El pintaor


 Son las cinco de la tarde y la puerta de la escuela de los niños se abre para dar suelta al numeroso grupo de chiquillos que, corriendo y gritando, desembocan en la plaza, cartera en mano (o a la espalda, que alguna hay), para desde allí enfilar la calle El Sol, o la carretera, o Los Corralones…


 Algo más tranquilas salen las niñas. Traen las mayores el bastidor en la mano, pues la tarde del lunes se dedica a labores. Y doña María, despidiéndolas desde la puerta de la escuela, les insiste en que no se olviden de terminar para la semana que viene la tarea que les ha empezado.

 Antoñillo llega a su casa un poco tristón. Su madre se lo nota en seguida, pero él no ha querido soltar prenda. Ha cogido el hoyo de aceite y, con su colección de bolas en el bolsillo, ha regresado a la plaza.

 Y es que estas dos últimas semanas Antoñillo ha tenido que faltar a clase. Su padre tenía que sembrar los garbanzos y él ha sido el pintaor. Como el año pasado, que también los pintó él. Y qué contento, y qué importante se sintió cuando su padre le confió por fin esta tarea. Y qué bien lo hacía el puñetero desde el primer día; y es que Antoñillo las pilla al vuelo.

 Pero resulta que durante estos días en que no ha ido a la escuela, el maestro ha explicado lo de los quebrados. Que él piensa que lo de “quebrados” ¿por qué? Pero bueno, lo habían explicado y hoy había problemas de eso; y Antoñillo, lógicamente, ni los ha olido. Salva, su compañero de pupitre, intentó explicarle algo con eso de que la tableta de chocolate que la hacíamos ocho partes y cogíamos dos… demasiado complicado. ¿Lo de “quebrados” será porque hay que quebrar la tableta? En fin, a ver si mañana…

 Pero mañana tampoco va a poder ser. Acaban de cenar y Josefa, la madre, está quitando la mesa. Antonio, el padre, ha cogido una silla baja y se ha sentado al lado de la lumbre a fumarse un cigarro. Antoñillo ha sacado su enciclopedia y está otra vez mirando el dibujo de la tableta de chocolate a la que le falta un trozo y que tiene debajo dos números separados por una raya horizontal.

– Buenas noches nos dé Dios. –Es su tío Paco que acaba de entrar y que arrima una silla y se sienta también junto a la chimenea.

 Antoñillo sigue en lo suyo. Pero pronto la conversación entre su padre y su tío atrae su atención. Y es que este le está contando a su hermano que mañana va a sembrar garbanzos al cortijo Potrilla; que viene de casa de Pepe (otro de los hermanos) para que el Juan se fuera con él de pintaor; pero que el Juan está con Mariano y le quedan todavía una pila días.

- ¿No será capaz tu Antoñillo de venirse conmigo?

- No sé, él ha sembrao los nuestros y el año pasao ya los sembró también; pero al peón no ha estao nunca.

 Pero su padre sabe que es capaz. Y su tío casi también lo sabe. Antoñillo hubiera querido no tener que faltar más a la escuela, pero sabe que su jornal viene muy bien en casa. Además, él no tiene que opinar, sólo obedecer; su padre lo ha decidido y basta.

 Su tío se ha despedido diciéndole que mañana lo espera a las nueve en su puerta. Antoñillo sube a la cámara, su dormitorio, y saca del arca el saquito viejecillo que el día antes había guardado, su boina y las botas de agua, que están flamanticas, que se las compró su madre de casa Emilito el otro día cuando llovió, porque el pobre llegó del campo con todo el pie chorreando porque las viejas tenían una raja como un demonio.

 Colocada la ropa sobre la silla que hay junto a su cama, las botas en lo alto de las escaleras, Antoñillo se duerme pensando en la dichosa tableta de chocolate… y en cómo le irá mañana. Su tío lo quiere mucho, pero bruto es como él solo. Y su yunta tiene fama de andar como ninguna. Pero él no se va a quedar atrás; vaya que si no se queda. Y así es. Detrás del gañán, pisándole los talones y, cuando va delante, teniendo que esperar en la punta del surco. Y los garbanzos, siempre uno a uno, como tiene que ser; no como algunos pintaores a los que el amo tiene que llamarles a cada instante la atención.

 Fueron diez días más, diez peones. Y luego otros siete, porque su tío se empeñó en que también le sembrara los suyos. Y la escuela quedó aparcada. Y los quebrados tendrían que esperar a otra ocasión. Y no es que los padres de Antoñillo no comprendan la importancia que para él tiene una buena formación. Pero cinco en casa, dependiendo de su pequeña labor, que casi toda es arrendada o a medias, y de algunos jornales que de vez en cuando aprovecha el padre…

Santa Cruz del Comercio, enero 2015