“Platero y yo” es, sin duda, una obra de creación muy importante en la vida y en la obra de Juan Ramón Jiménez y donde reconstruye, desde la perspectiva real del hombre adulto, la visión mágica de la infancia. Moguer se describe en sus páginas con esa sencillez de lo cotidiano en su más justa dimensión humana.
María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
En este sentido no obra como sus contemporáneos noventaiochistas que idealizaron determinadas zonas geográficas. El marco geográfico de Platero es, sin duda, andaluz pero sin mitificaciones, un espacio concebido como una simple zona donde transcurre la existencia humana. Ese deseo único suyo de expresar la emoción de la vida corriente concede a “Platero” su brutal fuerza comunicativa, siendo sus personajes hombres comunes que obran como tales, nunca medidos según determinados atributos. Así, el propio autor se sitúa en justa relación al pueblo: es un loco sencillo, exento de la heroica dimensión de un Quijote, y como tal, le dedica su libro a un espíritu afín, Aguedilla, “la pobre loca de la calle del Sol”, que le mandaba moras y claveles.
Gente común configura toda una galería de personajes entrañables: Baltasar, el casero del cura; la familia del gitano Amaro, con su prole de sucios indolentes y haraganes; Sarito, el vagabundo negro; las gitanas viejas, sucias y sudorosas, llevando “la vejez a la vida”; los tontos, Pinito, Anilla, la manteca, y Lolilla, la tonta-lista que se atreve a decir lo que los otros callan, y otras mujeres del pueblo, algo tontas en su cotidiana dimensión humana: la niña sucia y frágil que trata de arrancar al fango una carreta; Antoñilla, la campesina ruborosa; Lucía, la titiritera del circo; Granadilla, la hija del sacristán; la libertina “Colilla” y sus hijas; la tísica, la mandadera, la costurera; los niños pobres; los niños decentes; los pregoneros, los vendedores…Estos habitantes, descritos con simpatía y ternura conceden al pueblo y a la obra su gran dimensión humana, contribuyendo al enaltecimiento de la realidad en la literatura, pues al describir en prosa a su pueblo, el escritor crea una belleza proveniente de su sensibilidad, siempre atenta a la percepción de los sentidos.
La visión del pueblo en “Platero” corresponde al concepto de pureza peculiar en toda su obra. Aparece revestido de atributos de blancura como una mujer: “se vio, blanco, el mar lejano,…iban trocando blancura por blancura las azoteas; las últimas calles, blancas de cal con sol, en la verde blancura de un relámpago,…la luna…encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba; ciego del blancor de la cal; la mañana de Santiago está nublada de blanco y gris; el corralón polvoriento…lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido; por las blancas calles tranquilas y limpias…”
En Platero lo blanco expresa también una profunda dimensión de ternura. La querida sobrina Pepa, la muertecita de “La niña chica”, está descrita “con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz”; su mano es un “nardo cándido”; su enfermedad, “los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte”. Y Platero “se diría todo de algodón”. Lord, el perro que Juan Ramón trajo de Sevilla en sus días de estudiante, “era blanco, casi incoloro de tanta luz"; “Diana, la bella perra blanca…se parece a la luna creciente; y la niña tísica que tanta compasión le inspira, tiene “blanca la cara y mate, cual un nardo ajado”, y lleva un “hábito cándido de la Virgen de Montemayor.”
En “Platero”, como en los otros libros del poeta, el arte no altera la visión real de las cosas. El cielo moguereño es casi siempre azul, no adjudicándole “blancura” sino pureza: “El infinito cielo de azul constante de Moguer; todo lo que en el poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata; la mañana era clara, pura traspasada de azul; resuena en el cielo de la mañana de fiesta como si todo el azul fuera de cristal”.
Las sensaciones táctiles, auditivas, olfativas, en Platero encarecen los atributos de pureza y bienestar que emanan del ambiente moguereño: “vaga por el llano una esencia pura y divina de confundidos prados azules, celestes y terrestres; olía con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor solo, que embriagaba el cuerpo y el alma…”. Elementos todos de pureza y bienestar.
Juan Ramón, amante y contemplativo de la naturaleza, evoca desde las emociones de la infancia, la vista desde “La azotea” y dice que se sentía quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal.
Es significativa la sensualidad de ciertas imágenes de Platero. Los troncos de las higueras parecen muslos corpulentos: “Bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche.” Refiriéndose a la comprensión entre el burro y él, dice: “Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada”, y al perro Lord lo describe “pleno como un muslo de dama”. Imágenes sensuales relacionadas con atributos femeninos. La primavera es una mujer coqueta que se ha levantado, desnuda, demasiado temprano: “La primavera tuvo la coquetería de levantarse este año más temprano, pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo.” Platero, mojado y limpio de su baño, “parece una muchacha desnuda”. Las flores del campo mandan al pueblo su fragancia “cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda.”
En “Platero” no podía faltar el tema obsesivo de la muerte, una constante a lo largo de su vida y de su obra. En capítulo “La niña chica”, alude a la muerte de su sobrina Pepa, señalando la disparidad entre la naturaleza y la vida tronchada y la estación del año en que ocurre la muerte. Sin duda, el poeta revive una realidad y recuerda con nostalgia: ¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde de entierro! Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba.”
En el capítulo “Tormenta”, Juan Ramón se refiere al miedo infantil al relámpago y al trueno: “El trueno, sordo, retumbante, interminable, (…) como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, (…) Los corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes…”
En “Paisaje grana”, Juan Ramón describe negativa y artísticamente el ocaso, herido por sus propios cristales: “Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su alrededor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido;…” el poeta percibe que el rojo tono sangriento descompone el verdor de los pinos. En “Platero” se refiere repetidamente al pinar por ser éste un elemento dominante en el campo moguereño.
En 1914, año del nacimiento de esta lírica criatura, Juan Ramón era ya conocido por su nombre completo. Zenobia y su grupo le llamaban Juan Ramón, y él, que firmaba las cartas de confianza de ese modo para distinguirse de otros Juanes, se acostumbró al nombre completo. Zenobia, burlona, le llamó alguna vez Juan R. Jiménez. “Platero y yo” fue el primer libro del poeta en el que apareció el Juan Ramón Jiménez. Ese libro de dulces reminiscencias en que un sentimiento de ternura invade el jardín donde al llegar los pájaros, la soledad se hace sonora…