Y Antoñico, el arriero que más tiempo nos visitó. Venía de Loja en su borriquillo cargado de toda clase de mercancías que vendía por los cortijos, en Valenzuela y también en Santeña.
Llegaba siempre por la tarde, al anochecer, después de recorrer los cortijos dispersos entre Loja y Santeña. En nuestro pueblo había tiendas, pero él tenía una clientela fija y les traía lo que no encontraban aquí. Al llegar, descargaba el borriquillo, lo metía en la cuadra, le echaba un buen pienso y, a continuación, con dos cenachos llenos de encargos, uno en cada mano, se iba en busca de los clientes. Jamás frecuentaba la taberna ni otros lugares donde se reuniera la gente. Era hombre metódico y, fuera de su trabajo, sólo se le podía encontrar en la posada, junto al fuego, solo o charlando con los arrieros de turno, aunque era poco hablador. Por la noche, cuando los demás habían extendido sus aparejos en el suelo para dormir, él cogía el suyo, lo extendía en el lado derecho del rincón, junto al fuego -era su lugar y nadie se lo disputaba-, echaba una manta o dos encima, apagaba la luz y se acostaba.
Era Antoñico de mediana estatura, algo cargado de espaldas, el pelo corto y encanecido pero muy abundante, y totalmente lampiño, lo que despistaba sobre su edad real. Tenía una voz de tesitura media y muy clara, hablaba con cierta cortedad, como a la fuerza, y tenía la costumbre de intercalar, viniera o no al caso, el tabardo “¿sab’osté?”.
––“Antoñico, ¿ha traío osté lo que le encargué?”
––“Sí, ¿sab’osté?, allí en la posá lo tengo, ¿sab’osté? Luego se lo llevo”.
––“Antoñico, ¿viene osté la semana que entra?”
––“A lo mejor, no, ¿sab’osté? Tengo que hacer unas cosillas
¿sab’osté? y no voy a poder, ¿sab’osté?”.
Y con “Sabosté” se quedó.
Antoñico nos quería y notábamos que en la posada se sentía a gusto, aunque jamás adoptó esa actitud de ‘andar por casa’ propia de otros huéspedes veteranos. Respetuoso en exceso, fuera de aquellas cosas que él podía hacer sin necesidad de consultar a los amos, para todo lo demás pedía permiso como si fuera la primera vez que venía a la posada. Solía comer antes que los demás y le gustaba hacerlo solo. Era un hombre limpio que vestía invariablemente con camisa clara, chaleco y chaqueta de tela gris y un pantalón de pana; calzaba botas de goma marrones forradas por dentro de falso pelo y sólo se quitaba el sombrero para dormir. En invierno, cambiaba a camisa de franela, se endosaba una pelliza de cuero y cuello alto sobre la indumentaria habitual y eso era todo. Venía subido en su borriquillo, al que trataba como a un amigo, y daba la impresión de hombre feliz, aunque, más de cerca, había en su mirada una ligera sombra que desmentía la primera impresión.
Cuentan que, en una ocasión, alguien le reprochó que fuera siempre subido en el borriquillo, pretextando que el animal ya tenía bastante con la tienda que llevaba a cuestas; y que Antoñico, sin inmutarse, le contestó: “Es que yo, ¿sab’osté?, también lo he comprao pa subirme, ¿sab’osté?”
Mis hermanos y yo, pequeños todavía, observábamos que hablaba con los arrieros de cosas de la costa y nos sorprendía que supiera él tantas cosas de la Axarquía, siendo como era de Loja. También, en un par de ocasiones, estando él ausente, sorprendimos a algún costeño hablando de Antoñico con nuestros padres y notamos cómo cambiaban de conversación al vernos entrar o cuando lo hacía algún extraño. Intrigados, preguntamos a mi madre qué pasaba, pero mi madre sólo nos dijo que Antoñico no era de Loja sino de la costa, como la mayoría de los arrieros, aunque llevaba ya muchos años viviendo en Loja por razón de su trabajo. Y allí quedó todo. Pero nos hicimos mayores y un día mi madre nos contó la verdad.
Antoñico había estado casado con una mujer hermosa, según decían los arrieros, modista de profesión. Eran jóvenes y se llevaban muy bien. Él labraba sus bancalillos, a ella no le faltaba el trabajo y no sólo tenían las necesidades cubiertas sino que vivían mejor que la mayoría de sus paisanos. Pero la mujer no era trigo limpio y pronto empezó a engañarlo con otro. Él estaba ajeno de todo hasta que un amigo se lo dijo. Como suele ser habitual, no lo creyó y continuó viviendo como si nada ocurriera, pero el aguijón de los celos ya había entrado en sus carnes. Prudente y paciente, pensó que si era un rumor, se acallaría; y si era verdad, su mujer terminaría dejando al intruso, pues estaba seguro de que era cosa del otro y no de ella. Pero era verdad, era voz pública y su mujer era cómplice. Antoñico fue en busca de su amigo, vecino también, y le pidió que lo tuviera informado de lo que viera. “Yo estoy en el campo y tu mujer puede ver desde aquí. Si veis que entra el individuo mientras yo estoy fuera, por favor, venid a decírmelo”.
Pasaron unos días y, una noche, mientras Antoñico regaba el bancal a la hora que le tocaba el agua, entró el querido en su casa. Lo vio la vecina y se lo dijo a su marido, que, en seguida, fue en busca de Antoñico. Sereno, desvió Antoñico el agua hacia otro bancal, despidió al amigo dándole las gracias, se echó la azada al hombro, y lo más tranquilo que podía, empezó a bajar la cuesta. Llegó a su puerta, vio la luz apagada, abrió con cuidado de no hacer ruido, se fue para el dormitorio y sin abrir la boca descargó la azada sobre la cama donde yacían los amantes. El golpe dio de lleno en la cabeza del hombre y se la partió en dos. Volvió a descargar otros golpes que fueron a estrellarse sobre el cuerpo ya cadáver del amante pues la mujer, al oír el impacto y al amparo de la oscuridad, consiguió llegar a la puerta y, en cueros, salió corriendo a donde no pudiera encontrarla su marido.
Cuando acudieron los vecinos y echaron la luz, Antoñico pudo ver el cuerpo destrozado del adúltero pero no el de su mujer. Y, con cierto pesar, dijo: “Vaya, hombre, la que yo quería cargarme ha escapado”. No pudo continuar. El alcalde estaba presente y Antoñico estaba detenido. “Tranquilo, señor alcalde: pensaba irme derecho al cuartel. Sólo que hubiera querido rematarla a ella también. Pero ya va a ser difícil”.
Antoñico estuvo en la cárcel, pero el pueblo salió en su defensa. Los celos, la humillación y todo eso que hace que un hombre bueno llegue a convertirse en un vulgar asesino se conflagraron en él y lo arrastraron al crimen. En su mentalidad de hombre honrado, no podía comprender que la mujer que le había jurado fidelidad delante de Dios y de los hombres pudiera engañarlo. Ni que otro se atreviera a ocupar el lugar que a él, como marido legítimo, le correspondía. El honor era algo sagrado para él y, como otro Crespo, quiso ponerlo por encima de la vida.
Después de la cárcel, buscó un lugar nuevo para vivir, lejos del suyo natal. Y vivió como hemos dicho. Cuando ya no pudo venir a Santeña, se desprendió de su borriquillo, su único confidente, y se puso a vender lotería. Finalmente, cuando no pudo valerse, marchó a una residencia donde lo aguardaba la compañera del último viaje.
Solo.
Venía subido en su borriquillo, al que trataba como a un amigo, y daba la impresión de hombre feliz.
Venía subido en su borriquillo, al que trataba como a un amigo, y daba la impresión de hombre feliz.