Yo bajé del monte


 Casi con toda seguridad, tú, que ahora mismo estás leyendo estas líneas, conocerás este antiguo villancico popular. Tal vez lo escuchaste cantar a la Coral Ciudad de Alhama (y quizá tuviste ocasión de oír los trinos que nuestro querido compañero Manolo “El Socio” producía con su pipillo); tal vez lo escuchaste de los “tocaores” de Santa Cruz en alguna fría noche navideña; o quizá, hace muchos años, disfrutaste de una “misa del gallo” en el pueblo, en la cual nuestro villancico no podía faltar.

“Yo bajé del monte
por ver a un zagal;
traigo un pajarillo
que sabe cantar…”

 En un rincón muy apartado de mi memoria también yo guardo un vago recuerdo de una Navidad ya muy remota en la que el grupo de cantoras y los “tocaores” de aquella época interpretan esta singular melodía que tanto me cautivó. Y de una manera muy especial me impresionó el violín de mi primo Pepe.

 Se perdió por mucho tiempo esta costumbre popular de acompañar la liturgia con instrumentos de cuerda. Pero no se perdieron, por fortuna, estos populares grupos de músicos, los “tocaores”, que tanto alegraron nuestra vida.

 Tuve la suerte de tener como vecinos a muchos de ellos allá en mi barrio del Carril. Allí vivía Calles, ese gran guitarrista; allí vivían Manolo el de la Javielica y Diego Chaparro; y muy cerca vivía mi primo Pepe cuyo violín yo veía como algo absolutamente mágico. A sus ensayos, en la casa de cualquiera de ellos, nunca faltaba mi primo Diego Pinta; y componentes del grupo, en unos u otros tiempos, fueron también Diego Hinojosa el del molino, Francisco el molinero, el Rubio y otros.

 Y, por aquello de la vecindad y la familiaridad, tuve ocasión de pasar largas horas viéndolos y oyéndolos cuando en cualquier noche de invierno se juntaban, “por gusto de echar un rato.” Aún recuerdo cuando, por primera vez, Manolo puso su bandurria en mis manos diciéndome “anda, prueba.” Recuerdo los bailes que se improvisaban cuando, por casualidad, algunas mozuelas y mozuelos se dejaban caer por la casa donde oían “charrasqueo”. Recuerdo el bautizo de mi hermano cuando, ya acostado, oí el inconfundible sonido del violín y a voces llamé a mi madre: “¡que me quiero levantar!”

 ¡Cuántos mozuelos y mozuelas (o casados, por qué no) de aquella época habrán bailado al compás de la música de estos instrumentos! ¡Cuántos habrán sido despertados en mitad de la noche con la dulce melodía de una serenata que alguien les dedicaba! ¡Cuántos carnavales nos han deleitado con sus comparsas dirigidas por Pepe Franco, Pepillo la Porra! (Nosotros, los marineros,/ que cumplimos la campaña/ en la zona de Melilla,/ protectorado de España). Y cuántas veces los hemos visto, y seguido, recorriendo nuestras calles en cualquier día o noche de esas fiestas navideñas.



 Aprendí yo con el tiempo (y con la ayuda desinteresada de amigos y compañeros) a tocar algunos de estos instrumentos de cuerda. Tuve la suerte de formar parte del grupo de “tocaores” a los que antes sólo podía acompañar y admirar. Recorrí infinidad de veces las calles del pueblo desgranando melodías y pasé noches enteras con el violín o el laúd en la mano y con una copa y un mantecado de vez en cuando.

 También la Iglesia volvió a admitir estos instrumentos en las celebraciones litúrgicas y la melodía de “Yo bajé del monte” y tantas otras volvieron a oírse en nuestros templos. Quienes en nuestra niñez admiramos a estos viejos músicos fuimos los encargados de seguir la tradición. Quienes de ellos aprendimos hemos procurado transmitir nuestros conocimientos a nuevas generaciones. Ojalá quienes de nosotros han recibido estas populares tradiciones no permitan que caigan en el olvido.

 Sirva este artículo de pequeño homenaje a aquellos entrañables “tocaores”, que con su buen hacer despertaron en mí la afición por la música en general y, particularmente, por la música de cuerda.