Es evidente que me gusta la historia, la historia más cercana, la que protagonizaron las personas más próximas a nosotros, la que se desarrolló en estos mismos lugares en los que hoy se desarrolla la que nosotros protagonizamos.
Es evidente que me gusta de vez en cuando volver la vista atrás y revivir y mostrar ese pasado, tan cercano, que, si no lo contamos quienes lo vivimos, a alguien tal vez le pueda resultar muy remoto. Es evidente que estoy convencido de que cada pueblo tiene que conocer su propia historia, sus tradiciones, su folclore, su peculiar modo tradicional de hablar… su particular cultura.
Y, consecuente con mis convicciones, hago en ese aspecto lo que puedo, lo que modestamente puedo. Tal vez algunos de mis antiguos alumnos recuerden haber indagado, preguntando a los abuelos, sobre vocabulario relacionado con faenas y aperos del campo que, sorprendentemente, para ellos era a veces totalmente desconocido, a pesar de vivir en un medio rural y, tal vez, haber visto arrumbados en su propia casa herpiles y costales o ramales del trigo.
Hace unos años, ya jubilado, se me ocurrió que podría ser interesante recopilar ese vocabulario, tan cotidiano entre los niños de mi generación y hoy casi perdido, y así nació una pequeña obra: “Bonilla el Pecas”. Acompañando a su protagonista podemos familiarizarnos con unidades de peso y medida como la arroba o el celemín; podemos recordar (o aprender) lo que es una martaguilla o un ejero, y vemos a niños abaleando o pintando garbanzos.
Mucho ha cambiado la vida desde aquellos lejanos años de mi niñez. Mucho y, casi siempre, para bien. Y concretamente en el campo de la enseñanza, en el que yo me he desenvuelto, ni aquellos destartalados edificios, ni la formación de los docentes, ni los recursos que estas personas tenían a su disposición… ni el tiempo de que niños y jóvenes disponían para su formación tienen nada que ver con el sistema educativo de hoy en día.
Y es que, como era de esperar, también a la enseñanza ha llegado el progreso. Y la cartera de cartón con la pizarra, libreta y cartilla o enciclopedia ha sido sustituida por moderna y voluminosa mochila abarrotada de libros, cuadernos, ceras, rotuladores… y, para ocupar la otra mano, otra pequeña mochila en la que se transporta el portátil. ¿Y el edificio escolar? Quién me iba a decir a mí cuando D. Elías, en Agrón, me reforzó el aprendizaje de la “q” mediante un varazo, o cuando en Santa Cruz utilizamos el agujero del suelo de madera como urinario, cuando D. Manuel nos dejó encerrados por no saber los ríos, quién me iba a decir a mí entonces que acabaría dando clase en un centro escolar con gimnasio, biblioteca, sala de informática, etc., etc., etc. Y el maestro de niños y la maestra de niñas que atienden, cada uno de ellos, a cincuenta o sesenta alumnos de seis a doce años, enseñando lo mismo los quebrados que el punto de cruz, han sido sustituidos por un claustro de profesores especialistas que, con los más modernos medios a su alcance, atienden a un variable número de niños que, por desgracia, en nuestro medio rural anda muy lejos de alcanzar el cincuenta por ciento de la población infantil de mi niñez.
Fue para mí una satisfacción y un auténtico placer disfrutar durante mis últimos años de docente de aquel remozado colegio del Callejón, tan distinto del que encontré y cuyas carencias sufrí allá por el año setenta y tres del pasado siglo. Disfruto cuando en alguna ocasión visito nuestro colegio de Santa Cruz y puedo comprobar cómo, a pesar de vivir en un medio rural de pocos habitantes, sus treinta y tantos alumnos y alumnas pueden contar con las más modernas instalaciones y los mejores recursos.
El progreso, efectivamente, ha llegado a la enseñanza. Y me alegro, me alegro enormemente. Me alegro, pero… siempre hay un pero. Y muchas veces me sorprendo a mí mismo pensando, pensando en cosas de la escuela, como en otras muchas cosas. Pensando mientras paseo, pensando mientras, frente a mí, la televisión ofrece algo que a mí poco me interesa, pensando… pensando simplemente por pensar. Y la mayoría de las veces termino con la conclusión de que mis peregrinas ideas serán seguramente erróneas; y que, por supuesto, nada van a cambiar y a nadie van a servir.
Pero, ya que tengo la ocasión, soltaré algunas; no ofendo a nadie con ello. Resulta que yo les tengo un poco de lástima a estos niños de hoy. Y serán felices, seguro, si tienen todo lo que quieren (decimos los mayores). Pero me da lástima de esos niños que, con tres años, ya tienen que madrugar para estar a las nueve en el colegio. Y me dan lástima esos otros, aún más pequeños, que su madre tiene que dejar en la guardería porque ella tiene que ir a trabajar. Y me dan lástima los que llegan del colegio (ya han comido allí) y se van a clase de Inglés; sin perder tiempo cambian los libros por el kimono y se van a kárate. En casa, a toda prisa y con la ayuda de papá o mamá, hacen sus innumerables deberes y acaban rendidos en el sofá. Si encuentran algún rato libre, juegan con su videoconsola o ven la televisión. Me dan lástima. Y en el fondo, y sin decírselo a nadie, me alegro enormemente de que en los tiempos de mi niñez el progreso aún no hubiese llegado a mi pueblo y de haber podido disfrutar enormemente de mi madre y de la calle.
Por otra parte, pienso yo que estos niños y jóvenes, digamos un alumno de Secundaria, con el atiborramiento de clases que habrá recibido cuando llega a esa edad, debería ya saber hasta latín (que dicen de quien sabe mucho). Pero no, y perdón si alguien se ofende, la verdad es que abundan más los que ni siquiera manejan en condiciones su lengua materna. Y se ven esos escritos, y se ven esos mensajes, y se ve la pobre ortografía, antes tan respetada y digna ella, ahora vilipendiada e impunemente atropellada. Y nos sorprende, a quienes tantas operaciones de cálculo tuvimos que hacer “de cabeza”, ver a estos jóvenes echar mano a la calculadora de su móvil para ver cuántas son veinticinco por tres o cien entre cuatro. Y más aún me sorprendió no hace mucho un joven profesor de Matemáticas (que sabe, vaya si sabe) en el programa “Saber y ganar”, que confesó no saber los kilos que tiene una arroba (aunque acertó con la opción correcta).
También tengo que reconocer que cualquier crío que no levanta tres palmos del suelo nos da cuarenta vueltas a la mayoría de los puretas de mi edad en esto de las nuevas tecnologías; y en algunas cosas más. Mi nieto, seis años, me enseñó el otro día a mandar un mensaje hablado con el móvil. Y, de vez en cuando, me enseña alguna palabreja de inglés a cambio de otras de francés que yo aún recuerdo. Sí saben, sí. Por eso, después de largas meditaciones, casi siempre tengo que admitir que debo de estar en un error cuando me empeño en que la gente de hoy escriba correctamente. Y, más aún, cuando quiero que sepan lo que es un ubio o cuántos kilos pesa un cochino de doce arrobas.