Acaban de darnos las vacaciones de Navidad. D. Manuel nos ha despedido en la puerta de la escuela con un “felices pascuas y próspero año nuevo” y, al grito de “vacaciones, chicharrones”, la caterva infantil ha abandonado en un santiamén la plaza; y las calles se llenan de niños que, eufóricos e ilusionados, corren a casa a soltar las carteras que no tendrán que volver a coger hasta después de Reyes.
En la pequeña cocina, mi padre, sentado en una silla delante de un cajón de madera lleno de cebollas, sostiene con cada mano una piqueta que mueve con ritmo acompasado hasta conseguir el punto adecuado para cocerlas (hasta que mi madre dice: déjalas ya, que ya están bien “picás”). Mi madre, con la paleta de madera, remueve las que hay en la caldera y atiza el fuego bajo las “estrebes”. Suelto la cartera y voy en busca de mi hermano, que juega en casa de mi vecina Antonia con sus niños.
Y todo este trajín porque mañana vamos de matanza; uno de los grandes acontecimientos de estas vacaciones navideñas, una fiesta. Pero este año nosotros no tenemos marranos. Mi padre no los compró pequeñillos antes del verano, como solía hacer muchas veces, ni tampoco los compró en la feria para meterlos en cebo. Y es que este año la cosecha vino regular y, por detalles que yo había pillado en conversaciones de mayores, ni siquiera se había podido acabar de pagar en la tienda.
Pero sí, mataríamos, ¿qué remedio? ¿quién echa el año abajo sin una matanza aunque no sea muy grande? Por eso mi padre le ha comprado a mi tío Joseíco un marrano que ya le ha empezado a pagar con peones de aceituna y así lo seguirá pagando con esto y otras cosillas hasta que, cuando ellos calculen, le den “un emparejón” que llaman ellos a la liquidación de cuentas no muy exhaustiva.
El marrano hay que pesarlo esta tarde porque mañana, por más que se madrugue, no nos podemos entretener en eso (y porque estando sin comer, como tiene que estar antes de matarlo, algo de peso pierde). Así es que acompaño a mi padre y, con la ayuda de mi primo Pepe y de Diego (que está allí con él echando un ratillo de toque), la tarea no ofrece mayor dificultad. Mi tío cuelga la romana en el cobertizo y entre mi padre y mis primos traen al animal. Mi colaboración se limita a enganchar y desenganchar la honda. Pero también, ahora después, ajustaré la cuenta que luego comprobaré con la de mi primo Pepe. Estas cuentas de arrobas, libras y cuarterones (así se pesan los marranos) no las he aprendido en la escuela; pero mi padre me enseñó hace un par de años y, desde entonces, siempre me las deja a mí.
El peso ha sido de doce arrobas, nueve libras y cuatro cuarterones, pero los cuarterones dice mi tío que no los pongamos. Así es que hay que multiplicar 12`36 (36 son las 9 libras hechas cuarterones) por el precio que tiene la arroba, que ahora no sé cuánto sería, pero a lo mejor podría andar alrededor de los veinte duros. Vuelve el marrano a su zahúrda y nosotros nos sentamos un rato en la cocina con mi tía Anica y mis primas, que también están liadas con la cebolla. Si yo no supiera a ciencia cierta que mi tía es completamente ciega no me lo podría creer, viéndola cómo se maneja por su casa. Ella ha sacado una garrafilla de vino del terreno que dice que ya estuvo ayer su Pepe comprándolo en Alhama; y ella ha ido a la alacena del comedor y ha venido con un plato de mantecados que dice que los hizo hace ya unos días para no tener que andar luego de bulla.
Después del ratico de charla, el vasillo de vino (yo no lo he probado) y un mantecado (mantecados sí me he comido dos), mi padre y yo volvemos a casa. Pero antes, mi tía me ha llamado aparte y, metiendo la mano en el bolsillo de su delantal, ha sacado una moneda de diez reales (2`50 pesetas) y, casi en un susurro, me ha dicho: toma, esto el “aguilando”. Tras un fingido rechazo, he cogido la moneda, la he metido en el bolsillo sin soltarla y, en cuanto he podido, la he guardado en mi pañuelo con otras que ya tengo en él, otros “aguilandos”. Me han dado algunos tíos, algún primo mayor y también algunas vecinas; pero hasta ahora nadie me había dado tanto. Tengo algunas pesetas, reales, gordas, perrillas… todas envueltas en el pañuelo y atadas con un nudo que varias veces al día ato y desato para contar y contemplar mi tesoro. Cuando, pasadas las fiestas, el dinero vaya a parar a manos de mi madre, porque “los niños no tienen que tener dinero”, me dirá refunfuñando: anda, echa el pañuelo a la ropa sucia que ahora veremos a ver quién le saca esos restregonazos negros de los dineros.
El gran día ha llegado; o casi (porque aún no ha amanecido del todo). Y Luisa (nuestra insustituible matancera), mi padre y yo nos encaminamos, calle abajo, a casa de mis tíos. Mi madre queda en casa con el pequeño. Nos recibe la tía Anica. Los demás están en el corral, junto a la lumbre que calienta la caldera del agua que, con las “abulagas” que le va metiendo mi tío, está ya casi a punto para cuando el primer marrano llegue a la artesa para ser pelado. Se resiste el primero; se resiste como si se maliciase lo que le espera. Pero ya está colocado sobre el banco. Luisa, experimentada como pocas, limpia concienzudamente el lugar en que se ha de pinchar y sitúa el barreño de la sangre en el punto justo para que no se derrame una gota. El matarife, cómo no, el tío Joseíco. La sangre brota, va llenando el barreño y ella no deja de remover. Yo, cogido al rabo del marrano, le doy vueltas y vueltas porque dice mi tío que hay que menearlo para que salga toda la sangre.
Un marrano, dos… y el último, el nuestro. Pero cuando le toca el turno son ya cerca de las once. Y es que matarlos, se matan pronto. Pero pelarlos, abrirlos, sacar tripas, asaduras, lomos y demás, eso lleva su rato. Del camal cuelga ya el cochino; y mi tío, cuchillo en mano, se dispone a abrirlo. No se sabe de dónde ha salido, nadie lo ha visto entrar; pero allí mismo, junto al marrano, está Manolillo. Manolillo es algo menor que yo y vive muy cerca de mi casa. Mira muy fijamente la barriga que se abre, coge una pata como queriendo echar una mano en el trabajo y, sin levantar la mirada y con un tono de voz que delata su timidez, se atreve a preguntar: “¿me da osté la vejiga?”.
Continúa mi tío, tranquilo y meticuloso, su faena, haciendo oídos sordos a la demanda de Manolillo. Pero, tras lavar cuidadosamente los restos de sangre del marrano ya destripado y dando un nuevo repaso a su cuchillo con la piedra de amolar, desprende de su lugar la vejiga y la entrega al chiquillo: “Ale, pa Manolillo esta vejiga”.
Igual que había entrado salió, sin despedirse, sin decir nada. Un cuarto de hora tardaría en volver. Su cara irradiaba felicidad. En su mano enarbolaba la vejiga como un trofeo y a todos, uno por uno, nos fue golpeando con ella en la cabeza. “Déjate que te pille, hombre”, decía mi tío, haciendo ademán de echar a correr tras de él. Y Manolillo volvió a salir a la calle, vejiga en mano, sintiéndose aquel día el niño más feliz del mundo.
¿Me da “osté” la vegiga?
Al pasar por la puerta del molino de Ortiz huele a mantecados y polvorones. Unos metros más arriba, al llegar a mi casa, huele a cebolla cocida.