pensaba que la vida es como es y nadie puede cambiarla. “Cada uno nace y muere de una manera y la mía es ésta. Y hay que vivir”.

 Hubo un silencio y Juana volvió a mirar a su madre y el tugurio en que vivía. ¿Qué podía ella hacer allí: morirse de hambre y de asco? Se limpió las lágrimas.
 
––“Y ahora me voy”.
Se levantó y fue a despedirse de su madre pero ésta la retuvo en sus flacos y debilitados brazos.
––“¿Que te vas? Pero ¿a estas horas? ¿Y cómo has venido?”
––“Me han traído y me esperan en el puente. Tengo que irme”.
––“¿Y quién te ha traído?”, -preguntó angustiada la madre, deseando y temiendo a la vez oír la respuesta.
Juana le habló con claridad.
––“El hombre con el que estoy viviendo”. Su hija no estaba sola y eso la tranquilizó.
––“¿Y se porta bien contigo?”
––Sí, mama. No me pega, que ya es bastante”.
––“Dios mío, que no le pase nada malo a mi hija”, -rezó Florencia para sus adentros. Juana la miraba y notó que no debía quedarse más rato. Su madre era una mujer decente y ella, su hija, no lo era. En su situación, su madre se habría dejado morir antes que caer en la tentación; ella no.
Pensó en el hombre que la esperaba y no quiso entretenerse más. Podía dejarla plantada si tardaba demasiado.
––“Ya sí me voy. Cuando pueda, vendré; pero de noche. No quiero ver a nadie. Y mañana, cuando te pregunten, -porque seguro que alguien me ha visto-, les dices a todos que estoy bien y que no pienso volver a este mentidero”.
––“Hija, pero yo...”

 Juana la abrazó de prisa, abrió la puerta con cuidado para no hacer ruido y desapareció en la oscuridad. Florencia se quedó un rato en la puerta intentando distinguir la silueta de su hija, pero sus ojos no podían ver en la noche. Entró en su casa de nuevo, se sentó en una silla y, como si cuanto acababa de ocurrir hubiera sido un sueño agradable, se echó a llorar.

 Al día siguiente, con mejor luz, vio todo lo que su hija le había traído y se emocionó; pero el sentimiento de culpabilidad que no la había abandonado desde el día en que su hija se marchó, volvió a martillear su débil conciencia y a decirle que aquello era el regalo más sucio que podía hacerse a nadie, aunque fuera de su propia hija. Miró de nuevo las cosas, se sacó el billete del bolsillo y lo puso encima también, luego miró hacia un cuadro que tenía de nuestro Padre Jesús, el patrón de Santeña, y cayendo de rodillas en el suelo, con la voz rota por el llanto, rezó así:

––“Dios mío, sabes la miseria en la que vivo y la falta que me hace todo esto; pero voy a renunciar a todo para que Tú la lleves otra vez al buen camino y la libres de todo lo malo”.

 Luego se levantó, lo metió todo, incluido el billete, dentro de un baúl viejo que tenía junto a la cama, lo cerró con llave, se fue al río y arrojó la llave al agua.

 Nadie volvió a ver a Juana por Santeña. Florencia murió con la esperanza de que su súplica y su sacrificio no serían inútiles. Cuando limpiaron el solar para edificar de nuevo, todo fue a parar al barranco. También el baúl. A nadie se le ocurrió mirar dentro. Ni valía la pena. Para entonces, era probable que el tiempo y las ratas hubieran dado cuenta de su contenido.

1 Hijos del Cojo Nieto famosos por sus travesuras.