El pasado viernes día 15 de febrero la Hermandad de La Aurora de Granada organizó una charla coloquio alrededor de la figura del sacerdote misionero Javier Alaminos Pérez, en su sede de la parroquia de Santa María de la Aurora y San Miguel.
Iglesia de Santa María de la Aurora y San Miguel, en el granadino barrio del Albaycín
Estimado padre Javier,
permítame ponerme en contacto con usted mediante esta carta abierta para informarle, si no tuviese noticia aún, de la reunión que en su recuerdo se celebró el pasado viernes, día quince del corriente mes de febrero.
El acto, organizado por la Real e Ilustre Cofradía de Jesús del Perdón y María Santísima de la Aurora Coronada -la Hermandad de La Aurora-, daba comienzo a las ocho de la tarde en una de sus antiguas parroquias, padre -que es como decir en una de sus casas-, la de Santa María de la Aurora y San Miguel, en el barrio granadino del Albaycín. Sería preciso apuntar que, a pesar de la hora y del fresco de los atardeceres en esta época del año -que sin duda recordará usted, tantas veces que se paseó por esas calles a lo largo de muchos otros febreros-, los veteranos bancos de madera del templo acogieron a un nutrido grupo de personas que deseaban volver a saber de su viejo párroco, cuando están a punto de cumplirse los tres años de su marcha definitiva. El ambiente sereno de la iglesia se caldeó literalmente al calor de los corazones de los allí congregados, que se sintieron en algún momento de su vida vinculados a usted, y que durante una hora y media se convirtieron en uno solo recordando a su añorado consiliario, párroco, familiar, mentor, padre adoptivo y amigo: ni más ni menos que lo que representó usted para todos ellos.
El acto, organizado por la Real e Ilustre Cofradía de Jesús del Perdón y María Santísima de la Aurora Coronada -la Hermandad de La Aurora-, daba comienzo a las ocho de la tarde en una de sus antiguas parroquias, padre -que es como decir en una de sus casas-, la de Santa María de la Aurora y San Miguel, en el barrio granadino del Albaycín. Sería preciso apuntar que, a pesar de la hora y del fresco de los atardeceres en esta época del año -que sin duda recordará usted, tantas veces que se paseó por esas calles a lo largo de muchos otros febreros-, los veteranos bancos de madera del templo acogieron a un nutrido grupo de personas que deseaban volver a saber de su viejo párroco, cuando están a punto de cumplirse los tres años de su marcha definitiva. El ambiente sereno de la iglesia se caldeó literalmente al calor de los corazones de los allí congregados, que se sintieron en algún momento de su vida vinculados a usted, y que durante una hora y media se convirtieron en uno solo recordando a su añorado consiliario, párroco, familiar, mentor, padre adoptivo y amigo: ni más ni menos que lo que representó usted para todos ellos.
Interior del templo durante la charla
El grueso de la ponencia -que, más que eso, fue una charla entre amigos propuesta por la Hermandad como complemento al reportaje que sobre su vida de usted se publicó la semana pasada- había quedado bajo mi responsabilidad. Ya ve lo que son las cosas, padre Javier, porque yo tan sólo pude hablar con usted una tarde, más aquellas dos largas, instructivas, reveladoras e inolvidables conversaciones telefónicas, cuando se encontraba ya muy enfermo. Y es que cualquiera de los allí presentes podría muy bien haber tomado la palabra en mi lugar, pues todos y cada uno de ellos atesoraba infinidad de anécdotas inolvidables sobre su persona. Pero los asistentes al evento guardaron silencio generosamente y me permitieron relatarles mi experiencia durante las investigaciones realizadas sobre la figura de su tía, la marquesa de Montanaro, que finalmente me condujeron -ahora entiendo por qué- hasta usted.
Sentados a una mesa cubierta de damasco rojo se situaban el actual Hermano Mayor de la Cofradía de la Aurora, Víctor Alarcón, y su predecesor en el cargo, Juan Calvo -que hicieron las presentaciones y apoyaron con su presencia el sencillo acto-, y yo misma. La charla quedó centrada en los primeros años de su vida: su infancia y adolescencia, acerca de las cuales habló usted tan poco y a tan pocos. Y es que, fiel a su ideal y enemigo de hueros protagonismos, prefería centrar sus recordadas conversaciones y homilías en los aspectos más efectivos sobre la ayuda a los demás. En tono distendido y familiar se fueron comentando distintos momentos -no todos: quién podría retener en la memoria tanto hecho relevante- de su niñez allá en el Palacete de Cázulas, desde su nacimiento hasta su marcha a Granada para estudiar primero y al seminario de Burgos para convertirse en sacerdote, después. Se habló de su relación con su querida madrina, la marquesa de Montanaro, y con el resto de la familia marquesal; de su amistad con los trabajadores de la gran finca de Cázulas, entre los que se encontraban sus propios padres y hermanos; de su relación con los vecinos del pueblo de Otívar, donde conservaba usted tantos parientes y amigos; de la primera etapa de su existencia, en definitiva, en aquella casa de ensueño donde tuvo usted la dicha de nacer y crecer, y a cuyos salones pudo regresar en los últimos años de su vida.
Un momento durante la charla
Comentarle, asimismo, padre, que en todo momento un halo de emoción flotaba en el ambiente apacible y recogido, perfumado por las velas encendidas, de la iglesia. Esa sensación creció perceptiblemente durante la intervención de dos queridos amigos suyos desde Guatemala, que del mismo modo quisieron estar presentes aquella tarde y tomaron la palabra a través de unos vídeos enviados ex profeso, en representación de la numerosa comunidad cristiana que consolidó usted en tan lejanas tierras. Sus breves testimonios, pronunciados desde el corazón, conmovieron a todos porque representaban el sentir de todos. Lucía Cabrera abrió la sesión, seguida de Miguel Ángel Jiménez. Ambos evocaron el recuerdo del padrecito Javier, el misionero que arriesgó la vida mil veces por atender a su feligresía; palabras que no reflejaban melancolía, sino más bien al contrario: mostraban la satisfacción y el agradecimiento de todo un pueblo por la gran labor que dejó usted tras de sí.
Lucía Cabrera sobre Javier Alaminos
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Miguel Ángel Jiménez sobre Javier Alaminos
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A continuación, tomó la palabra Enrique González Gamero, anterior Hermano Mayor de la Pontificia y Real Hermandad del Santísimo Cristo de la Misericordia -la Cofradía del Silencio-, cuyo alegato en recuerdo a la figura de usted reveló una vez más la admiración y el cariño que dejó su presencia en el histórico barrio del Albaycín. A esas palabras quiso unir las suyas uno de sus vecinos y más cercanos amigos -casi un hijo- durante sus últimos años de vida, Aly Tawfik Eldaly, profesor de la Universidad de Granada, que habló no sólo en su nombre sino también en el de la comunidad musulmana del barrio, entre cuyos miembros hizo usted tantos y tan buenos amigos.
Intervención de Aly Tawfik
Posteriormente se proyectó un video de apenas quince minutos de duración, perteneciente al único día en el que tuvimos la oportunidad de pasar unas horas en su compañía, Carlos Luengo (autor de la grabación) y yo, aquel no tan lejano 21 de abril de 2015, en la sacristía de la Parroquia de San José. No se trataba de un vídeo pensado para ser exhibido en público, sino de mera documentación necesaria para posteriores investigaciones, por lo que nada en esa toma se había preparado con antelación. Aun así la ocasión lo merecía: la simple aparición de su imagen, padre Javier, hablando de nuevo a sus feligreses entre los muros de esa iglesia, esta vez sobre su infancia en casa de la marquesa -reviviendo momentos que le hacían incluso sonreír-, bastó para que en los rostros de muchos asistentes apareciesen evidentes signos de emoción contenida, prueba palpable de la huella tan profunda que dejó su paso por el barrio del Albaycín.
Los asistentes escuchan las palabras del padre Javier
Con esa proyección se dio por finalizado el acto. Fueron bastantes las personas que se acercaron después para dar las gracias -algunas con lágrimas en los ojos- por ese breve reencuentro con su sacerdote, aunque en realidad era yo quien debía estar agradecida a todos, familiares, feligreses, cofrades y amigos suyos, padre Javier, por haberme dejado ser partícipe de ese sentimiento común que los hermanaba y que me convirtió, circunstancialmente, en un miembro más de la congregación. Mientras tanto su imagen, como una presencia viva aquella tarde de febrero, quedó congelada en la pantalla mientras los asistentes se dispersaban lentamente y se recogía todo antes de marcharnos. Los brazos de la Virgen de la Aurora, a la que tantas veces siguió caminando en procesión y de la que pudo usted despedirse personalmente unos días antes de fallecer, lo acogían visiblemente desde su pedestal dorado en el altar mayor del templo.
La única historia que merece la pena ser contada es la que más nos toca el corazón. Para cada persona esa historia será diferente, porque cada espíritu es como un instrumento musical con su propia afinación. Pero en ocasiones hay puntos de inflexión que sincronizan sutil y poderosa, armónica e inevitablemente los sentimientos de personas muy dispares, de igual forma que un director de orquesta es capaz de aunar los distintos instrumentos, o que algunas almas peregrinas encuentran, por fin, una común razón de ser. Si me permite el símil, su presencia y su labor constituyeron para muchos ese punto de inflexión. Gracias por todo, padre Javier.
Atentamente,
Mariló V. Oyonarte.
Lo publicado:
- Dichoso el que da I
- Dichoso el que da II
- Dichoso el que da III
- En la casa del Padre