En torno a Cervantes y “El Quijote”



 A don Quijote, encarnación del deber y del altruismo, añadió Cervantes algunos rasgos patológicos, proponiéndose una obra de polémica literaria. Queriendo esgrimir el arma poderosa del ridículo contra los libros de caballerías para lo que juzgó indispensable otorgar el estigma de la locura a la figura del Ingenioso Hidalgo, cuyo entendimiento agudísimo y genial fue presa de ilusiones, alucinaciones e ideas delirantes.

Por María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora

 Tuvo que otorgarle estos rasgos patológicos porque un Quijote meramente filantrópico, apasionado y vehemente, no habría abandonado tan de buen grado los regalos de la vida burguesa para lanzarse a las arriesgadas y temerarias aventuras. Ello llevó al héroe a luchar denodadamente contra el egoísmo y la perfidia del mundo. Sorprendentes y épicos episodios de todos admirados en el libro inmortal y que tan alto hablan del soberano ingenio de Cervantes.

 A causa de esta obligada anormalidad mental de don Quijote, que le impulsaba a provocar los lances más descomunales y peligrosos, el tono general de la novela es de honda melancolía y desconsolador pesimismo. Cervantes no personificó en el Caballero de la Triste Figura sino las desvariadas, inconsistentes e inverosímiles composiciones caballerescas.

 La mención melancólica y deprimente llega a la agudeza de ver cómo, a la hora de la muerte, el loco sublime, convertido ya en Alonso Quijano el Bueno recobra bruscamente la razón para proclamar la triste y enervadora doctrina de la resignación ante las iniquidades del mundo. “En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”, nos dice con voz desfallecida, en que parece vibrar estertores de agonía.

 Necio fuera desconocer que, no obstante, la nota general hondamente patética, campea y retoza en la epopeya cervantina un humorismo sano y de buena ley. ¿Qué otra cosa representa el regocijado tipo de Sancho, sino el artístico contrapeso emocional del quejumbroso Caballero de la Triste Figura?

 Relejo fiel de la vida, se suceden en la inmortal novela, como en el cinematógrafo de la conciencia humana, estas dos emociones antípodas y alternantes: el placer y el dolor. Asimismo en la creación cervantina la acritud es interna y el dulzor externo. En ocasiones nos hemos preguntado cómo escritor tan sereno y optimista, como lo fuera don Miguel, puso en su obra este dejo de tristeza y amargo pesimismo. Evidentemente son cuestiones muy difíciles para cuya solución nos sería imprescindible conocer todos los recovecos de la complicada mente de nuestro autor, además de los episodios e incidentes emocionales sufridos por Cervantes que evidentemente le conmovieron y adoctrinaron durante los tristes años que precedieron a la concepción de la genial novela. El destino implacable trocó sus ilusiones en desengaños, y al doblar de la cumbre de la vida se vio olvidado, solitario, pobre, cautivo y deshonrado.

 Los grandes desencantos deprimen las voluntades mejor orientadas y deforman hasta los caracteres. Tal le ocurrió a Cervantes. De aquel caos tenebroso de la sevillana cárcel, donde se dieron cita cuantas angustias y miserias atormentan y degradan a la criatura humana, surgieron un libro nuevo y un hombre renovado, el único capaz de escribir este libro. Obra sin paz, donde se vació por entero un alma afligida y desencantada de vivir.

 Sus páginas nos ofrecen la síntesis de la vida, es decir, luces y sombras, cimas y abismos, detritus de ilusiones y despojos de esperanzas, propósitos nobles, aspiraciones sublimes.

 La figura del protagonista está tan amorosamente sentida y dibujada, que por fuerza el autor debió tener algo y aún mucho de Quijote. No salen de la pluma tan perfectos y vivos los retratos humanos si el pintor no miró muchas veces al espejo y enfocó los escondrijos de la propia conciencia. Pero después de reconocer este parentesco espiritual entre don Quijote y su autor, es forzoso convenir también que, en la incomparable novela, se exteriorizan, con elocuentes acentos: el desaliento del apasionado ideal, el doloroso abandono de la ilusión tenazmente acariciada, el mea culpa, un poco irónico quizá, del altruismo desengañado y vencido. Cervantes, en un intento de conservar serena la mente viva de la fantasía, evocó imágenes risueñas, capaces de ocultar el fondo tenebroso de la conciencia. La compensación está representada por el humorismo de Sancho Panza.

 En las páginas de la imperecedera epopeya cervantina Sancho simboliza el sentido común, el saber humilde del pueblo acuñado en refranes. Con sus gracias y socarronerías supo Sancho consolar el espíritu de Cervantes, haciendo llevadera la carga abrumadora de angustias y desventuras. Por Sancho amó Cervantes la vida y pudo, más adelante, curado ya de enervadores pesimismos, retornar a los románticos amores de la juventud, componiendo el “Persiles”, verdadero libro de Caballerías, y el “Viaje al Parnaso”, admirable y definitivo testamento literario. Sancho salvó al genio, y con él su gloria.