Secretos del Marchán: El forastero



Me lo contó mi tía, una mujer a la que los años habían recluido en su casa. En realidad, no era mi tía sino mi chacha(1), concretamente una prima de mi abuelo materno; pero viuda y sin hijos, buscó el calor de nuestra casa y siempre consideró a mi madre la hija que hubiera deseado tener.

 Yo la recuerdo cuando, recién muerto su marido, venía en busca de mi padre para hablar con él de sulfatar el trigo, de siembra, de escardas y de peones. Vestía de riguroso luto con un pañuelo en la cabeza que sólo se quitaba cuando entraba en mi casa, dejando ver un pelo blanco y ralo.

 De facciones rígidas, raramente se reía; pero cuando le entraban las ganas lo hacía tan estrepitosamente que a veces mi madre tenía que decirle: “por Dios, Manuela, no des esas voces que van a pensar que estamos locas”. Entonces, al instante, recuperaba su semblante grave y nadie podía sospechar que segundos antes se hubiera estado riendo a carcajadas. Siempre llevó los mismos pendientes. Eran “de oro macizo”, decía ella, en forma de morcillitas. (Días antes de morir llamó a mi hermana y le dijo que se los quitara: “Hija, esto se acaba. Cógelos y quédate con ellos de recuerdo”). Vivía sola en una casita de alquiler no lejos de la nuestra. Yo iba a visitarla con frecuencia. Me daba muchos consejos. Demasiados. Le leía los prospectos de los medicamentos que llenaban el poyo de la ventana y se alarmaba si en los efectos secundarios se decían cosas desagradables como náuseas, flojera, molestias gástricas o estreñimiento. De todo eso tenía siempre ella, pero nunca la causa eran sus muchos años: “Las hay más viejas que yo y no están así” -me decía; -“eso son los medicamentos”. Le llenaba el vaso de agua para las pastillas, le echaba las gotas de colirio en los ojos o le ponía pomada en las llagas de las manos. Me repetía una y otra vez las mismas historias, que yo escuchaba con paciencia jobiana. “Niño, no sabes cuánto te agradezco estas visitas que me haces. Es muy triste estar sola ¿sabes? Y yo menos mal que tengo a tu madre, que es tan buena conmigo. Pero, claro, ella tiene su casa, que no es chica tarea con tantos como sois”.

 Me daba lástima oírla. Pensaba que también a mí algún día me llegaría la vejez, y quién sabía cómo me iba a encontrar. “¿Y la chica aquella que me decías? ¿Te arreglas con ella?” “¡Madre mía! ¿de qué chica le hablaría yo?”, me preguntaba para mis adentros. A veces confundía lo mío con lo de mis hermanos y, en tales ocasiones, tenía yo que hacer un recorrido mental por la geografía amorosa de la familia para adivinar de quién se trataba. No quería darle la impresión de que chocheaba.

 Como con algo había que llenar el tiempo, en una de estas largas visitas le pregunté: “Chacha, ¿te has enterado de lo que ha pasado en Las Lomas?” Al oírme cambió su rostro y casi se transformó, como si yo hubiera pronunciado una palabra mágica. Sentí miedo. Se quedó pensativa, inmóvil, luego miró hacia un cuadro de la Virgen de los Desamparados que tenía enfrente y se santiguó. La puerta de su oscuro dormitorio estaba entornada y, francamente, con todo aquel ritual pensé que algún alma en pena iba a acudir al conjuro. ¿Qué tenía mi pregunta para desencadenar tan extraña liturgia? “Cierra la puerta”, dijo al fin, imperativa. Me levanté y lo hice. Sólo Dios sabe las ganas que me entraron de salir corriendo, pero resistí. Tanto misterio había picado mi curiosidad. Así que eché el cerrojo y volví a sentarme a su lado. “Aviva el brasero. Se me enfrían mucho los pies. Como tengo mal la circulación...” Era un brasero de butano. Giré el regulador y la llama salió azulada por los respiraderos del plato protector. “¿Está bien así?”, pregunté. -“Sí, gracias”-.
 
 “Niño, no te lo he querido decir antes porque es algo espantoso. Eso lo saben muy pocas personas en el pueblo y una no quiere hablar, pero la justicia del cielo es muy grande y nada queda sin castigo”. Respiró hondo, se llevó el pañuelo a los ojos y se limpió unas gotitas que le brotaban del lagrimal. En la calle se oía la voz del pescadero pregonando su mercancía. Fuera de esto, todo era silencio, un silencio que contribuía a la atmósfera de misterio creada por mi pregunta. Deseoso ya de acabar con tanto preámbulo pregunté: “¿De qué se trata, chacha?” Volvió a Dios y a su justicia, volvió a la secular malicia humana y se santiguó otro par de veces. Por fin me cogió la mano y, mirándome fijamente a los ojos, comenzó.

* * *

 Durante la guerra nuestra, cuando estaban aquí los nacionales, una noche mala si las hay, de lluvia y viento, -era por septiembre- llegó un forastero. Venía destrozado de tanto andar. Había un puesto de guardia a la entrada del puente y el centinela le echó el alto. El forastero se presentó. Venía de la costa y llevaba dos noches corriendo por esos cerros de Dios, escondiéndose durante el día para que no lo vieran. Le habían dicho que nuestro pueblo estaba en poder de los rojos y que la mejor manera de llegar hasta aquí era siguiendo el río. El hombre vino guiándose por las alamedas hasta que llegó. Dijo que iba a no sé dónde a reunirse con su mujer y con sus hijos. “Menos mal que he llegado aquí. Pero ya ve usted cómo vengo. Llevo dos días sin probar bocado. Socórranme con algo”. El centinela lo miró como mira el gato al ratón que se va a merendar, y enseguida llamó a otro guardia que había en la habitación de al lado. “Ocúpate de este sujeto mientras yo voy a dar parte”. Lo dijo de tal manera que el forastero se sintió perdido. “Pero... ¿dónde he caído? ¡Dios mío!” Y se desmayó. El guardia lo sujetó para que no cayera al suelo y lo sentó en una silla. Cuando se repuso le dijo al oído: “Esto no es zona roja. La zona roja empieza en el pueblo de abajo. ánimo. Te ayudaré a escapar, pero ni una palabra. Sería mi perdición”. Volvió el que había ido a dar parte y, al ver al forastero en la silla, preguntó qué pasaba. “Le ha dado un mareo”. -“¿Un mareo? Dentro de unas horas se le habrá pasado, chusma roja de mierda”. Y lo mandó llevar a un cuartucho oscuro que servía de calabozo. Al verse el hombre allí rompió a llorar. Había otros dos hombres y una mujer anciana que era su madre. La mujer se acercó a consolarlo: “Hijo, esto es una sinrazón. Aquí no hay nada más que envidias y venganzas. A nosotros nos han encerrado porque dicen que teníamos escondidos fusiles de los rojos en nuestra casa. Y es verdad que los han encontrado, pero ni yo ni mis hijos sabíamos nada. Alguien que nos tiene envidia lo ha hecho. Y veremos a ver cómo acaba todo esto. No llores”. La mujer y sus hijos estaban llenos de barro. Los habían traído desde el cortijo atados a los caballos por caminos que eran fangales. No parecían criaturas.

 A eso de las tres de la madrugada, con un temporal que daba miedo, se abrió la puerta del calabozo y entraron dos guardias. Eran los mismos que habían atendido al forastero. Uno, el que lo denunció, se quedó en la puerta encañonando a los presos mientras el otro se acercaba a atarles las manos. El forastero notó que le apretaba los dedos como si quisiera decirle algo y enseguida comprendió. Le dejaba la cuerda de modo que pudiera desatarse fácilmente y escapar. Lo mismo hizo con los otros dos. Cuando terminó, el que los encañonaba les ordenó salir. Al ver la mujer que a ella no la llevaban se agarró a sus hijos y se puso a gritar: “Llevadme con mis hijos, quiero morir con mis hijos. Por caridad, no me dejéis sola. Llevadme con ellos”. El guardia le dio un culatazo con el fusil y la tiró al suelo mientras cerraba la puerta de un puntapié. “Ya te llegará tu turno, vieja asquerosa”. Y salieron.

 El viento soplaba con fuerza y a cada momento se apagaban las escasas luces. La orden era fusilarlos junto al río y echarlos a la corriente, que venía muy crecida. Ya en la orilla, aprovechando un apagón, el guardia bueno disparó al aire haciendo como que uno de los presos le había dado una patada: “¡So canalla!” Luego disparó a ráfaga : “¡A ver si no te levantas más, cochino comunista!” En cosa de segundos los presos se soltaron y, corriendo a todo correr, se arrojaron al río. Cuando volvió la luz, los tres habían desaparecido.

 Asustados los guardias pensando en el castigo que les podía caer de conocerse que habían errado el golpe, se pusieron a disparar de nuevo y luego volvieron al puesto. Cuando se les preguntó por la operación contestaron que las órdenes se habían cumplido al pie de la letra. Y, tras esto, no volvió a hablarse del caso.

 Pero el forastero fue hallado al día siguiente en el pajar de un cortijo. La cosa ocurrió así. Entró la dueña a ver si habían caído goteras y encontró a un hombre casi enterrado en paja y completamente dormido. La ropa, mojada y llena de barro, colgaba de una estaca. La mujer no se extrañó demasiado pues en aquellos tiempos era frecuente encontrar a gente que se escondía. Esperó a que se despertara y lo hizo sobresaltado. Tenía todo el cuerpo magullado y la cara y los pies hinchados. El hombre le contó lo que le había ocurrido y cómo había llegado hasta allí. Cogido a un tronco que arrastraba la riada fue a dar frente a la huerta de los Manolicos, donde el río hace una curva. Un amasijo de brozas y ramas retuvo el tronco y él, arrastrándose como pudo, ganó la orilla. Al resplandor de los relámpagos vio un caserón no lejos de donde estaba y a él se encaminó. Iba a reunirse con los suyos. La cortijera lo tranquilizó: “Estando aquí no tiene nada que temer. En el cortijo sólo vivimos mis hijos, mi marido y yo, y ellos, cuando llueve, se van de cacería”.

 Allí estuvo el forastero unos días hasta reponerse. La buena mujer le llevaba comida, le dio ropa y le curó las heridas con tintura de yodo. Cuando se encontró más fuerte, le señaló el camino del cortijo de un hermano suyo en donde le indicarían por dónde tenía que ir para continuar su ruta. El hombre, emocionado, se despidió con un beso y le dijo: “Gracias, buena mujer. Mi madre no habría hecho más por mí. Si algún día acaba esto y sigo vivo, le prometo que vendré con mi mujer para agradecérselo lo mejor que pueda”.

 Salió al caer la tarde y pronto estuvo a las puertas del cortijo, cuya señal era una enorme higuera a la entrada. Llamó y vino a abrirle una señora que se asustó al verlo, pero creyó lo que le decía pues reconoció parte de la ropa que llevaba puesta así como una talega con comida bordada por su cuñada. “No está mi marido”, le dijo; “bajó al pueblo al mediodía pero no puede tardar ya.” Le hizo pasar y sentarse mientras aguardaba. El hombre estaba tan asustado que ella misma se ofreció a ayudarle. “Ya sabe usted lo que pasa, se meten en la taberna y se olvidan de todo”.

 En pocas palabras, el forastero la puso al corriente de lo que quería. “Si es eso”, dijo ella, “mi hijo lo puede hacer igual”. Fue a buscarlo a la era, que estaba detrás de la casa, y volvió enseguida, pero traían acompañante. Un hombre algo mayor que el hijo el cual, antes de que la señora pudiera hablar, se dirigió al forastero: “Ya nos ha dicho aquí el ama lo que quiere usted. Soy cazador y voy lejos, conque yo mismo lo puedo guiar”. Contrariada, la mujer contestó: “Mi hijo conoce también el terreno, así que irá él. Si os ven a los tres pueden sospechar y llamaros la atención”. Pero el otro no daba su brazo a torcer: “Al contrario, si nos ven a los tres pensarán que somos cazadores y no se meterán con nosotros. Yo conozco a los civiles que patrullan por aquí. Soy amigo de ellos”. Al oír hablar de la guardia civil el forastero cambió de color, lo que no pasó desapercibido al intruso. Pero de nada sirvió la protesta de la mujer. Al fin, iba.

 Salieron del cortijo ya anochecido y echaron por un olivar que baja hasta un barranco. Al ganar de nuevo la altura había un cruce de veredas. El muchacho cogió la de la izquierda porque, según él, favorecía la dirección del forastero, pero el acompañante se opuso alegando que había que evitar a toda costa una cueva en donde con frecuencia se escondía la pareja. “Y si este hombre”, dijo con intención, “no quiere vérselas con ellos...” Hubo un tira y afloja entre el joven y él pero también ahora se salió con la suya. Bajaron atravesando rastrojos hasta llegar a la orilla del río por un lugar donde abunda la maleza. Extrañado, el muchacho preguntó: “Pero... ¡si estamos en el pueblo! ¿Qué vas a hacer con este hombre?” -“¿Que qué voy a hacer?, contestó el intruso. Y saltó sobre el forasterto para apresarlo. “Entregarlo en el cuartel”, gritó; “¿o es que no has visto que es un rojo?” Cayeron al suelo los dos. El forastero se defendía como una fiera acorralada. Luchaban revolcándose en el suelo hasta que, de pronto, se oyó un alarido. Acercóse el joven, que había asistido al duelo como espectador forzoso, y no vio ya al forastero sino a su rival, retorciéndose y apretándose un brazo con la otra mano. Al sentirse perdido, el desconocido dio tal bocado a su agresor que le desgarró el músculo, de donde brotaba abundante sangre.
––“Se ha metido en las zarzas. ¡Rastrojo! ¡Rastrojo!” -rugió de pronto como un endemoniado el cortijero el cual, a pesar del dolor, lo arrancaba a brazadas. El muchacho, horrorizado, preguntó:
––“Pero ¿es que lo vas a quemar vivo? ”
––“Sí. Y tú también”.
––“Yo, no. Yo no soy un criminal”, -dijo angustiado y casi llorando.
––“Si no lo haces te denunciaré a la guardia civil y ya sabes lo que os espera a ti y a los tuyos”.
El muchacho tuvo miedo. Sabía muy bien lo que podía pasar y se puso a arrancar rastrojo también. Al instante las llamas se alzaron en la húmeda noche y en poco rato consumieron la maleza donde el forastero se había escondido. Ellos, por temor a ser descubiertos, abandonaron el lugar antes de que la hoguera se apagase del todo. Desde aquel día las familias dejaron de tratarse y cada cual se guardó su secreto.

 “¿Y ardió el hombre?”, pregunté yo, horrorizado por lo que acababa de oír. Mi tía no contestó enseguida. Tomó aire, que entró en sus pulmones haciendo un ruido de fuelle casi ridículo, se limpió de nuevo los ojos y contestó: “Lo más seguro. La promesa no la cumplió. Porque si escapó, ¿qué motivos tenía, una vez acabada la guerra, para no volver? Los dos cortijeros que se escaparon con él la noche de la tormenta volvieron después a preguntar por su madre. Si el forastero no volvió lo más seguro es que muriera achicharrado aquella noche”.

 No podía creerlo. Me imaginaba a aquel hombre pidiendo auxilio mientras las llamas lo cercaban y luego, poco a poco, perdiendo el conocimiento hasta convertirse en una tea ardiente.
 

Al instante, las llamas se alzaron en la húmeda noche y, en poco rato, consumieron la maleza
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 Fuera, en la calle, reinaba un silencio total. “Baja el brasero, hace mucho calor”, me dijo, como si el rescoldo de aquella hoguera homicida estuviera vivo y quemase todavía. La luz que entraba por la pequeña ventana era ahora más intensa. Debían de ser las doce o cerca.

 “Pero todo no queda ahí. Si así fuera, Dios no sería justo. Y lo es”. Se detuvo un instante y agregó: “No tenía que haberte dicho nada de esto porque son cosas muy comprometidas. Pero... pensándolo bien, creo que debes saberlo por si de algo te sirve en la vida. Aunque sólo sea por miedo”. Volvió a limpiarse el ojo que le supuraba y bebió un sorbo de agua. “Fíjate si hace ya años de esto y sin embargo” -me enseñó el brazo- “todavía se me pone la carne de gallina”.

 Pasó mucho tiempo. Una vida. Y con el tiempo también el secreto se fue haciendo más llevadero. El muchacho lo habría publicado a los cuatro vientos, pero su complicidad lo amordazaba para siempre. En cuanto al otro, la vida le fue bien. Se casó, tuvo hijos y nietos y hasta llegó a ser autoridad en su pueblo. Ya viejo, como no tenía necesidad de trabajar, pasaba el tiempo en tareas menudas que lo entretenían. Plantaba hortalizas, criaba pájaros, molía pienso o salía a cazar por las tardes. Una tarde de otoño cogió el rastrillo y se fue a quemar rastrojo. Era una tarde soleada y tranquila. Se puso el sol y no volvía. Anocheció y tampoco. La familia empezó a preocuparse. Fueron los hijos a preguntar en el bar y en las casas donde suponían que pudiera haberse entretenido. Nadie sabía nada. ¿Habría caído al río al atravesarlo por el palo que hacía de puente? Todo era posible. Buscaron pero no encontraron nada. Preguntaron a los que supuestamente tenían que haber pasado por la finca y contestaron que lo habían visto en Las Lomas quemando rastrojo a media tarde. Sólo quedaba ir allí. Buscaban con potentes linternas y con las luces del tractor. Nada. El rastrojo estaba quemado pero ni rastro de él. Siguieron buscando y, de pronto, uno de los hijos vio un amasijo de brasas y tizones humeando. Se acercó y enfocó. Era el cuerpo carbonizado de su padre. Estaba boca abajo en dirección a la acequia, lo que hacía pensar que, al verse en llamas, debió de salir corriendo en busca del agua, pero no pudo llegar. A la mañana siguiente unas huellas de pies que se hubieran arrastrado confirmaron la sospecha.

 Recogieron el cadáver aquella misma noche cuando llegó la Justicia y, envuelto en una manta, lo trasladaron al cementerio. Según la autopsia, pudo haber sufrido un mareo y, al quedar sin sentido y caer al suelo, se prendió y ardió. “Pero ¿y las pisadas?”, decía mi tía, incrédula. “Esas pisadas dicen a las claras que ya iba ardiendo cuando corría hacia la acequia y que cayó al suelo después, al perder el conocimiento, ¿no dices tú?”

 Yo estaba sobrecogido. Tardé un rato en serenarme. Luego, dudando todavía que aquella historia hubiese ocurrido como la acababa de oír, pregunté:
––“¿Y no podría ser que el forastero se arrojara al río y se salvara, y, una vez terminada la guerra, hubiese vuelto de incógnito a vengarse?”
––“Nadie puede asegurarlo”, -me contestó. -“Han sido muchos años, más de treinta, entre una cosa y la otra, y es raro que la venganza de los hombres espere tanto. Yo no pondría la mano en el fuego por nada. Sea lo que sea, allí quedó achicharrado en medio del rastrojo lo mismo que él hizo o intentó hacer con el forastero. El que a hierro mata...”

 Se calló. Sacó el pañuelo del bolsillo y otra vez se secó los ojos. Luego, cambiando de conversación, como si nada hubiera ocurrido, alzó la voz y dijo: “Se tarda tu madre. ¿Qué hora es?” Miré mi reloj. “Las doce y media”, le contesté. “A lo mejor ha venido y al ver la puerta cerrada se ha ido. Yo le diré que venga ya”. Me levanté y le di un beso. Ella retuvo mi cara contra la suya unos instantes. Después le dije adiós y salí, dejando la puerta entornada.
 
Nota del autor: Existe versión dramática de este relato.
(1) ‘Chacha’ o ‘chacho’ es generalmente el pariente más o menos lejano de algún familiar próximo (abuelos o padres ). En femenino, tiene también la acepción de ‘criada’.