El escritor francés Henri Murger, autor de las célebres “Escenas de la vida bohemia”, ha pasado a la historia tan sólo por ser el novelista de aquel fenómeno de escritores pobres, ingeniosos y malditos, que fue en el siglo XIX uno de sus atractivos literarios de la ciudad de París.
Por María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
Evidentemente, Henri Murger no fue un gran escritor, pero ha tenido una posteridad curiosa, sobre todo, porque la citada obra, sirvió de pauta e inspiración a otras posteriores en diversos campos artísticos. Por ejemplo, a la “Louise” de Gustave Charpentier, a la “Carmen” de Georges Bizet y, de modo significativo, a la ópera, “La Bohème”, de Giacomo Puccini, cuyo libreto se basa en diferentes episodios de la novela por entregas “Escenas de la vida bohemia”, publicada en el periódico “El corsario” a lo largo de cinco años (1845-49), retrato de jóvenes bohemios que viven en el Barrio Latino de París en la década de 1840 y, en cierta medida, reflejo de las vivencias de Puccini durante los años de estudiante en el conservatorio de Milán. Este drama lírico, tan reiteradamente representado, va a convertir a Murger en un ser legendario, una especie de héroe de la pobreza.
Nació en París en 1822 y murió también en aquella ciudad en 1861, sin llegar a cumplir 40 años, víctima de la sífilis que le mató cuando ya era conocido, respetado, y no diremos rico porque era dilapidador absoluto. Su padre era saboyano y su madre parisina. Fue el típico pillete de las calles que luego inmortalizaría Víctor Hugo en su obra “Los Miserables”. A instancias de su madre estudió, aunque mediocremente, consiguiendo un empleo como secretario del conde León Tolstoi. Dada su indiferencia por todo lo que no fuese la literatura popular, las mujeres y la bebida, como secretario resultó ser indisciplinado e irresponsable. Así pues, poco le duró su empleo y rápidamente se sumergió en la vida de la bohemia del Romanticismo francés, de la que había de convertirse en su principal exegeta.
La vida bohemia se extendía sobre todo en el barrio llamado Latino. Allí mismo vivió a salto de mata, saboreando contradictorias paradojas; gusto por la humillación; deleite ante la pobreza; terror, goce y paladeo de la miseria, y un buen humor extraño y sensual. Escribió versos y vivió de buhardilla en buhardilla a base de la generosidad de camaradas menos desgarrados que él. Pronto fue experto en el arte de pedir dinero sin devolverlo jamás. Lo que llamaban los bohemios de “cenar sin dormir e irse a dormir sin cenar” era su vida cotidiana. Sus amores eran con mujeres tan desdichadas como él mismo. Prostitutas de burdel y las célebres grisettes y lorettes, jóvenes de frágil virtud y blenorragia segura, que Murger inmortalizaría a través de sus propias amantes y de sus amores.
Fue un bohemio, con vocación de artista, de aspecto despreocupado, apariencia desordenada, ajeno a las directrices de comportamiento, estética y obsesión material de la sociedad tradicional, aspectos que consideraba superficiales y, desde la perspectiva romántica, barreras para su libertad. Según Antonio Espina: “La bohemia no es otra cosa que la miseria disimulada con cierta belleza, el hambre sobrellevado con humorismo”. Definición, por otro lado, extensible a todas las bohemias, antes y después del modelo clásico acuñado en París. Inevitablemente chauvinista, el propio Murger sentenció: la bohemia “no es posible sino en París”. La evolución y amplitud del fenómeno en ciudades como Madrid, Londres o Buenos Aires en los primeros años del siglo XX, demostraron que Murger se equivocaba. El crítico Antonio Espina, al que anteriormente nos hemos referido, en una colección de ensayos con “Las tertulias de Madrid”como nexo de unión, concluía que el “tipo bohemio” no era una creación francesa o parisina, sino que “había existido siempre”.
También en el contexto histórico de la capital de España, unos y otros dejaron su huella y su legado en los periódicos de un Madrid “brillante y hambriento”. Con diferente fortuna, el destino, como escribiera Valle Inclán, fue una diosa ciega e inmisericorde con las ilusiones literarias de los rebeldes bohemios: Emilio Carrere, Alejandro Sawa, Dorio Gádex (pseudónimo literario de Antonio Rey Moliné) e inmortalizado por Valle al convertirlo en personaje de su esperpento “Luces de Bohemia”; Eduardo Zamacois, o los propios Rubén Darío o Valle Inclán en sus épocas de juventud.
Henri Murger escribía para los diarios novelas cortas y teatro. Circulaba ebrio, sonámbulo, sucio e indiferente, con una tristeza impersonal, casi anónima. Hacia finales de la década de 1850 empezó a conocer la notoriedad. Engordó, se vistió decentemente, pero siguió gastando sin ton ni son. No obstante, ensayó un intento para convertirse en un burgués respetable y entonces las enfermedades que arrastraba desde su juventud le aniquilaron cuando ya era el autor de “Escenas de la vida bohemia”, una serie de esbozos costumbristas, entre románticos y realistas, entre humorísticos y trágicos de su vida, entre “los bebedores de agua”, sus amigos, un conjunto de escritores mediocres y hambrientos del Barrio Latino de París, que no tenían dinero para vinos finos. La obra alcanzó tal éxito que sacó de la pobreza a su autor, creando el término bohemia como sinónimo de un estilo de vida extravagante, ingenioso y pobre, consagrado, en exclusiva, al arte de la literatura o de la pintura.
Los hermanos Goncourt, que le trataron bastante en su borrascosa juventud y un tanto prostibularia, describen con una pluma moralista su muerte:”Ha sido la descomposición de la carne en vida. Una especie de gangrena en la cual el hombre cae a pedazos...”
Esta muerte nos parece una ironía feroz, una broma impía de un Dios implacable... Una muerte que, reflexionando, parece una venganza de las Sagradas Escrituras. Y que anuncia la muerte de la bohemia, con su plena descomposición. En ella ya se revela lo que fue la vida de Murger y el mundo que ha descrito: dilapidación por las noches, ya sea por su trabajo, ya sea por siniestras orgías, períodos de miseria y otros de relativo bienestar, sífilis mal cuidadas, el calor y el frío de una existencia sin hogar mantenida por sus constantes borracheras. Es decir, todo lo que quema, todo lo que mata; una vida rebelde a la higiene del cuerpo y del alma. Un hombre que se ha descompuesto en pedazos, al que no le ha quedado bastante vitalidad para sufrir y sólo quejarse de una cosa, del olor a carne descompuesta de su habitación”.
Este terrible cuadro debe ser bastante exacto, por cuanto otros testimonios directos nos lo revelan quizás con algo más de piedad, pero llenos del mismo lúgubre realismo. Que bastó a este autor para entrar en la inmortalidad con su mezcla de sentimentalismo, atenuado por un sentido del humor y por el tornasol de amor, miseria e ilusión en aquel clima extraño que fue el del París bohemio de los años del Romanticismo.