Curas de Santeña

 

 Médico, cura y maestro formaron hasta época relativamente reciente el triángulo cultural en las zonas rurales. A ellos acudían los campesinos cuando tenían que escribir o leer una carta o cuando se trataba de descifrar los siempre temidos papeles de la Administración. Pero, sin duda, eran los curas los que más se prestaban a estos servicios pues, como buenos samaritanos, siempre debían estar dispuestos a ayudar al prójimo.

  En época de posguerra, había un cura en Santeña, de nombre don Rafael, bonachón y pacífico, al que todos llamaban Berenjena. Era el hombre bajito, algo rechoncho, con pelo cano y escaso, y tenía una nariz bastante abultada, toda amoratada y abombada por el extremo lo que le daba un parecido asombroso con la conocida hortaliza. Llevaba una sotana desgarbada de hechura, siempre llena de restregones y manchada por la pechera. A pesar de ser años delicados por el despotismo y la continua vigilancia que la autoridad local, valida de su triunfo, ejercía sobre los convictos del bando vencido, don Rafael supo actuar con prudencia y, gracias a ello, jamás se vio señalado por ninguno de los dos bandos.

 Vino nuestro buen pastor a Santeña acompañado de una mujer llamada Paca ligeramente más joven que él, algo basta y poco agraciada, pero con empaque y ‘echá pa’lante’, que él, inútilmente, presentaba como su criada, pues en seguida quedó bautizada como ‘Paca la del cura’. Don Rafael la miraba con cierto sonrojo cuando ambos estaban en público pues sabía lo que la gente pensaba; y si alguien, de broma, le hacía ver que los consideraba marido y mujer, él se sonreía y salía por un evasivo “que no, hombre, que no; que es mi ama de llaves”.
 
En una ocasión, llamó Paca a Juanillo el Posaero, entonces un niño de corta edad, y le dijo:

 
- Don Rafael, que dice tu mujer que me des las llaves de tu casa
 
 ––“Ve a la iglesia y dile a don Rafael que te he dicho yo que te dé las llaves de la casa”.
Fue el niño a cumplir el encargo y, al entrar en la iglesia, estaba don Rafael en plena misa; pero esto no fue obstáculo para que el recadero se dirigiera al cura en estos términos:
––“Don Rafael, que dice tu mujer que me des las llaves de tu casa”.
Don Rafael no contestó. El niño, más alto ahora, repitió el mensaje:
-“Que dice tu mujer que me des las llaves de tu casa, que no puede entrar”.
Y como don Rafael volvió a no darse por aludido, Juanillo le contestó:
-“¿No me das las llaves? Pues que le den por saco a usted y a sus llaves”.
El niño salió de la iglesia con la misma naturalidad con la que había entrado y las feligresas que había en la misa ‘se escojonaron’ de risa al oírlo declarar con toda gracia e ingenuidad el sentir común de Santeña sobre la relación de la extraña pareja.

* * *

 Otro cura muy gracioso vino a sustituir al mencionado don Rafael. Se llamaba don Miguel y lo apodaban El Cura La Chasca. Don Miguel era oriundo de Guadix, pero llevaba muchos años de párroco en Alhama y atendía a Santeña. Dos debilidades conocidas tenía el bueno de don Miguel: el aguardiente y el tabaco. Pero como no podía comprarse tabaco bueno porque era caro, fumaba del más barato que había y que llamaban ‘chasca’. De ahí, claro está, le venía el mote.

 Un día de la Cruz, como era tradición, salió la procesión del patrono y se tiraron cohetes. Al llegar Nuestro Padre Jesús a la casa del alguacil(1), (que, por cierto, era hombre muy adicto al régimen reinante, lo que sobradamente demostraba con hechos y con palabras), la imagen se detuvo y el alguacil subió a su balcón a tirar un cohete al patrón como promesa por algún favor recibido o en espera de recibirlo. Pero quiso la fatalidad que al cohete se le rompiera la caña antes de iniciar su vertiginoso ascenso y, en vez de subir como lo que era, desvió su trayectoria yendo a estrellarse contra las espaldas de don Miguel el cual, presa del pánico, salió corriendo y fue a aterrizar precisamente en la puerta de Filomena La Coheta(2). Allí se estuvo unos minutos, más muerto que vivo, y cuando al fin pudo volver a la procesión, con rabia contenida le gritó al alguacil: “Negro, Negro, ¡que he estado a punto de arder!”

 Después de aquel incidente, dejó don Miguel de mostrar interés por las procesiones; y cuando, por obligación, tenía que presidir alguna, en cuanto veía síntomas de fuego, se dirigía a los portadores de la imagen y a la gente en general y les decía: “Venga, venga, no hagáis caso y seguid adelante”.

 Don Miguel era persona prudente y en varias ocasiones, como su antecesor, medió en conflictos relacionados con la represión política de la época, salvando la vida de más de un infeliz.

 En cierta ocasión, por tratarse de un funeral, vino a Santeña acompañado de Paco, su fiel sacristán. Al terminar la misa, entra en la sacristía, se quita los ornamentos y ya se disponía a salir cuando se presenta una feligresa y se postra de rodillas delante de él.
––“Pero ¿qué hace usted, mujer? Levántese, por favor, y dígame qué es lo que desea”.
La mujer se levanta pero continúa con la cabeza baja, en actitud de profunda humildad, y dice:
––“Es que yo quería decirle una misa a mi marido”.
––“De acuerdo”, -dice don Miguel. Y, a continuación, pregunta:
––“¿Cúanto tiempo hace que falleció?”
––“Veinte años”, -responde la anonadada mujer. Don Miguel esboza una sonrisa pero se contiene.
––“Bueno, ya veremos. Como hace tanto tiempo, yo pediré por él en mis oraciones y así no le costará a usted nada”.
La paisana quedó muy consolada por las palabras del piadoso ministro y, sobre todo, por no tener que desembolsar un dinero del que carecía. Pero no acaba ella de salir cuando llega a la puerta de la iglesia un jinete procedente de Garboso. Se baja del caballo, lo ata a la cruz que hay en frente y entra en la iglesia haciendo sonar sus espuelas contra el enlosado. Lo ve don Miguel, lo ve Paco el sacristán y ambos se paran.
––“¿Se puede?”, -pregunta, cortés, el recién llegado.
––“Adelante”, -contesta el sacristán.
––“Usted dirá”, -dice don Miguel.
––“Pues yo venía de parte de don Javier Navarrete, mi amo(3), para ver si usted podía decirle una misa, de las mejores, a su hermana, que hace poco que murió. Y don Javier quería saber si puede ser mañana a las once. Él le mandará el coche a Alhama a la hora que usted le diga para recogerlo; y si puede venir algún cura más, pues mejor. A mí esto es lo que me ha dicho don Javier, y menos mal que he llegado a tiempo porque si no, yo la orden que tenía era de ir hasta Alhama a buscar al ‘cura de La Chasca’, que ése será usted”.
Don Miguel, algo afectado, contestó:
––“Sí, hombre, ‘el cura de La Chasca’ soy yo; pero, a ver si don Javier, su amo, me regala unas cuantas cajas de puros de los que él fuma y entonces me dirán ‘el cura de los Puros’ ”.
Cambió de tono y continuó:
––“Dígale a su rico amo, don Javier, que mande el coche a las nueve y media a la iglesia de la Joya, que allí estaremos nosotros esperando, y tendrá la mejor misa de primera clase. En eso quedamos”.

 Sale el mensajero satisfecho de su misión y empiezan don Miguel y su fiel acólito a imaginar. Paco, vestido con roquete de solemnidad, cantará con voz engolada y trémola los ribeteados melismas del oficio gregoriano de difuntos, y él se pondrá la mejor casulla del ropero parroquial de modo que parezcan a don Javier monseñor y obispo respectivamente. Pero nada de traer a otros curas. Sueñan con muchas copas de anís -Machaquito o del Mono, que no desmerece el uno al lado del otro- y con cajas de chasca, pero de mejor calidad que la que fuma el arcipreste; incluso esperan que don Javier se deje caer con alguna caja de Montecristos auténticos de la Habana.

Tan eufóricos están que en seguida ponen mano a la obra.

––“Paco”, -dice don Miguel, -“vete ahora mismo a casa de Miguel álvarez, al estanco, y pídele seis cajas grandes de tabaco vacías para preparar un buen catafalco, que yo voy a mirar en estos cajones a ver qué casulla está mejor para el funeral; porque éste vale novecientas pesetas, y, así, seguramente nos dará las mil, pues yo no pienso tener los veinte duros para la vuelta”.


 
––¿Tú qué quieres, Paco?
––Yo, un tinto.
––Pues a mí, -dice don Miguel, -me pones una copa de Machaquito.
 
Todo queda listo para el día siguiente y salen de la iglesia; pero, para celebrarlo, antes de subir a Alhama, entran en el Ferubi.
––“Osté dirá, don Miguel”, -pregunta el tabernero.
Don Miguel se vuelve a su sacristán y le pregunta a su vez:
––“¿Tú qué quieres, Paco?”
––“Yo, un tinto”.
––“Pues a mí”, -dice don Miguel-, “me pones una copa de Machaquito”.
En aquel momento, el buen arcipreste debía de estar haciendo un cálculo sobre el considerable número de copas que podría beberse con las novecientas pesetas del funeral. O con las mil, porque “ésas, Paco, seguro que caen”.

 Todo salió como habían imaginado. A las once fue la misa y a las doce se embolsaban el anhelado billete que, al menos durante unos días, los mantendría contentos.

* * *

 Otro cura, éste coadjutor en Alhama y encargado de Santeña, vino a nuestro pueblo para un entierro. Se llamaba don Leonardo y no se le conoce apodo. Entró en la casa de la difunta, dio el pésame a los familiares y les dijo la hora del sepelio. Preguntó de qué había muerto la mujer, que dejaba varios hijos muy pequeños todavía, y un pariente de la difunta, cogiéndolo del brazo, lo sacó de donde estaba el duelo y, aparte, le dijo que la mujer se había ahorcado. Quiso saber don Leonardo si había sido por desavenencias con el marido o por alguna razón especial y el familiar le dijo que no había razón aparente si no era que la mujer padecía de los nervios “y se ponía mu triste a temporás hasta que le ha dao un mal volunto y ha hecho esa cosa tan mala”(4).

 Según la antigua ley eclesiástica, la persona que dispone de su vida comete un pecado grave pues usurpa un derecho que sólo compete a Dios, dueño de la vida y de la muerte. En consecuencia, no puede ser enterrado en sagrado. Esto lo sabía don Leonardo; pero también lo sabía la gente pues no eran pocos los que, en aquellos años calamitosos, se suicidaban y eran enterrados en un trozo de tierra cercada junto al cementerio.
Don Leonardo se encontraba por primera vez con un caso para el que las leyes de la iglesia eran claras y tajantes. Y, encima, tropezaba con una feligresía que no iba a consentir que se hiciera excepción.

 El familiar quiso saber si habría entierro y don Leonardo, después de pensárselo unos instantes, le dijo que sí.

-“Muchas gracias, don Leonardo. Usted no sabe el alivio que eso es pa nosotros; porque en nuestra familia, tos somos creyentes y gente de iglesia. Hasta la fallecida. Pero un mal volunto…”

 Cuando la gente del pueblo supo que iban a enterrarla en el camposanto como si hubiera muerto de muerte natural, puso el grito en el cielo. Nunca se había hecho así porque un suicida “le quita las veces a Dios, y eso es un pecado de los más gordos”, decían. Y los que menos aceptaban aquella infracción eran aquellos que habían padecido en su carne la humillación de la segregación por causa de algún suicida en la familia.

 Don Leonardo sabía todo esto, pero su conciencia le decía que una enferma mental que se suicida no puede considerarse una pecadora; y que puesto que sólo Dios juzga los actos humanos, incluso los que parecen más repugnantes, él optaba por considerarla inocente.

 El entierro se celebró en la iglesia y don Leonardo acompañó al féretro, como era costumbre, hasta la última casa del pueblo, próxima al cementerio, donde la joven madre recibió cristiana sepultura.

 Al volverse para Alhama, el caballo que remolcaba la pequeña tartana en la que había venido se espantó justo al llegar al puente Los Baños, y quiso la mala fortuna que el carruaje cayera por un terraplén, arrastrando al caballo y al sacerdote, y sufriendo éste fracturas y heridas muy graves. Lo que, al saberse en Santeña, se interpretó como palpable castigo divino por la imperdonable falta que el ministro de Dios acababa de cometer.

* * *

 Hasta esta fecha, tenemos que hablar de curas chapados a la antigua, curas ‘de misa y olla’, como se decía vulgarmente, con espíritu más o menos evangélico, con muchas carencias y con un celibato casi siempre en entredicho. Eran hombres que decían misa, bautizaban, casaban y enterraban igual que el médico pasaba consulta o el maestro daba su escuela. Les pagaban por eso y no se les pedía más. Como, por otra parte, el hambre era endémica y ellos vivían de lo que los feligreses les daban a cambio de sus servicios, los hubo que se excedían en los aranceles y esto les valió fama de avaros. De la castidad, más vale no hablar. Las amas de llaves o tridentinas eran sus barraganas declaradas, aunque esto, en aquellos tiempos, se pasaba bastante por alto. Lo que ya no se veía tan bien era que, además de la tridentina, se entendiera con otras. Que también ocurría. Pero todo esto pertenece a una sociología muy particular, que no vamos a tratar en estas páginas.

 Estos curas desaparecieron cuando llegaron a los pueblos otros jóvenes y mejor formados, que entraban en las iglesias haciendo tábula rasa de cuanto se había ido acumulando a lo largo de los años. Para empezar, dejaban en las iglesias sólo una imagen de Jesús -el crucificado casi siempre- y otra de la Virgen, centrando el protagonismo en el sagrario. El resto de los santos iba a parar a casas de piadosos feligreses o a los desvanes de las iglesias, lo que hirió profundamente la religiosidad popular. Revolucionaron la catequesis, prácticamente inexistente hasta entonces, creando el cuerpo de catequistas que solían ser chicas del pueblo allegadas a la iglesia. Las ceremonias se vistieron de liturgia y cantos, y, poco después, la misa se empezó a decir de cara al pueblo y en lengua vernácula. Todo esto eran novedades del Concilio Vaticano II, que quiso poner la Iglesia al día (el “aggiornamento” de Juan XXIII). Iban por las casas hablando con las familias y convenciendo a todos de que tenían que cumplir con los preceptos de Dios y con los de la iglesia. Y cuando la gente les decía que ellos creían en Dios y en la Virgen y que no robaban ni mataban, los curas les contestaban que creer en Dios exigía también ir a misa los domingos y fiestas de guardar y que tenían que confesar y comulgar al menos una vez al año. Pero no era fácil cambiar una rutina secular.
 
 La limpia de santos en la iglesia fue piedra de toque para muchos feligreses que no comprendían cómo los nuevos curas ‘arrumbaban’ ahora imágenes por cuya defensa más de una persona había muerto o sufrido vejación durante la guerra. Pero lo que más encrespó a la gente fue la prohibición de los bailes. Los nuevos curas parecían empeñados en desterrar toda clase de diversión, argumentando que aquellos contactos entre mozos y mozas se prestaban a toqueteos impúdicos que soliviantaban los instintos carnales y conducían al pecado. ¿Por qué tenían que meterse en eso también? Toda la vida se había bailado y se seguiría bailando; y si bailar era un pecado tan grave como decían ellos, pues que los dejaran pecar, que ya irían a confesarse cuando les viniera en gana o quedarían empecatados para el resto de sus días. Aquí fue donde más división se creó, sobre todo entre la juventud. Chicas que siempre habían llevado una vida normal de alterne y diversión, cambiaron de estilo de vida por miedo a pecar, y esto provocó la ira de los mozos hasta el punto de declarar guerra abierta al cura de turno. “Ellos las tienen a todas y nosotros no podemos tocarlas ni cuando bailamos porque es un pecado”, murmuraban, mitad en broma mitad en serio, mientras arreciaban en sus denuestos contra los censores. A las jóvenes que entraban a la verbena durante la feria las llamaban “brevas candongas”, (que son las brevas de las higueras próximas a los lugares de paso y que suelen madurar a fuerza de ser toqueteadas por los viandantes). La intransigencia llegó a tal extremo que se prohibió ser padrino de boda o de bautizo a todo el que participara en la organización de tan diabólico pasatiempo.

 Naturalmente, no todo fueron prohibiciones y actos contra corriente. Los nuevos curas hicieron muchas cosas buenas también. Las iglesias se remozaron, la misa y actos religiosos se hicieron más atractivos, el catecismo funcionó y los niños llegaban a la primera comunión mejor preparados. En otro orden de cosas, la campaña de invierno, así como la ayuda americana (leche en polvo y queso) se canalizaron desde la parroquia y los repartos de mantas, ropa y comida se llevaron a cabo con acierto y eficacia. Igualmente, en un tiempo en el que sólo podían estudiar los hijos del médico y del maestro, muchos niños, la mayoría de ellos monaguillos, y niñas o jovencitas piadosas, tuvieron la oportunidad de realizar estudios en instituciones religiosas, en donde quedaron los menos, pero de donde todos salieron con una preparación académica que luego les permitió realizar estudios de distinto nivel, mejorando para siempre su futuro.

 El primer cura de nuevo cuño que llegó a Santeña fue don Manuel Moreno Sanz. Estaba recién ordenado y, sin pasar por coadjutoría ninguna, fue nombrado párroco de nuestro pueblo. Su venida causó un impacto grande. Acostumbrada la feligresía a curas-expendedores de sacramentos, sin ninguna relación con la gente fuera de la estrictamente comercial, un cura joven, sociable y, además, residente, tenía que sorprender. Llegó solo y se hospedó en la pensión del pueblo mientras arreglaban la casa del cura, que, desde que la habitara el cura Berenjena, había estado cerrada. Dicha casa es la que se halla al fondo, taponándola, de la calle de Jesús. Con Moreno Sanz estuvo casi todo el tiempo una hermana soltera mayor que él.

 Don Manuel Moreno Sanz era bajito, de tez clara, nariz aguileña, pelo negro cortado siempre a cepillo, y una voz peculiar que parecía quebrársele cuando hablaba. Vestía de sotana, siempre muy limpia y pulcra, y llevaba gafas. Venía con muchas ganas de trabajar e inmediatamente se rodeó de jóvenes y mayores con los que creó toda clase de asociaciones que continuamente estaba adoctrinando mediante charlas, cursillos y actos litúrgicos. Se formaron grupos de Acción Católica con insignia, tesorero y ‘to la pesca’; Aspirantes e Hijas de María, éstas últimas con una medalla grandota cogida de un ancho lazo celeste que se colgaban al cuello siempre que acudían a la iglesia. Y así, de la noche a la mañana, casi toda Santeña quedó convertida en un pequeño bastión del nacional catolicismo. Pero un incidente vino a enturbiar la buena imagen que de don Manuel se tenía. El hecho no pareció motivado por mala intención, pero sí por un rigorismo extremo y una falta de comprensión de la realidad, que no eran de esperar en persona de su condición.
 
 Entre las muchas actividades que la parroquia llevaba a cabo por medio de sus feligreses, las Misiones ocupaban un lugar destacado. La gente del pueblo sabía perfectamente lo que era el Domund y cada uno colaboraba con lo que podía, lo que no dejaba de ser una proeza dado ‘el remolino de hambre’ que por aquellos entonces se cernía sobre las zonas rurales.

 A nuestro simpático y astuto Kekas(5), siempre al acecho de todo lo que pudiera proporcionarle algún medio de subsistencia o unas pesetillas para sus antojos, no se le ocurrió otra cosa que ir de casa en casa diciendo que lo mandaba el cura a pedir para el Domund. A la gente no le sorprendió este modo de hacer colecta pues él era afin al círculo de la monaguillería y algo parecido venía haciéndose en las campañas de Navidad. Pero no llevaría el infeliz ni diez pesetas en el bolsillo cuando apareció el reverendo con una furia del demonio y, sin decir oste ni moste, le arrimó un par de bofetadas que lo hicieron tambalearse; y, apresado como un delincuente, en medio de la vocinglera chiquillería y a vista de la desconsolada madre y hermanos, lo condujo al ayuntamiento y lo mandó encerrar en la carbonera, una habitación oscura, húmeda y maloliente, donde al pobre niño le faltó poco para morirse de miedo y de vergüenza.

 La gente afeó el comportamiento del cura. Lo que hizo el pobre niño no dejaba de ser una chiquillada sin malicia, motivada por el hambre y la miseria en que vivía, y había otros modos de reprender su conducta. Aquella humillación sufrida por Kekas cuando apenas empezaba el penoso camino de la vida lo dejó marcado para siempre. Después de aquel día, el niño rehuyó la concurrencia y se le vio triste; temía el escarnio y la burla de todos los frentes. Recluido en sí mismo, aguantó unos años hasta que pudo volar. Y una noche, entre los bultos de un furgón en donde lo acomodaron unos paisanos que iban para Zaragoza, dejó Santeña definitivamente. De Zaragoza saltó a Barcelona, se puso a trabajar, medró y formó un hogar. Allí vive con su esposa y sus hijos y es buen padre, buen esposo y buena persona(6).
 
 Cuando, al cabo de cuatro años, fue Moreno Sanz trasladado a otra parroquia, el pueblo entero lo sintió. Le había tomado cariño y había visto en él a un hombre trabajador, entregado y con auténtica vocación. La iglesia se había llenado de gente, sobre todo de gente joven, y todos temían que con su marcha Santeña volviera a entrar en el letargo del que él la había sacado. Para salir al paso de ese temor, él mismo habló a la feligresía diciendo que venía a sustituirlo otro sacerdote joven también y con muchas ganas de trabajar y de continuar lo emprendido por él; dijo que se llamaba Manuel Morcillo y esto sirvió un poco de chacota pues los más allegados al saliente comenzaron a decir que ellos no querían ‘morcillo ni morcilla’, que lo que querían era que Moreno Sanz se quedara en Santeña. Pero se marchó, y, en la despedida, hubo lágrimas y sofocos, un auténtico duelo que duró días.

Y llegó Morcillo

 Otro Manuel. Y venía de Berja (Almería), donde había sido coadjutor después de pasar por la Alpujarra como párroco de Yegen y Yátor. Era joven, alto, bien parecido, de tez sonrosada, el pelo rizado con grandes entradas y usaba gafas. Siempre llevaba fajín y no quería que lo llamaran don Manuel sino ‘padre’. Tenía una voz portentosa, bien timbrada, armoniosa y clara. Hablaba como un Demóstenes y cantaba como un Pavarotti. Y enseguida enjugó las lágrimas que todavía se derramaban por su predecesor. Las mujeres jóvenes y menos jóvenes empezaron a frecuentar la iglesia como avispas en torno a la miel. Y era que la mayoría se había rendido a los encantos del nuevo cura. Aunque Moreno Sanz había hecho bastantes cosas, Morcillo fue más ambicioso y, sin pensar que pudieran trasladarlo en dos o tres años, se embarcó en obras que le quitaron el sueño. Comenzó por la iglesia. Había que agrandarla y, sobre todo, darle solidez. Se agrandó en lo que hoy es el presbiterio, y se modernizó. Los pocos santos que todavía quedaban, salieron y fueron sustituidos por dos tallas, obras ambas del escultor granadino Domingo Sánchez Mesa, que constituyen el orgullo de la parroquia: el Cristo crucificado y la Virgen con el Niño. Dentro del recinto de la iglesia se construyó la vivienda del cura, el despacho, un salón para reuniones y una escuela de alfabetización. También se sustituyó la vieja y cascada campana por tres de distinto tamaño y timbre que, echadas simultáneamente a vuelo, producían un agradable y bello son. Para todo esto, involucró a cuanta gente de bien él conocía, a la curia y al pueblo. Santeña entera se volcó con aquel proyecto, dando cada cual lo que podía y, sobre todo, poniendo su trabajo. La gente acarreaba la arena y el agua, descargaba los materiales y daba obradas gratis. Día a día, nuestra querida iglesia se transformaba en un templo bello y hasta artístico, porque Morcillo era persona de una sensibilidad estética poco común.

 La inauguración del conjunto fue celebrada por todo lo alto, con asistencia del arzobispo y una liturgia especial en la que se estrenaron ornamentos, vasos sagrados y cantos, muchos cantos, pues ya se había encargado él, desde su llegada, de enseñarlos a los feligreses, todas las tardes después del rezo del rosario, para que el pueblo entero cantara en las distintas ceremonias del año litúrgico. Tamaña obra lo llevó a entramparse con todo el mundo y a perder el sueño, pues las letras llegaban y había que pagar. Durante el verano, fue por las eras del pueblo y las de los cortijos pidiendo grano para su iglesia. Todos colaboraron. El día de San Antonio, patrón de Valenzuela, se celebró con toda solemnidad y lo mismo el de San Isidro en Burriancas. Consiguió unas bicicletas para que las catequistas de Santeña fueran a estos dos anejos a dar catecismo. Y a muchos niños y muchachas los envió a centros de formación (seminarios y conventos) donde todos adquirieron una preparación que les sirvió para mejorar su futuro. Además de esta obra monumental, llevó a cabo una extraordinaria y constante labor de caridad como nunca antes se había conocido. Daba limosna a los pobres, visitaba a los enfermos y se echó la carga de alimentar y vestir a un niño cuya madre había fallecido dejando marido y dos huérfanos más.

 Cuando, diez o doce años después, aquel hombre dejó el pueblo, muchas cosas habían cambiado. Y él quedó convertido en referente para todos los curas que le siguieron.
 
 De Santeña pasó a la capital donde regentó varias parroquias dejando en todas la impronta de su celo pastoral. Y cuando cruzaba los sesenta, aquel hombre, que parecía hecho de bronce, empezó una curva de deterioro que acabaría con la muerte. Fue primero un problema de tendones que, por más de un año, lo obligó a andar encorvado. Vino después una caída y se fracturó la cadera. De ambas cosas se recuperó medianamente y volvió a su labor pastoral. Pero a raíz de una parálisis facial provocada por un tumor, inició el declive. El roble que había soportado tantos vendavales comenzó a inclinarse herido por el rayo. Aquel hombre de complexión fuerte y porte distinguido, quedó convertido en un ser de aspecto monstruoso con el rostro deforme y la boca desencajada, limpiándose constantemente la baba que no podía retener. Esto lo llevó a aislarse pues tenía la impresión de que su aspecto provocaba repulsión(7). A partir de entonces dejó de salir y sus movimientos se redujeron a algunos paseítos dentro de la casa. Tenía además osteoporosis y, de tanta inmovilidad, padecía también frecuentes crisis de hemorroides. Luego vinieron varias trombosis cerebrales que hicieron necesario su internamiento en el hospital, donde, debido a la falta de defensas, sufrió varios catarros y gripes de los que se pensó que no saldría. Al abandonar el hospital, ingresó en la residencia de las Hermanitas de los Pobres, donde permaneció casi dos años, con altibajos en su estado, y celebrando cada día la misa en su propia habitación para él y para dos o tres hermanitas que siempre le acompañaban. Al cumplir las bodas de oro de su sacerdocio, muchos compañeros suyos y el arzobispo se desplazaron a la residencia y allí tuvieron una misa solemne concelebrada. Fue un día hermoso para él. Mientras sufría sus propios males, su hermana Nieves, que siempre había estado con él, murió de un derrame cerebral. También murió otra hermana y, por último, su hermano mayor, sacerdote también, sufrió otra trombosis cerebral que lo dejó sin habla y sin apenas movilidad.

 Este fue el cáliz que tuvo que apurar hasta el fin. Y lo apuró en silencio, pensando, como su Maestro, que era la voluntad de Dios. Rezaba mucho y siempre tenía a la mano algún libro piadoso. Los que lo visitábamos a menudo, siempre lo encontrábamos resignado, con la resignación del que cree que ni un pajarillo cae en tierra sin la voluntad de Dios. Jamás se quejó.

 Horas antes de su muerte, en la madrugada del veintitrés de enero de 2002, se sintió particularmente mal. Acudió una enfermera y lo encontró sudando por la fiebre. Lo atendió y él mismo le dijo que se fuera, que estaba mejor. No era verdad. Simplemente quería estar solo para su encuentro con la Muerte. Minutos después entregaba el espíritu.

 De Morcillo se dijeron muchas cosas en Santeña. Rodeado siempre de mujeres, resultaba fácil la crítica. Como monaguillo primero y luego como seminarista, sé que la mayoría de las mujeres que lo frecuentaban, estaban -repito- enamoradas de él; algunas hasta los huesos. Y, como niño, fui recadero de mil esquelas y centinela forzado de confesiones a horas intempestivas. Yo no entendía nada de aquello y piafaba de impaciencia por si podían oírme y entender que estaba harto de tanto cuchicheo en el confesonario. También fui testigo de los exacerbados celos entre aquellas mujeres que aspiraban a ser las favoritas del cura guapo. Pero sí puedo afirmar que jamás vi en aquel hombre el más mínimo gesto que dejara duda sobre su honestidad.
 
1 - Sita al final de la calle Círculo Mercantil. El alguacil se llamaba Negro de apellido.
2 - Que ya conocemos por relatos anteriores.
3 - Don Javier era un alto mando del ejército, jubilado y dueño del mencionado cortijo y de centenares de hectáreas de olivar, monte y secano.
4 - Se trata de Luisa la de Las Solanas.
5 - Ver inicio de estas Crónicas.
6 - Ha fallecido recientemente en Barcelona.
7 - En una ocasión me dijo que le acercara una carpeta donde guardaba fotos. Lo hice y cogió una en la que aparecía él de medio cuerpo, joven aún, fuerte y especialmente agraciado. Me la mostró y me dijo, triste: “Mira el que fui y mira lo que soy”. Yo miré la foto, moví la cabeza y le eché la mano sobre el hombro para consolarlo. ¡Qué otra cosa podía hacer!

FIN DE CRÓNICAS