Mañana fría del frío invierno agroneño. En la destartalada casa que hace las veces de escuela, D. Elías, con voz grave y majestuoso porte, dicta a los mayores un párrafo que narra el paso de los israelitas por entre las aguas del mar.
Otro grupo de alumnos copia unas cuentas previamente preparadas en el encerado; escriben, con el pizarrín, en su pequeña pizarra, corrigiendo a base de trapo y saliva los errores cometidos. El último grupo de alumnos, los más pequeños (allí estoy yo), repetimos en nuestro cuaderno una y otra vez la muestra que el maestro nos puso al entrar; más por temor que por convicción intentamos que nuestros trazos no se salgan de las dos rayas, porque escuchar de D. Elías “esto es un mamarracho” puede traer consecuencias imprevisibles.
Conocí a D. Elías en casa de mis tíos cuando se disponía a hervir su jeringa y preparaba una inyección para alguien de la casa. D. Elías, como buen maestro de su época, también era practicante. “D. Elías va a ser tu maestro desde mañana mismo”, me dijeron. El primer trámite para empezar la escolaridad se había cumplido: aquella jeringa había inyectado en mi mente infantil una dosis suficiente de miedo para desear que no amaneciera aquel día en que por vez primera tendría que ir a la escuela de Agrón.
Largas temporadas pasaba yo en el pueblo de mi madre siendo niño y, lógicamente, allí iba a la escuela. Aquella escuela de los años 50 del pasado siglo, una casa grande y fría que nadie habitaba y cuyos bajos habían sido cedidos para local escolar.
La verdad es que poco tiempo fui yo alumno de este maestro y poco lo que recuerdo de él. Pero mi aprendizaje de la letra Q fue tan “eficaz”, que cientos y cientos de veces ha acudido a mi mente mientras ejercía mi labor docente, y me temo que con su narración habré martirizado a generaciones y generaciones de alumnos.
Como otras tantas veces, habíamos salido, alumnos y maestro, al Corral Grande (justo detrás de la escuela) a aprovechar el calor del tibio sol invernal y desentumecer nuestros cuerpos, ateridos por el frío en aquella desangelada habitación de alto techo que hacía las veces de aula.
Llevaba D. Elías una baraja con las letras del abecedario (¿conocía y utilizaba ya el método Palau?) y cómo no, su inseparable vara de almendro. Y, puestos en fila los más pequeños, nos fue preguntando, uno por uno, el nombre de aquella dichosa letra, la Q. Y, cruel fatalidad, a pesar de nuestros desesperados intentos (ca, que, qui) ninguno de aquellos inexpertos alumnos acertamos a dar su correcta denominación.
- Ven, Guillermo, –dijo D. Elías a aquel mozalbete que desde cerca había observado la escena- di a estos niños cómo se llama esta letra.
- Cu, D. Elías –contestó Guillermo.
- Pues ahora, toma la vara y le pegas a cada uno un varazo mientras se lo repites, para que no se les olvide.
Y uno por uno fuimos escuchando de boca de Guillermo el nombre de aquella letra, nombre que estoy seguro que ninguno ha olvidado desde entonces, mientras recibíamos el preceptivo varazo en la palma de nuestra helada manecilla.
Santa Cruz del Comercio, enero 2015