El tío del bigote



 No voy yo todos los días al médico, pero sí, sí voy de vez en cuando. Las recetas de las pastillas del colesterol, las de la tensión, que si ahora me he resfriado… en fin, que los años no pasan en balde. Y hay que ver la de gente que hay siempre en la consulta. Pero que lo mismo hay niños, que jóvenes, que mayores.

 Dicen que es que ahora estamos más podridos que antes. Y a lo mejor es verdad. Pero yo creo que la razón principal es que la atención sanitaria ha cambiado un poco; o un mucho. Y este cambio sí que ha sido a mejor.

 Tuve yo una grave enfermedad en mi niñez, la difteria, que sí requirió atención médica. Y, aunque yo no lo recuerdo (tenía por entonces sólo tres años), fue D. Francisco Zambrano quien se desplazó desde Alhama hasta mi domicilio en Santa Cruz para intentar poner remedio a algo que, según él, poco remedio tenía. Pero lo humano y lo divino debieron de aliarse porque, a pesar de los malos augurios, salí. Y dos recuerdos quedaron en mi mente que jamás he podido olvidar. Es el primero el de mi practicante particular, el entonces cabo Martínez del cuartel de la guardia civil del pueblo (que teníamos guardia civil en aquellos tiempos), novio de mi prima Almudena, que cada noche venía a mi casa a picharme, y al que yo temía como a una vara verde. Seguramente el insuperable miedo a los civiles que no me pude quitar de encima hasta mi edad adulta derivaba de eso. El segundo recuerdo es una gran estampa de S. José de la Montaña, a quien mi madre debió de encomendarse con todo fervor y que, tras mi curación, mandó enmarcar; encargo que, como tantos otros, realizó Antoñico “Sabosté” en Loja.

 A partir de aquí no recuerdo haber requerido atención médica hasta mi época de estudiante interno. Allí sí, los resfriados, anginas y otros trastornos de salud nos permitían abandonar temporalmente el estudio de las tres de la tarde para visitar al doctor que cada día pasaba consulta para enfermos y escaqueados.

 En aquellos años cincuenta de mi niñez yo creo que Santa Cruz siempre tuvo médico. Pero, por lo que yo recuerdo, trabajo debía de tener muy poco. Y es que no teníamos la Seguridad Social que tenemos ahora y, cuando necesitabas atención médica (casos muy excepcionales) la tenías que pagar. Ya en tiempos de D. Francisco Robles, médico que fue de aquí durante muchos años, existía la llamada “Iguala”, gracias a la cual, mediante un módico pago anual que podía ser en metálico o en trigo, se tenía derecho a consulta. Pero quedaba el pago de las medicinas que ¿quién lo podía costear?

 Eran, pues, los remedios caseros la solución más habitual a nuestros problemas de salud. Los resfriados y afecciones de garganta se solucionaban con un pañuelo atado al cuello que ocultaba un papel de estraza impregnado en aceite de oliva y en ceniza de la lumbre. Pero, si lo que tenía eran anginas, mi padre me frotaba la muñeca en ayunas con su dedo gordo impregnado en saliva. El botiquín casero se componía de un paquete de algodón y un bote de alcohol, que, además, servía de masaje para después del afeitado. Alguna que otra vez se compraba una pastilla de okal, pero una o dos sueltas, que Anita Moles te vendía envueltas en un trocito de papel de periódico. A mi tío Jacinto sí lo recuerdo muy fiel al refrán de “al catarro con el jarro”. Por eso, en mis asiduas visitas a su casa de Agrón, más de una vez tuve que ir a comprarle una peseta de coñac a la tienda de Rosario “la Pirla”, que estaba casi en frente; y, como la hora más apropiada era la noche, antes de irse a dormir, y, por otra parte, la electricidad aún no había llegado a Agrón, allá me encaminaba yo, con el vaso en una mano y la linterna en la otra, en busca del milagroso anticatarral.


 Mención especial merecen los tan frecuentes dolores musculares, dolores de huesos, dolor de cintura o de espalda… todo esto era más bien problema de mayores. Pero su solución era, ciertamente, infalible: el linimento Sloan, mucho más conocido como “Tío del Bigote”. No puedo certificar la eficacia de este viejo remedio, pues nunca lo probé personalmente. Pero sí puedo asegurar que quien lo hubiese usado no podría negar haberlo hecho: su olor era tan característico y escandaloso que yo recuerdo a mi tío Paco dirigirse a mi padre, nada más entrar por la puerta, y decirle: “otra vez tienes la cintura peor, ¿no?”

 Y tengo que hablar, por más que me pese, de los dos remedios más odiados y temidos en el historial médico de mi lejana infancia. Unos inoportunos picores alertaban de la presencia de lombrices intestinales; y entonces había que recurrir a las sopas de pan empapadas en vinagre que, tomadas en ayunas, mataban a los indeseables parásitos de cuya expulsión había que informar posteriormente a mamá, si no se quería repetir la toma al día siguiente. El temido estreñimiento que alguna vez la falta de fibra en nuestra alimentación ocasionaba, tenía su indiscutible solución con la lavativa, para cuya aplicación tal vez alguien recuerde el artilugio que en la ilustración podemos contemplar, colgado permanentemente de un clavo en la pared del dormitorio.

 El seguimiento médico que el dentista hace de la caída de los dientes de leche en mi nieto y el esporádico analgésico que alguna vez pueda necesitar, me resultan, ciertamente, más humanos que el traicionero tirón con que arrancaban los míos o el algodoncillo empapado en alcohol con el que mi madre intentaba mitigar mis infantiles dolores de muelas. Los puntos de sutura que hace unos días el niño necesitó para coser una brecha en su pómulo derecho, han sido, en verdad, mejor solución que el sello de correos que a mí me pusieron en una ceja cuando, más o menos con la edad que él tiene ahora, me la partí también en alguna de mis caídas. Pero también es verdad que los remedios caseros a mí me siguen gustando. Tal vez por eso, mientras viví en Alhama, fui tan amigo de Josefa “la Ventura” hasta su muerte, porque ella, con su manteca sin sal y sus masajes, siempre solucionó los problemas musculares de toda la familia. Y no recurro ya al papel de estraza con aceite y ceniza; pero con la abundante ingesta de naranjas, con la miel con limón y con los vapores de eucalipto, intento prevenir y remediar resfriados y faringitis. Lo recomiendo a mis hijos; aunque ellos nunca me dejan terminar el consejo: “ya lo sé, papá, miel con limón y Vicks VapoRub”. Pero ellos saben que soy en la casa quien menos se resfría, porque prefiero gastarme el dinero en naranjas y miel antes que en Desenfriol.