Mucho antes de que a una joven le llegara la edad de “echarse novio”, ya anidaba en su mente una noción inquietante por lo que entrañaba de decisión personal cara a su futuro: si no tenía vocación de monja, quedarse soltera suponía una perspectiva más bien desagradable.
María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
Realmente estaba mal vista la soltería. A las mujeres que se les había pasado la edad de casarse, los adultos hablaban de ellas con una mezcla de compasión y desprecio: “Esa se va quedar para vestir santos”, se solía decir. Se empezaba a hablar del tema de los “complejos”. Las chicas que los tenían no gustaban a los hombres, se salían de la norma de una sociedad que pretendía que la vida discurriera en torno a un código de normas entusiastas.
La mujer había nacido para consolar, escuchar los problemas de los hombres y tratar de entenderlos. A la chica no se le permitía tener una visión complicada de la vida, cuya obligación era ofrecer una imagen dulce y complaciente. La única salida para la mujer que no tuviera vocación de monja era el casamiento, pues la vocación de soltera no se concebía que la pudiese tener nadie. La misma denominación de solterona llevaba implícito el matiz de insulto: a esa mujer, se decía, nunca le ha dicho nadie “por ahí te pudras” por eso es una amargada.
Ante tan desolador panorama la soltería femenina no sólo conllevaba la renuncia a un hogar, sino también la obligación de trabajar para ganarse el pan. Sin embargo, la moralidad de costumbres veía muy negativo el trabajo de la mujer fuera del hogar. Se ponían toda clase de cortapisas a la independencia femenina, pues ésta nunca podría competir con el hombre. Ellas mismas pensaban que si trabajaban era por necesidad económica pero si se les presentaba un buen hombre para casarse dejarían de hacerlo, pues en el fondo estaban convencidas de que la verdadera carrera de la mujer era el casamiento. Pescar marido era la meta de una muchacha. Y una vez convertida en “señora de”, ya estaba eximida de todo lo que no fuera aguantar a ese marido.
Referente al aspecto educativo, las dos alternativas que se ofrecían eran la del colegio religioso, donde la disciplina era mayor, y la del instituto, donde el profesorado era más competente. La mayoría de los padres de cierto nivel social elegían la primera. La razón que solían esgrimir era la de que allí los hijos estaban “más sujetos”, pero tanto o más pesaban las consideraciones de tipo clasista, sobre todo cuando se trataba de una chica. En este caso predominaba la opinión de la madre, más conservadora por convicción o por miedo de que su hija perdiera el freno de la religión y se contaminara de costumbres impropias de una señorita. Del mismo modo, se velaba por la integridad moral de las provincianas que se desplazaban a otra ciudad más importante a iniciar una carrera universitaria. Las residencias para señoritas tenían en sus estatutos y en sus horarios cierto olor a colegio de monjas. También significó una revolución, frente a las costureras y modistas tradicionales, la apertura de las primeras boutiques, tiendas pequeñitas y selectas regentadas por chicas de buena familia. Las boutiques se convirtieron en símbolo de modernidad, fomentando el gusto por la rápida elección de un modelo cuya ventaja era la de que podía sacarse puesto de la tienda.
Sin embargo, el vestir una mujer era algo a lo que había que dedicar mucho tiempo y poner en juego la imaginación, pues por un lado había que tener en cuenta el sentido del ahorro y por otro el de no llevar “ropa de serie”. Para ello se consultaba a los figurines y era base fundamental de conversaciones femeninas. Estaba muy delimitado el paso de las estaciones a través de la ropa. Se decía: “Me debería hacer un abriguito de entretiempo”. La prenda clave, por afectar a la zona más sagrada del cuerpo femenino, era la faja. Ninguna chica de aquellos años pudo librarse de aquella sujeción ni de sus molestas transpiraciones, sobre todo, si recordamos aquellas penosísimas fajas de caucho que tanto hacían sudar y para cuya colocación había que dar una especie de saltos desacompasados. El verano autorizaba ciertas libertades, bajo el pretexto del calor. A la iglesia, por supuesto, estaba totalmente prohibido entrar sin mangas. Algunas feligresas lo remediaban aplicando en su antebrazo unos curiosos manguitos con gomas en el codo y en la muñeca. Otro de los temas dignos de referir era el de la moralidad de las playas. Aquellos bañadores con faldita incorporada y el albornoz como prenda complementaria. Las puestas de largo o presentación en sociedad, especie de alternativa a la joven de 17 años, eran fiestas de noche, por lo que significaban el primer permiso para que una joven tomara contacto con la noche. Se celebraban en casas particulares, si se trataba de una familia pudiente, o en algún casino o círculo, donde acudían las chicas luciendo sus primeras galas de mujer.
Los finales de los 50 y primeros de los 60 conocieron la eclosión de las fiestas caseras denominadas “guateques”, para las que los padres comprensivos cedían alguna habitación de la casa. Con la colaboración indispensable del “picú”, la aportación de diferentes discos y la elaboración de algunos aperitivos y un “cup” de frutas con poco alcohol. El hecho de que aquellas reuniones se celebraran en domicilios de gente conocida, frenaba las posibles libertades de los jóvenes asistentes a ellas.
La etapa de salir con un chico se hacía insufrible cuando se alargaba mucho sin que llegase la declaración de amor, expediente necesario por el que había que pasar para comenzar las relaciones. El decir sí a la primera denotaba por parte de la mujer demasiada impaciencia por tener novio. Con ese plazo de “tal vez” o “déjame pensarlo”, se ponía a prueba la capacidad de sufrimiento del chico y sus dotes de tenacidad.
Los padres solían estar al tanto de los posibles candidatos a la mano de sus hijas. Un chico que estuviera acabando la carrera o haciendo oposiciones a algo, y que además fuera serio y de familia conocida era más aconsejable, aunque las chicas manifestaban sus preferencias por los un poco sinvergüenzas y de conversación tan divertida y brillante como incierto porvenir. Durante el noviazgo la novia iba preparando su ajuar, no solía salir con las amigas cuando él tenía que estudiar y le “guardaba ausencia” si se iba de viaje. Él, en cambio, sí podía salir de noche con amigos, frecuentar bares y cafés y sabe Dios si también iba incluida alguna aventura con la que consolarse. Cuando los novios rompían, había la costumbre de que se devolvieran los regalos y las cartas. Muchas veces esta petición, solía ser un pretexto por parte de la novia para reanudar de nuevo las relaciones.
La falta de información sexual que había presidido hasta entonces la educación de la mujer, aunque pudo provocar la infidelidad de muchos matrimonios, no era tan grave como otro fenómeno de gran importancia y subyacente al primero, el que se desarrollara el noviazgo al amparo de la insinceridad, y no llegaran a conocer realmente sus respectivos anhelos, miedos y esperanzas. Ello fue la causa de tantos fracasos matrimoniales que quedaban, por supuesto, en la sombra.
Con este artículo he pretendido refrescar el recuerdo de lo que fueron esos años de adolescencia y juventud de muchos lectores. Pero, como decía Cicerón, “en nuestro poder está borrar literalmente los infortunios de nuestra memoria, y evocar en nuestra mente el agradable recuerdo de cuanto nos sucedió de dichoso”.