Alguna que otra vez, con algún pretexto tonto poco consistente, me gusta recorrer andando las calles de la parte antigua del pueblo.
Y me gusta sobre todo, cómo no, pasar por mi antiguo barrio, por El Carril. Conozco a todo el mundo, claro, aquí somos cuatro gatos. Pero los pocos hombres y mujeres (niños no hay por allí) que habitualmente residen en aquellas casas no son aquellos vecinos y vecinas de mis años de niñez, no son. Sólo en verano alguno que otro vuelve a pasar unos días entre nosotros y, sólo entonces, aquellas casas y aquellas calles despiertan, aunque sea por poco tiempo, de su habitual letargo.
Recuerdo y echo de menos a aquellos hombres, a aquellas mujeres, a aquellos niños… ¿Y las casas? Es que tampoco están allí aquellas casas que yo recuerdo. Mi casa no está; ni la de mi vecina Dolores (como de la familia), a la que mi madre sólo tenía que tocarle con las tenazas en el “jumero” para que ella o Luisa se plantasen en mi cocina: “Asunción, ¿qué quiere usted?”. Tampoco está la de Encarnación, en cuya fachada nos gustaba tomar el sol en las frías mañanas de invierno; ni la del Chico, ni la de Pepico y María… todas pequeñas, todas iguales, todas cortadas con el mismo patrón. Ni siquiera está la casilla de Antonia y Ramón el zapatero, diferente de las otras y aún más pequeña.
En mi antiguo barrio se ven ahora casas más altas, pero de diferentes alturas; más lujosas, pero de estilos muy dispares; más cómodas, pero más vacías. Y yo, que tal vez soy algo nostálgico, echo de menos mi antigua calle empedrada, las ventanas pequeñas y las puertas abiertas, las fachadas encaladas. Y estas casas, de tamaños dispares, de estilos irreconciliables, de lujos hirientes… bueno, nada, yo, la verdad, es que de eso no entiendo.
Pero se me ha ido un poco el hilo con mis sentimientos nostálgicos. Los recuerdos que realmente hoy quería yo desempolvar no eran mis recuerdos de convivencias vecinales, sino los de convivencia con la gran cantidad de animales domésticos con los que compartíamos nuestra pequeña vivienda. Y es que sí, era prácticamente imprescindible para nuestro diario vivir contar con animales para el trabajo, animales como fuente de alimentos, animales de compañía… Así pues, sus dependencias ocupaban al menos la mitad del solar hogareño y en el resto nos apañábamos la familia como podíamos.
No podía faltar el gato porque, sin él, los ratones, tan abundantes en los pajares, acabarían por invadir toda la casa. Menos frecuente era el perro que, a no ser en casa de cazadores, era una boca que se podía ahorrar. Pero las gallinas sí que eran imprescindibles y no creo que hubiese familia que no contase al menos con media docena de ellas. Tener que comprar huevos hubiese sido un lujo fuera del alcance de nuestras economías. Con lo que no siempre contaban estos animales era con el sultán del corral, el gallo, que las alegrase, que las protegiese, que les permitiese poner huevos fértiles para sacar pollitos. Por eso a veces las mujeres tenían que intercambiar huevos con alguna vecina cuando una gallina se ponía llueca y se aprovechaba la ocasión para aumentar o renovar el gallinero. Aunque para esto las más adecuadas eran aquellas pequeñas gallinas, las mininas o pitirras, cuya misión era prácticamente esa, la de sacar y criar pollos. Así pues, con un poco de grano, pan duro mojado en agua y algún que otro desperdicio, el abastecimiento familiar de huevos estaba asegurado. Y, como extraordinario, alguna gallina en pepitoria o algún gallo con arroz. Aunque la verdad es que el recovero se llevaba más que dejaba.
El “lujo” de comerse un conejo con tomates sí era, al menos en mi casa, algo no tan extraño. Y es que los conejos, ya se sabe, se reproducen “como conejos”. Y tenerlos diariamente abastecidos de hierba en aquellos tiempos en que los herbicidas aún no habían hecho su aparición, no era tarea excesivamente difícil. Casi más dificultad presentaba su captura, con aquellos intrincados laberintos de madrigueras que obligaban a tapar aquí, acechar allí… en fin, al final caían.
El abastecimiento diario de leche estaba asegurado con una cabra; o, mejor, con dos, porque, si una dejaba de dar, no era seguro contar todos los días con dos pesetas para comprar siquiera medio litro. Ahora bien, lo de los chotos sí que era un manjar prohibitivo; muy alto tendrían que repicar para que alguno sirviese de banquete familiar y no fuese a parar a las manos del recovero de turno.
Y el puesto de honor en esto del abastecimiento alimenticio hay que otorgárselo sin duda al cerdo. Aún quedan por nuestros pueblos algunas familias que conservan esta antigua tradición, pero son las menos. Y menos aún las que crían y engordan estos animales en su casa, con una alimentación como Dios manda y marranos de los de toda la vida. Y lo de verlos carear en el campo, eso ya queda para la televisión y las fotografías antiguas.
Mención especial entre nuestros animales domésticos merecen los mulos, burros y caballos, las bestias. Bestias para la labor, bestias de carga, bestias como medio de locomoción. La primera que recuerdo en mi casa era una burra grande, blanca, Paloma. Con ella y el burro del chacho Guillermo tenían que arreglárselas mi padre y su tío para sacar adelante la escasa labor que ambos tenían. Emigró el chacho Guillermo y cambió mi padre de bestia y de aparcero sustituyendo la yunta de burros por otra de caballos y aparceando durante muchos años con Antonio el del cortijo El Aire. Quienes hayáis tenido ocasión de probarlo, sabréis que ni la yunta de burros ni la de caballos son para celebrar. Así es que llegó el día en que pudimos cambiar el caballo por un mulo y, muy pronto, completar nuestra propia yunta con otro más. Esto y la compra de un carro de lanza de segunda mano nos hizo creer que el sacar adelante nuestra labor, ya bastante aumentada (con tierras arrendadas, por supuesto), era algo que, por fin, habíamos resuelto para siempre.
Manuel Gómez con su cosechadora, y algunos tractores que poco a poco se fueron viendo por nuestros campos, dieron al traste con nuestros sueños. Se arrumbaron carros y arados y las bestias se vendieron para carne. Las cuadras y pajares se convirtieron en salones y dormitorios y nuestras humildes casas se modernizaron e hicieron más confortables.
Fue por aquella época en que nosotros aún disponíamos de un caballo como única bestia de labor cuando una gran tormenta de final de verano descargó por las cumbres de Peña Gorda y el cortijo El Aire. La tierra, recientemente abancalada (las famosas paratas) contuvo el agua mientras pudo. Pero, cuando la incesante lluvia hizo rebosar las pequeñas presas y la avalancha de agua fue destrozando en cadena aquellos bancales que tanto tiempo y dinero habían costado, una gran tromba de agua, barro y piedras inundó calles y casas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. En las cercanas escarceleras careaba nuestra pitirra con sus polluelos cuando comenzó a llover. Nadie en la casa echó cuentas de ella y, al llegar buscando refugio y encontrar la puerta cerrada, quiso librarse del agua que ya corría por la calle colocándose con sus hijos encima del aparejo del caballo que mi padre había dejado pegado a la fachada de la casa.
Cuando quisimos acordar, el aparejo había desaparecido, arrastrado por el gran caudal de agua que inundó la calle. Sobre él, nos comentó después alguna vecina, se vio a la pitirra con sus polluelos navegando rumbo al río. Cerca del cortijillo de Mariano pudimos encontrar el aparejo al día siguiente. De la pitirra y sus pequeños nunca más supimos.