Así están nuestros políticos, al decir de ellos; agobiados por las graves responsabilidades que hemos puesto en sus hombros, entregados al bien común y encerrados en una cárcel, que no por ser de oro, deja de ser prisión.
Gozan de privilegios que el resto de los mortales ni soñamos, de sueldos, sobresueldos, y otros gajes del oficio; pero a cambio se ven constreñidos a dejar de lado sus empleos anteriores, en los que, es notorio, se ganaban la vida mucho mejor que en la actividad política y a vivir una vida ejemplar que pocos de nosotros aceptaríamos, dada nuestra inveterada costumbre de vivir por encima de nuestras posibilidades.
Creo recordar que nuestro presidente, antes de dedicarse a la cosa pública era registrador de la propiedad, también ha habido políticos mineros, catedráticos de historia, o profesores de lengua y literatura. Pero lo más habitual es que nuestra clase política se nutra de gente que hace del ejercicio de la misma profesión desde la universidad hasta la jubilación. Gente conocedora de todas las habilidades necesarias para destacar en los partidos, que asciende puestos en los mismos hasta llegar, por ejemplo a la presidencia del gobierno. Lo cual es absolutamente lícito, e incluso ético. Lo que no sé es si es práctico. Para la gente de a pie. Para ellos, los políticos evidentemente es algo de lo más confortable vivir entre despachos y coches oficiales, alejados de la calle y, lo peor, de la gente del común que solemos ir por la ella, entrar en los bares, acudir a nuestros trabajos u oficinas de empleo. Gente, en fin, que conoce la vida de primera mano.
Y eso es algo que falta, creo yo, a nuestros representantes políticos. Conocer la opinión de la gente de primera mano, no a través de las encuestas; saber lo que se siente en la cola del paro, pero por experiencia propia, no por ir a hacerse una foto. Saber que es trabajar para ganarse un sueldo que apenas da para cubrir las necesidades mínimas. Naturalmente, no pretendo generalizar y decir que a todos, pero todos, todos, les falta esa ese conocimiento del mundo que da la calle, el contacto con la gente; pero si creo que a bastantes de nuestros representantes de uno u otro partido les haría bien tomarse, no un año sabático, sino un año de vida real. ¿Serían capaces de redactar un currículo?, ¿de patear la calle para entregarlo en las empresas?, ¿de viajar en autobús o metro -mejor aún, en bicicleta- para ir a su puesto de trabajo? Nada de eso les haría mejores personas; pero estoy seguro de que si les haría mejores gestores de nuestro dinero. Porque ese dinero público, que dicen que no es de nadie, es de todos.
Sin embargo cuando se bajan de los coches oficiales y entran en sus despachos se aíslan por completo de la realidad que vivimos, sufrimos, la gente de verdad, la que hace funcionar el país con su trabajo y su afán diario. Encerrados en la cárcel de oro, mucho más de oro que cárcel o en la torre de marfil de sus aspiraciones cumplidas ignoran, cuando no desprecian, el sufrimiento de la gente.
Por supuesto, gran parte de la culpa de este estado de cosas es nuestra y solo nuestra. De los que con nuestro silencio, con nuestra apatía y desidia dejamos que las cosas sean a así amparándonos en que “las cosas siempre han sido así” “nosotros no podemos hacer nada” y toda la batería de lugares comunes y tópicos que constituyen el resignado discurso de quien da la batalla por perdida antes de iniciarla.
Creo recordar que nuestro presidente, antes de dedicarse a la cosa pública era registrador de la propiedad, también ha habido políticos mineros, catedráticos de historia, o profesores de lengua y literatura. Pero lo más habitual es que nuestra clase política se nutra de gente que hace del ejercicio de la misma profesión desde la universidad hasta la jubilación. Gente conocedora de todas las habilidades necesarias para destacar en los partidos, que asciende puestos en los mismos hasta llegar, por ejemplo a la presidencia del gobierno. Lo cual es absolutamente lícito, e incluso ético. Lo que no sé es si es práctico. Para la gente de a pie. Para ellos, los políticos evidentemente es algo de lo más confortable vivir entre despachos y coches oficiales, alejados de la calle y, lo peor, de la gente del común que solemos ir por la ella, entrar en los bares, acudir a nuestros trabajos u oficinas de empleo. Gente, en fin, que conoce la vida de primera mano.
Y eso es algo que falta, creo yo, a nuestros representantes políticos. Conocer la opinión de la gente de primera mano, no a través de las encuestas; saber lo que se siente en la cola del paro, pero por experiencia propia, no por ir a hacerse una foto. Saber que es trabajar para ganarse un sueldo que apenas da para cubrir las necesidades mínimas. Naturalmente, no pretendo generalizar y decir que a todos, pero todos, todos, les falta esa ese conocimiento del mundo que da la calle, el contacto con la gente; pero si creo que a bastantes de nuestros representantes de uno u otro partido les haría bien tomarse, no un año sabático, sino un año de vida real. ¿Serían capaces de redactar un currículo?, ¿de patear la calle para entregarlo en las empresas?, ¿de viajar en autobús o metro -mejor aún, en bicicleta- para ir a su puesto de trabajo? Nada de eso les haría mejores personas; pero estoy seguro de que si les haría mejores gestores de nuestro dinero. Porque ese dinero público, que dicen que no es de nadie, es de todos.
Sin embargo cuando se bajan de los coches oficiales y entran en sus despachos se aíslan por completo de la realidad que vivimos, sufrimos, la gente de verdad, la que hace funcionar el país con su trabajo y su afán diario. Encerrados en la cárcel de oro, mucho más de oro que cárcel o en la torre de marfil de sus aspiraciones cumplidas ignoran, cuando no desprecian, el sufrimiento de la gente.
Por supuesto, gran parte de la culpa de este estado de cosas es nuestra y solo nuestra. De los que con nuestro silencio, con nuestra apatía y desidia dejamos que las cosas sean a así amparándonos en que “las cosas siempre han sido así” “nosotros no podemos hacer nada” y toda la batería de lugares comunes y tópicos que constituyen el resignado discurso de quien da la batalla por perdida antes de iniciarla.