Faltan dos días para la Virgen de agosto y esta misma mañana hemos metido el último carro de paja. ¡Lo que nos ha aventajado el verano esto del carro! Y es que barcinar carga a carga, con las angarillas, y luego acarrear la paja con los herpiles… Así, casi todos los años este día nos pillaba de verano; y alguno, que me acuerdo yo, que nos ha pillado hasta la feria sin haber acabado; ¡el 18 de septiembre! La pobre Salud algunas veces me veía pasar por su puerta y me decía: “te va a durar más el verano que a Nariz en pringue” (que yo no sé quién sería).
Cuando ahora vemos las eras desiertas, las pocas que aún se conservan; cuando vemos horrorosas naves de grises bloques de cemento construidas sobre su limpio empedrado, cuando el verano apenas lo notamos más que por el calor… cuesta trabajo imaginar que aquellos lugares hayan sido, no hace tantos años, un continuo bullir de niños, mayores y viejos, escenario de cantos de trilla, fresco dormitorio veraniego y tantas cosas más.
¡Y el afán por terminar para la Virgen de agosto, la tramposa. Cosecha recogida, a pagar trampas: las tiendas, el panadero, el abono… El Chico llega con la jerga y esta tarde vamos a envasar cebada: mi padre coge la media, yo abro los sacos y El Chico los cose. Sacos y sacos que se van llenando y amontonando al fondo de la cámara, hasta que mi padre calcula que la que queda ya hay que dejarla para sembrar y para las bestias.
Al día siguiente, a primera hora, hay que pesar; antes del medio día vendrá Bartolo con el camión. Y vemos al Chico venir, calle arriba, con toda su parsimonia. Al hombro trae la romana y la honda, en la mano el pilón. Cómo me gustaba a mí la romana del Chico, tan grande (era la sensación que me daba), tan reluciente; por una parte estaba graduada en kilos, por la otra en arrobas, libras y cuarterones. Alguna vez que otra manejé yo este sistema de peso y ajusté la cuenta (creo que aún lo recordaría), cuando mi padre vendió o compró algún marrano para la matanza.
Al Chico lo acompaña Félix, su socio. En una tirante de la cámara se dispone todo para el pesaje. Y, uno a uno, los sacos van pasando de uno a otro montón mediante el ceremonial del peso: “sesenta y dos y medio, sesenta y uno y medio; sesenta, cincuenta y nueve…” Es Félix el que va cantando los pesos, pesos que él anota en su libreta y yo en un papel que he preparado para la ocasión. A cada pesada le quita un kilo por el saco y la honda. Al final ambos sumamos y comprobamos.
Dentro de pocos días este proceso se repetirá con el trigo; y otro día será con los garbanzos, y con todo lo que se haya cosechado. Y mi padre irá a ajustar la cuenta con Anita Moles; todo el año hemos estado sacando fiado de su tienda y ahora toca pagar. Seguramente también subirá a Alhama a ajustar cuentas con los Gómez, pues en un par de ocasiones ha sido necesario comprar telas o ropa y también ellos nos fiaron.
¡Y el afán por terminar para la Virgen de agosto, la tramposa. Cosecha recogida, a pagar trampas: las tiendas, el panadero, el abono… El Chico llega con la jerga y esta tarde vamos a envasar cebada: mi padre coge la media, yo abro los sacos y El Chico los cose. Sacos y sacos que se van llenando y amontonando al fondo de la cámara, hasta que mi padre calcula que la que queda ya hay que dejarla para sembrar y para las bestias.
Al día siguiente, a primera hora, hay que pesar; antes del medio día vendrá Bartolo con el camión. Y vemos al Chico venir, calle arriba, con toda su parsimonia. Al hombro trae la romana y la honda, en la mano el pilón. Cómo me gustaba a mí la romana del Chico, tan grande (era la sensación que me daba), tan reluciente; por una parte estaba graduada en kilos, por la otra en arrobas, libras y cuarterones. Alguna vez que otra manejé yo este sistema de peso y ajusté la cuenta (creo que aún lo recordaría), cuando mi padre vendió o compró algún marrano para la matanza.
Al Chico lo acompaña Félix, su socio. En una tirante de la cámara se dispone todo para el pesaje. Y, uno a uno, los sacos van pasando de uno a otro montón mediante el ceremonial del peso: “sesenta y dos y medio, sesenta y uno y medio; sesenta, cincuenta y nueve…” Es Félix el que va cantando los pesos, pesos que él anota en su libreta y yo en un papel que he preparado para la ocasión. A cada pesada le quita un kilo por el saco y la honda. Al final ambos sumamos y comprobamos.
Dentro de pocos días este proceso se repetirá con el trigo; y otro día será con los garbanzos, y con todo lo que se haya cosechado. Y mi padre irá a ajustar la cuenta con Anita Moles; todo el año hemos estado sacando fiado de su tienda y ahora toca pagar. Seguramente también subirá a Alhama a ajustar cuentas con los Gómez, pues en un par de ocasiones ha sido necesario comprar telas o ropa y también ellos nos fiaron.
También se le ha pagado ya al panadero. La otra tarde estábamos sacando una parva de trigo y, no habíamos terminado de ahechar, cuando se presentaron en la era Fernando y el muchacho que ahora tienen repartiendo; supongo que mi padre les habría avisado. Llevaban un mulo y el caballo. Según la libreta de Fernando, teníamos apuntadas once fanegas de vales. Así es que envasaron sus once fanegas de trigo y se las llevaron.
Poco grano ha quedado en las trojes. Y dinero en la casa, menos. Pero, si este año se ha podido pagar, nos podemos dar con un canto en los dientes; no todos los años salen las cosas “tan bien”. La lluvia escasa y a destiempo, los solanos que se cargan la granazón o una inoportuna granizada dan al traste con el trabajo de todo un año y hacen tambalear la inestable economía familiar. Y al ajustar cuentas en la tienda habrá que decir: “te voy a dejar a deber un pico”. O al panadero: “va a haber que dejar unas faneguillas para otro año”. Y uno y otro aceptarán de mala gana, qué remedio, pero dirán: cuando ganes unos peoncillos, a ver si vamos limpiando la cuenta.
Santa Cruz del Comercio, enero de 2015.