El triste final de una reina inmortalizada en coplas



Triste, solemne, silencioso y sin luces, el alcázar de los Reyes daba una imagen profunda de desolación en el silencio de la noche: “Los faroles de Palacio/ ya no quieren alumbrar, / porque Mercedes se ha muerto / y luto quieren guardar.
 
María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
 
 Así refleja la copla popular la sobria belleza del Palacio, que guarda el cadáver de la Reina María de las Mercedes, mientras estallaba sobre Madrid una terrible tormenta. “El huracán y el viento parecían gritos desgarradores, la tierra en lágrimas, con aquella muerte, y todos notaban el estremecimiento que se siente al borde de lo desconocido...”

 La gente era incapaz de comprender la fulminante enfermedad de la Reina. Doce días antes de su muerte, ocurrida el 26 de junio de 1878, los madrileños la habían visto pasear, junto al Rey por calles y plazas; parecía feliz y sonriente; a los cuatro días de la enfermedad oficial, debido a una hemorragia, se encuentra ya en trance de muerte, y a los ocho días del primer parte había expirado. La Reina murió de fiebres infecciosas y no de tisis según se ha venido creyendo. En palacio no se quiso declarar que las fiebres eran tifoideas; fue quizá para evitar el pánico “o para encubrir y disimular, como acontece con frecuencia en los alcázares” ; ofuscados al principio los médicos, confundieron la infección con un posible embarazo. Quizá fueron fiebres gástricas, que atacaban a los Infantes de Sevilla; calenturas infecciosas, contra las cuales nada pudo la ciencia, debidas, según parece al agua contaminada que tomaron los augustos habitantes del palacio sevillano de San Telmo, y que se consideraba como residencia húmeda, malsana y calificada de palacio maldito. Cinco de sus hermanos habían muerto; Regla de calenturas gástrico-biliosas, con síntomas cerebrales; Felipe, de fiebres biliosas con ataques de eclampsia; Amelia, atacada de fiebres tifoideas; Fernando también padeció de fiebres infecciosas, aunque murió de sarampión, y Luis, de ataques nerviosos. Muchos recordaron que los hijos de Montpensier habían muerto inesperadamente, y desviando los hechos del terreno lógico al de las conjeturas supersticiosas, afirmaban que sobre el Duque pesaba una maldición.



 ¿De qué murió la Reina? Según la real familia, murió de tifus, que la atacó estando débil, al mes y pico de un aborto mal curado. Pero según la opinión de los familiares de San Telmo “la constitución de la Reina Mercedes era robusta, y sufrió una infección, muriendo de resultas de aquella traidora enfermedad”, que pesaba sobre la familia y se había llevado a la tumba a varios hijos de los Duques de Montpensier. Esa fatídica enfermedad que en nuestros días tendría como nombre septicemia.

 La que fue señora de Palacio descansaba sus últimas horas en la morada regia; todas las clases estaban representadas en la ceremonia fúnebre y todos los partidos habían acudido a testimoniar su pésame pese a que tenía lugar en la mansión de los Reyes; incluso Echegaray, el célebre dramaturgo-ausente de Madrid- rogó ser representado en el fúnebre acto. La comitiva se formó en el Salón de Columnas; a hombros de los Monteros de Espinosa descendió el regio féretro, y los alabarderos, a ambos lados de la monumental escalera, despidieron a la Reina tocando la Marcha Real. Más de veinte minutos tardó en descender los anchos tramos el ataúd donde iba la Reina que no tuvo historia; dijérase que había algo que entorpecía la salida de aquel Palacio, que fue su primera y última morada. Cinco cañonazos desde el cercano Cuartel dela Montaña anunciaron que salía el cortejo del Alcázar; todas las campanas de la ciudad tocaban a muerto. ¡Qué próximas han resonado las salvas que anunciaban su boda con fúnebres cañonazos que anunciaron su fin! La misma comitiva que cinco meses antes había ido a recibir a la novia que llegaba de Aranjuez la conducía inerte a El Escorial; ocho caballos blancos trajeron a la desposada; ocho caballos negros la llevaban muerta; fueron las mismas tropas las que rodearon su llegada y su partida; la misma multitud que la aclamó, aguardaba triste y silenciosa su paso. El cortejo fúnebre avanza despacio, tan solemne, tan pausado, que ni se oyen las pisadas de la tropa, ni suenan las herraduras de los caballos; “Capuchino”, el caballo preferido de la Reina, parecía que entendía y aumentaba la tristeza general. Ocho magníficos caballos negros con altos penachos arrastraban o más bien deslizaban la carroza, que desaparecía bajo las flores; llevaba la corona real tan baja como quedan las jerarquías del mundo ante la muerte...Pasan por la plaza de la Armería a la calle Bailén y a la cuesta de San Vicente, descendiendo hacia la estación del Norte. La Reina, que vino en ferrocarril a casarse, va también en tren camino del cementerio.


La reina que murió con 18 años

 Son tan sólo las siete de la mañana, pero la gente ha madrugado. Madrid, que en una noche de San Juan acogió el primer latido de la recién nacida y hace sólo dos días recibió su último suspiro, quiere despedirse de la que por breve tiempo fue su Soberana, y acude con lágrimas en los ojos a darle el último adiós. Hay una melancolía infinita en el gesto con que los madrileños se descubren al paso de los restos de aquella Reina joven, bonita, madrileña y “sevillana”. Mientras las campanas tañen y las casas cerradas demuestran su duelo. ¿Quién no se emociona viendo pasar para siempre... a la que reinó por buena y española? ¿La que en su vida se deslizó huyendo de la admiración pública y es llorada por todo un pueblo?
 
 Reina sin biografía, tuvo el prestigio misterioso que dan la caridad y la modestia. Apenas llegó a cumplir dieciocho años y duró en el Trono lo que se detiene en el rostro una sonrisa. ¡Qué pocos la conocieron, mas cómo vislumbraron todos su bondad y sencillez! Muchos recuerdan con qué afecto acariciaba a las niñas de la Inclusa; cómo acudía con su vela y su mantilla a las procesiones de los barrios populares y luego acompañaba al Santísimo a los hogares humildes. Las mujeres hablan entre sollozos y se arrodillan al paso del convoy como si fuera una procesión. “Era una santa”, dijo un republicano con emocionado acento, levantando su sombrero. Música triste y grave como un coro de sollozos, y desde el cuarto de estudio que da a la calle Bailén vio pasar Alfonso XII el cortejo fúnebre de la que tanto amó cuando aún no era Rey...Sólo la copla ingenua y cándida inmortalizará aquel momento, evocando de la Reina malograda: Mercedes ya se ha muerto. / Muerta está que yo la vi. /Cuatro Duques la llevaban/ por las calles de Madrid //.



 Aquella primavera que moría ofrecía al Rey como una flor postrera el amor de su pueblo; ni en los más bellos sueños del exilio pudo aspirar Alfonso XII a que el corazón de España latiese tan unido al suyo; confundidos en una misma pena y heridos por un mismo dolor, el pueblo cantó con honda ternura, la tristeza infinita de aquel Rey inteligente y sensible, voluntarioso y sensual, cuyo reinado no tendría ya las cenefas románticas de sus primeros años.

 Por entonces brotó el romance, ingenuo y cándido, con acordes de añoranza y fragor de madreselva que se esparció por los campos de España, llegando a las más remotas aldeas: ¿Dónde vas, Alfonso XII? / ¿Dónde vas, triste de ti? / Voy en busca de Mercedes, / Que ayer tarde no la vi. // Repetían los niños mientras jugaban al corro, evocando a la Reina, dulce y tímida que sólo deseó reinar derramando consuelos y esperanzas. Pero la vida no otorgó a Mercedes de Orleáns la dicha de ser una Soberana respetada y conocida; sólo le dio la aureola de ser la más llorada y la más sentida.
 
 Pobres y ricos, viejos y jóvenes, cantaron su romance de amor que narraba el idilio de aquellos Príncipes que se amaron como en los cuentos de hadas, sin tener un hada madrina que despertase a la novia del profundo sueño en que cayó, una mañana de junio de 1978, cuando el cañón tronaba y las campanas tocaban a muerte.
 


 En 1948, el genial trío de ases Quintero, León y Quiroga inmoralizó la historia de estos regios amores en el popular “Romance de la Reina Mercedes”: “Una dalia cuidaba Sevilla/ en el parque de los Mompansié, / ataviada de blanca mantilla/ parecía una rosa de té. / De Madrid con chistera y patillas/ vino un real mozo muy cortesano/ y a Mercedes besó en las mejillas/ pues son los niños primos hermanos. / Un idilio de amor empezó a sonreír, / mientras cantan en tono menor/ por la orillita del Guadalquivir. / María de las Mercedes, / no te vayas de Sevilla, / que en nardo trocarse puede/ el clavel de tus mejillas. / Que quieras o que no quieras, / y aunque tú no dices nada, / se nota por tus ojeras / que estás muy enamorada. / Rosita de Andalucía, / amor te prendió en sus redes / y puede ser que algún día/ amor te cueste la vida, / María de las Mercedes. // Una tarde de la primavera/ Merceditas cambió de color/ y Alfonsito, que estaba a su vera, / fue y le dijo: -¿Qué tienes, mi amor? / Y lo mismo que una lamparita/ se fue apagando la soberana, / y las rosas que había en su carita/ se le volvieron de porcelana. /Y Mercedes murió empezando a vivir, /y a la plaza de Oriente, ¡ay dolor!, /para llorarla fue todo Madrid. /María de las Mercedes, / mi rosa más sevillana, / ¿por qué te vas de mis redes/ de la noche a la mañana? /De amores son mis heridas/ y de amor mi desengaño/ al verte dejar la vida/ a los dieciocho años. /Adiós, princesita hermosa, /que ya besarme no puedes. /Adiós, carita de rosa, /adiós, mi querida esposa, /María de las Mercedes. / En hombros por los Madriles, /cuatro duques la llevaron/ y se contaron por miles los claveles que le echaron. /Te vas camino del cielo/ sin un hijo que herede. /España viste de duelo/ y el rey no tiene consuelo, / ¡María de las Mercedes!