“Dichoso es el que da…” De los bosques de la Almijara a la selva de Guatemala. La historia del padre Javier (II)


“Hay santos anónimos”, afirma el padre Werner Córdoba, sacerdote guatemalteco, “cuyos milagros se nos muestran a diario, con cada palabra y cada acción. Para los que fuimos testigos de su obra, el padre Javier es uno de esos santos”. Esta es la extraordinaria aventura de un muchacho que abandonó una vida llena de privilegios para ofrecer todo lo que tenía, todo lo que era, a los pobres de entre los pobres, en el corazón del país de Guatemala.



UNA PERSONALIDAD IRREPETIBLE

 No sé si, de seguir hoy con vida, recordaría el padre Javier aquellas charlas nuestras, allá por los meses de abril y mayo del año 2015, durante las cuales respondía tan paciente y amablemente a mis preguntas acerca de su infancia y juventud en la casa de su madrina, la acaudalada marquesa de Montanaro, doña María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo. Esas conversaciones, que fueron decisivas para recuperar la historia de la “marquesa de Cázulas” (como se la conocía en Granada) y de algunos de sus cortijos en la sierra de la Almijara, también me ayudaron, poco después, a reconstruir la suya propia, la historia del sacerdote misionero diocesano Francisco Javier Alaminos Pérez. Toda esa labor de investigación quedó reflejada en varios reportajes que se publicaron entre octubre de 2018 y febrero de 2019. Por desgracia, para esas fechas el buen sacerdote ya no se encontraba entre nosotros y no pudo disfrutar el fruto de nuestros agradables, largos, interesantísimos y provechosos coloquios. Coloquios, por cierto, durante los cuales el padre Javier Alaminos reveló algunos aspectos de su vida personal que –fuimos conscientes de esto cuando él ya había fallecido- conocían muy pocas personas.

Dos momentos de la entrevista con el padre Javier Alaminos, abril de 2015


 Me acuerdo especialmente de una fecha y un lugar: el 21 de abril de un ya distante 2015, en la sacristía de la iglesia parroquial de San José, en el granadino barrio del Albaicín, donde tuvo lugar nuestra única e inolvidable entrevista presencial –las siguientes fueron por vía telefónica porque el sacerdote ya se encontraba muy enfermo-. “Es un hombre muy serio; a veces, incluso, da la impresión de que marca las distancias”, me previno alguien, antes de ir a visitarlo. Pero en absoluto fue así. Conforme nuestra charla avanzaba y el padre Javier evocaba su vida en casa de la marquesa, la expresión de su cara se relajaba, y sonreía, y bromeaba, y revivía, y añoraba y, sobre todo, se recreaba con sus recuerdos. Estando en plena conversación su teléfono móvil sonó: hacía unos días que había cumplido ochenta y ocho años y alguien, evidentemente cercano, lo llamaba para felicitarlo. El padre Javier –que previamente se había encargado de que nadie nos molestase durante nuestra charla- respondió sin dudar a esa llamada, tan presuroso y contento que el hecho en sí me llamó la atención. Cuando colgó, aún sonriente, se excusó con cortesía y comentó: “Era una llamada de Guatemala. Estuve viviendo en ese país muchos años y conservo muy buenos amigos allí, con los que hablo casi todos los días”. Supe en ese momento que acababa de presenciar algo especial; algo con lo que no contaba a priori y que, por muchos detalles que aquel anciano me pudiese dar, su relato –el extraordinario relato de su vida- no estaría completo hasta que yo misma pudiese viajar a Guatemala y comprobar en qué consistió su labor en aquel país centroamericano. Qué, o quién, empujó a marcharse a la selva a un hombre que podía haberlo tenido todo -que, de hecho, ya lo tenía- en su lugar de origen, y a invertir literalmente su vida y su hacienda, todo lo que poseía y hasta lo que era como ser humano, en un lugar tan remoto y diferente a lo que él conocía, a medio mundo de distancia de su tierra natal.

Sobrevolando el Océano Atlántico

A punto de aterrizar en Guatemala capital


 Sopesando pros y contras –pocos pros y muchos contras-, desoyendo a quienes me aconsejaron no ir sola a un país con fama de peligroso y, convencida de que cualquier riesgo, de haberlo, merecería la pena, viajé a Guatemala en enero de 2020, poco antes de que la pandemia de coronavirus se cerniera sobre todos nosotros como un lúgubre cielo de nubes negras. En ese país centroamericano supe de aromas, colores, sabores, texturas, paisajes, rostros, lenguajes… imposible reducir a simples párrafos tal tropel de sensaciones. Aroma intenso a fruta y a flores exóticas, a especias y comida típica, sabrosa y sazonada; colores brillantes, de cientos, diría, de tonalidades distintas, algunas de las cuales creo yo que no había visto antes; paisajes tan frondosos que no dejan ver ni un palmo de tierra desnuda -no se pueden apreciar todos los matices del color verde hasta que no se adentra uno en la selva-; volcanes majestuosos y humeantes –despiertos, al fin y al cabo- y lagos profundos, de un sorprendente color azul zafiro, cuyas aguas reflejan el cielo interminable, constelado de estrellas y muy distinto al que vemos nosotros; mujeres guapas, de ojos rasgados y oscuros y expresión serena, de marcadas facciones, piel cobriza y pelo negrísimo, vestidas con sus trajes típicos, elaborados con alegres telas tejidas en el telar de cintura allá en la intimidad de sus hogares; palabras muy antiguas, pronunciadas en todas las lenguas mayas -quiché, pocomán, kaqchiquel, queqchí…-, sonidos exóticos para oídos ajenos, tan vigentes hoy como hace dos mil quinientos años, pronunciados por el pueblo indígena con una veneración por su cultura de la que deberían aprender las naciones más “civilizadas”… No creo que se desdibujen de mi mente la belleza extraordinaria de esos territorios, la ancestral y rica cultura de sus pobladores ni las suaves modulaciones acarameladas, casi musicales, del acento guatemalteco.

 Pero, del mismo modo, tampoco podría olvidar algunos pueblos, por pobres y destartalados: sus barriecitos de infraviviendas construidas casi a salto de mata, desprovistas de toda comodidad y hasta de una estructura lógica; sus calles increíblemente estrechas en las que apenas se puede pasar de lado y sus rincones oscuros, que a un foráneo podrían inspirar poca o ninguna confianza. No podría olvidarme de algunos de sus habitantes, pobres de solemnidad, sin un atisbo de ánimo en la mirada; hombres y mujeres, algunos muy ancianos, que deambulaban por la calle con los brazos caídos, sin oficio ni beneficio, como esperando sin esperanza a que ocurriese algo que les obligase a salir de su ensimismamiento. Ni de algunas de las mujeres que vendían fruta y verdura en los puestos de la calle, con sus camisas o huipiles alegre y primorosamente bordados en hilos de mil colores, en contraste con sus cabezas bajas, resignadas a una vida de esfuerzo y aceptación de sus humildes circunstancias. Y mucho menos podría olvidarme de los niños, de caritas redondas y tostadas, vestidos asimismo a la usanza tradicional, que perseguían insistentes a todo el que se cruzaba en su camino –especialmente si era forastero- para intentar venderle una pulsera, un bolsito o un llavero de artesanía, o un pañuelo confeccionado por su madre en el telar.

Carretera hacia la selva guatemalteca

El lago Atitlán, rodeado por majestuosos volcanes

Mujeres ante sus puestos de frutas y verduras en un mercado local

Cocina en un restaurante de carretera

Niños vendedores de artesanía guatemalteca


 Imposible olvidar la generosa hospitalidad de la familia Dellachiessa Cabrera quienes, durante mi estancia en su país, me trataron como si fuese uno de ellos. Y qué decir de todos aquellos que aceptaron entrevistarse conmigo sin conocerme de nada, acogiéndome en sus casas, abriendo su corazón a mis preguntas y convidándome luego a sus mesas sin ambages, porque ellos ofrecen lo que tienen modesta y sinceramente, mientras evocaban -la mayoría de ellos entre lágrimas- cómo conocieron al padre Javier Alaminos, aquel cura español tan especial, y cómo se beneficiaron de su ministerio. Ellos y tantos otros, en algunos casos rescatados de la selva, de las calles, de la miseria, de la delincuencia, de las drogas, del alcohol o casi de la misma muerte. Salvados, a menudo in extremis, en un ejercicio de puro amor al prójimo llevado a cabo por un hombre bueno, que antepuso su vocación de dar y darse a sí mismo a todo lo demás. Fue durante ese viaje cuando comprendí por fin, y en toda su dimensión, no solo el amor incondicional del sacerdote por aquellas tierras y sus gentes; también constaté la devoción, el cariño y la gratitud que él recibió a raudales en pago a su propia entrega, y que aún hoy, casi seis años después de su muerte, continúa manifestando hacia su figura la numerosa comunidad cristiana que el padre Javier consolidó en Guatemala.

 El padre Javier Alaminos, poco amigo de hablar de sí mismo, fue extremadamente discreto con su vida personal; tanto, que muy pocos –con la lógica excepción de su familia- conocieron de verdad las circunstancias de su crianza y educación, hasta que fue ordenado sacerdote. Circunstancias que, sin duda, fueron determinantes en la forja de un carácter realmente fuera de lo común. Es por ello que este relato, la aventura a la que el buen sacerdote dedicó casi una vida entera allá en su hermosa y añorada Guatemala, comienza donde -valga la redundancia- todo comenzó: justo en el día de su nacimiento.

DE LA SIERRA DE LA ALMIJARA A LA SELVA DE GUATEMALA

 El trece de abril de 1927 nacía en una casita del poblado de Cázulas, en el término municipal de Otívar (Granada, España) el quinto hijo de Miguel Alaminos Rodríguez y María Concepción (Concha) Pérez Aneas, un matrimonio de trabajadores que se ganaba el pan de cada día en la casa y las tierras de una poderosa aristócrata y terrateniente de la época, doña María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo, marquesa de Montanaro. El recién nacido podría haber sido uno más de los muchos niños que cada año abrían los ojos por primera vez dentro de las extensas propiedades de la señora marquesa, cuyos empleados se alojaban en las viviendas construidas dentro del recinto del palacio marquesal, destinadas al servicio más cercano y de mayor confianza de la señora. El pequeño, en efecto, podría haber sido uno más; pero el destino –si es que fue el destino- había marcado la frente de ese niño con una estrella especial.

Casa natal del padre Javier Alaminos, en el poblado de Cázulas


 Doña María del Mar, tercera marquesa de Montanaro, poseedora de un histórico título nobiliario y heredera de numerosas propiedades entre las que se encontraban latifundios como el Caserío de Cázulas, con sus 5500 hectáreas de extensión, tenía ya un hijo adolescente llamado Francisco Javier, al que todos conocían como Paquito. La gran señora, tan abundosa en propiedades y bienes materiales, era a la vez una enamorada de las familias numerosas, y sobrellevaba resignada -como buenamente podía, en realidad- la desdicha de no haber podido ella misma tener más descendencia, debido a un problema sobrevenido durante el parto de su primer y único hijo. Su gozo desde entonces había consistido en mimar a su niño, pero al mismo tiempo y mientras su hijo crecía sano, la señora encontraba consuelo y diversión apoyando de distintas maneras a los hijos de sus trabajadores: contribuía económicamente en su educación y vestido, celebraba sus bautizos, primeras comuniones y fiestas de cumpleaños en los jardines del palacete de Cázulas, organizaba meriendas sorpresa para todos... También solía prestar atención a los niños del vecino pueblo de Otívar, colaborando con la parroquia y la escuela, y organizando divertidas excursiones a Río Verde para que los pequeños –todos de origen humildísimo- pudieran olvidarse por unas horas de su modesta vida cotidiana.

 Decíamos que quiso el destino –si es que fue el destino- que ese año de 1927 la señora marquesa se sintiese más generosa que de costumbre, pues había anunciado a su casa y a su hacienda que deseaba amadrinar, con toda la responsabilidad que conlleva esa decisión, al primer niño que naciese dentro del caserío de Cázulas esa misma primavera. Y, una vez más, quiso el destino –si es que fue el destino- que el afortunado recién nacido fuese precisamente el quinto hijo de sus fieles trabajadores Miguel y Concha. Ellos contaban ya con una familia numerosa a la que, tenían que reconocerlo, cada vez les costaba más trabajo sacar adelante con el exiguo sueldo de guarda de monte de Miguel, así que el matrimonio aceptó de buen grado la magnánima oferta de la señora marquesa. Le entregaron pues al pequeño prácticamente envuelto en su primera toquilla –a la semana de su nacimiento-, con la certeza de que el niño viviría muy cerca de ellos y de sus hermanos, y además de que tendría a su alcance todas las ventajas de una existencia verdaderamente privilegiada, algo reservado a muy pocos y más en aquella época. A ellos, por lo demás, les vendría bien tener una boca menos que alimentar. Todos, estaba claro, salían ganando con ese arreglo.

La marquesa de Montanaro con su segundo marido, don Francisco Javier de Allende Salazar y Azpiroz, conde de Tovar, una hija de éste y una sobrinita de la marquesa


 Los marqueses organizaron una elegante celebración para dar la bienvenida al nuevo miembro de la familia. Después de su bautismo en la capilla del caserío de Cázulas, en el que se impusieron al pequeño los nombres de Francisco Javier (por su padrino, el marido de la marquesa), María del Mar (por su madrina), Hermenegildo (por el santo del día en que nació), Miguel (por su padre), María de la Concepción (por su madre) y María Angustias (por la patrona de Granada), los marqueses y padrinos del bebé dispusieron un excelente y abundantísimo almuerzo en los jardines del palacete, al que estaban invitados amigos y familiares de los propios marqueses y todos los trabajadores de Cázulas con sus familias. A ello siguió una fiesta durante la cual se cantó y bailó hasta bien entrada la noche. Al final de la misma los marqueses, dichosos como si el pequeño Francisco Javier fuese su propio hijo, mandaron lanzar desde los balcones del palacete monedas de plata para festejar a sus invitados y, por qué no, como señal de buen augurio para el futuro del recién nacido.

Partida de bautismo original del padre Javier

Palacete de Cázulas, hogar de los marqueses de Montanaro y del pequeño Javier


 El transcurso de los años demostraría que los marqueses de Montanaro cumplieron sobradamente con su compromiso, y aún más. El pequeño Francisco Javier María del Mar Hermenegildo Miguel María de la Concepción y María Angustias –al que en adelante todos llamarían simplemente Javier- creció feliz, magníficamente atendido por sus padrinos. Asistía diariamente a la escuela de Cázulas junto a los hijos de los trabajadores de la marquesa, entre los que se encontraban también sus propios hermanos y, de vez en cuando, pequeños familiares de la señora –sobrinitos venidos de Madrid, principalmente- que acudían a Cázulas a pasar largas temporadas. Javier podía ver a sus padres cada día, incluso se quedaba a comer con ellos y sus hermanos de vez en cuando, ya que la casita donde vivían apenas distaba cien metros del palacete de la marquesa, residencia habitual de Javier. Cuando terminaban sus clases jugaban todos juntos, los hijos de los trabajadores y los pequeños parientes de la marquesa, formando todos juntos una revoltosa y variopinta pandilla de amiguitos –unos descalzos; otros, como el propio Javier, con calcetines de puntilla y zapatos de charol- que recorría alocada los jardines del palacete para terminar bañándose en la piscina. El niño, pues, poco más podía pedir a la vida.

 Aquella vida dichosa y apacible cambió decisivamente con el comienzo de la Guerra Civil en España. La familia de la marquesa se vio obligada a huir de Cázulas y pasar ese tiempo a resguardo en su casa de Madrid, pero las desgracias para aquella familia no habían hecho más que empezar. En 1938 el marido de doña María del Mar falleció inesperadamente de un ataque al corazón, y a finales de ese mismo año su hijo Paquito, un afable y prometedor muchacho al que todos querían, fue herido de muerte en el frente de Teruel. Sola casi por completo en el plazo de unos meses, la marquesa a punto estuvo de enloquecer de dolor. Se aferró entonces a su ahijado Javier -que contaba once años de edad- como a una tabla salvavidas para no naufragar. Esos momentos tan delicados marcarían para siempre la relación entre ambos, que desde entonces se volvió mucho más estrecha.

 La contienda terminó y la familia marquesal regresó a Cázulas. Javier crecía y maduraba a ojos vistas, convirtiéndose en un muchachito alto y espigado, bien parecido, inteligente y despierto, poseedor de un carácter reflexivo y con un excelente sentido del humor. El chico, que además era plenamente consciente de su realidad personal, fue desarrollando un discernimiento y un sentido de la justicia muy poco frecuentes en personas de su edad. Y es que poco a poco se estaba gestando un cambio radical en la mentalidad del niño Javier; una especie de metamorfosis cuyo resultado definiría el resto de su vida.

Capilla privada del palacete de Cázulas


 El destino –si es que fue el destino- había propiciado que, ya desde pequeño, Javier se empapase del ambiente profundamente religioso que regía la casa de la señora marquesa. Los rosarios diarios, las misas de sábados y domingos, las tertulias piadosas, el ejemplo de su madrina, que era una ferviente católica… La capilla privada de Cázulas constituía para el chico un poderoso imán, una suerte de reducto secreto en el que refugiarse a meditar y donde, no sabía él por qué, le gustaba pasar en soledad horas y horas. La perspicaz marquesa, siempre pendiente de Javier, se percató de ello y se preocupó con la idea de que su querido ahijado fuese sacerdote: ella deseaba que estudiase la carrera de ingeniería, como su padrino. Pero como dice el refrán, “casamiento y mortaja del cielo bajan”, y la fe de Javier solo fue en aumento. Cuando el muchacho expuso a su madrina su deseo irrevocable de ser sacerdote, ésta no pudo más que aceptar su voluntad y enviarlo -porque era lo que estaba en su mano- a uno de los mejores seminarios de España de aquel entonces, ubicado en la ciudad de Burgos. Tras estudiar las carreras universitarias de Teología y Psicología, Javier –que en adelante sería ya el padre Javier Alaminos Pérez- se ordenó sacerdote en Burgos, el 4 de noviembre de 1956. Entonces regresó a su hogar, a Cázulas, para cumplir el primero de sus sueños: oficiar su primera misa como sacerdote en la capilla donde fue bautizado y donde sintió la llamada de su vocación religiosa.

Interior de la capilla de Cázulas


 Hecha finalmente a la idea de que su ahijado sería sacerdote y no ingeniero, doña María del Mar se ilusionó con la idea de que Javier, al menos, sería el sacerdote de Cázulas, daría la misa de los fines de semana y se encargaría de los bautizos, primeras comuniones, bodas y funerales de la casa marquesal. Pero ay, que una vez más, el pícaro destino –si es que fue el destino- ya tenía otros planes para su ahijado. Porque el padre Javier, tal vez debido a su crianza a caballo entre el ambiente refinado y opulento del palacete y la humildad indiscutible de su propio nacimiento; educado entre dos extremos opuestos, el de arriba y el de abajo, conocía de primera mano la necesidad de los más desfavorecidos. La llamada que sintió Javier fue la del Dios que convidó a su fiesta a los pobres, los enfermos, los lisiados y los excluidos, en lugar de a los privilegiados. El padre Javier ya había decidido su futuro. Quería ser misionero y marcharse allí donde su ministerio fuese más necesario. Nada dijo a su madrina hasta que tuvo comprado el billete de avión: sabía bien que la marquesa, tiernamente unida a él, no aceptaría de buen grado la idea de verlo irse de la casa. Cuando el padre Javier reunió el valor necesario para despedirse de ella le habló con dulzura, explicándole con paciencia y sólidos razonamientos su decisión, que era firme. La marquesa, como no podía ser de otra manera, lo dejó seguir su camino.

El padre Javier al poco tiempo de ordenarse sacerdote


 El joven sacerdote se marchó de Cázulas, de Granada y de España a los pocos meses de ser ordenado. Se convirtió en diocesano misionero y fue enviado a la isla de Cuba, donde pasó unas semanas adaptándose a su nuevo ambiente. De Cuba viajó luego en barco hasta Guatemala -posiblemente a petición propia-, adonde llegó en el año 1957. Una vez en ese país centroamericano, el Obispado de Guatemala destinó a aquel cura español que parecía tan bien dispuesto, tan decidido a probarse a sí mismo, a uno de los rincones más desheredados: el Departamento del Petén, un apartado lugar fronterizo con México, en medio de una selva tropical de más de dos millones de hectáreas de extensión. Se trataba de un cura joven, al que le sobraban fuerza, motivación y ganas, que era justamente lo que necesitaba la población de aquella remota región del país, pensaron sus superiores. Para acceder a un lugar tan aislado el padre Javier tuvo que viajar durante días por solitarias carreteras y caminos repletos de barro, donde el precario vehículo que lo transportaba se quedaba atascado cada dos por tres, hasta arribar finalmente a la aldea de La Libertad, situada en el corazón de la selva guatemalteca. El sacerdote acababa de cumplir los treinta años.

Camino en el Departamento del Petén


 La Libertad era entonces un municipio constituido por un número indeterminado de pedanías, aldeas y caseríos dispersos, situados en el interior de una jungla que contaba con abundantes ríos, lagos y una vegetación tan densa que se decía que si eras capaz de penetrar solo en su interior, ya no lo serías de salir. La región entera era rica en restos arqueológicos –ruinas mayas-, la mayoría de los cuales se encontraban todavía medio engullidos por el espeso follaje tropical. Aquella región estaba habitada por unas veinte mil personas, muchas de ellas indígenas, que vivían en rudimentarias construcciones de paredes de adobe y madera, con los tejados confeccionados a base de hojas de palma, más parecidas a cabañas o chozas que a una casa propiamente dicha. En su interior se hacinaban familias enteras, de abuelos a nietos, que se arreglaban con lo básico, y cuyas tradiciones se encontraban muy influenciadas por la cultura de sus ancestros, los mayas. Subsistían gracias a la agricultura, la caza y la pesca, ambas muy abundantes en esa región. También, aunque en menor número, se encontraba población criolla o ladina (descendientes de europeos y emigrantes) llegada de otras partes de Guatemala, que se alojaba en las colonias para los trabajadores –empleados por empresas extranjeras- de la extracción de maderas preciosas como la caoba, y de la savia del árbol chicozapote, de donde provenía la goma de mascar natural, muy demandada en países como Estados Unidos. Cuando el joven sacerdote español topó con ese panorama no se desalentó sino que, muy al contrario, pensó que por fin se encontraba donde él quería, allí donde debía estar: en un lugar, según su punto de vista, verdaderamente dejado de la mano de Dios.

Viviendas en La Libertad


 El padre Javier se puso manos a la obra desde el primer momento. Con el corazón achicado ante tanta miseria, pero sin aspavientos ni reparos de ninguna clase, como si aquél hubiese sido su ambiente de toda la vida, se olvidó de su selecta educación europea y centró su atención en la población indígena, la más necesitada de todo tipo de ayuda, tanto económica como espiritual. Porque, tal y como él había imaginado, selva adentro el padre Javier solo encontró pobres. Y pobres de los de verdad. Grupos de perros escuálidos, con los dientes al sol, guardaban las cabañas ante las cuales personas de todas las edades lo miraban con curiosidad y desconfianza, desprovistas casi de lo imprescindible, tan desaliñadas de cuerpo y vestimenta que movían a compasión. Niños y mayores descalzos, con los pies hundidos en el barro, cuya principal preocupación era poder alimentarse cada día. Ancianos recelosos, algunos tan enfermos que a duras penas podían levantarse de la hamaca en la que yacían. Muchos de ellos aún participaban en ceremonias ancestrales y hablaban entre sí sus lenguas mayas, palabras milenarias e ininteligibles para aquel ingenuo cura, que antes de llegar a la selva guatemalteca pensaba que iría sobrado para ejercer su ministerio con dominar el español, el latín y el francés.

 El voluntarioso sacerdote se alojaba en una cabaña muy semejante a las de sus vecinos, hecha de adobe y madera y techada con hojas de palma. Y, del mismo modo que ellos, comía frugal y humildemente, pues las comunicaciones a través de la selva eran escasas, y escasos eran también los suministros que le llegaban, por lo que el misionero salía adelante con lo poco que tenía y los alimentos que le regalaban sus feligreses: tortillas de maíz, fríjoles, frutas locales, huevos y -en ocasiones especiales- algo de carne de pollo. El padre Javier se tuvo que habituar también a rutinas impensables para él en otro tiempo, como registrar su cabaña de arriba a abajo antes de irse a dormir para ahuyentar a las tarántulas, escorpiones, hormigas venenosas y serpientes más venenosas aún que le entraban por las rendijas, y a revisar cuidadosamente sus ropas y calzado todas las mañanas, cosa por cosa, antes de proceder a vestirse. El calor y la humedad tropicales le resultaban a menudo opresivos; inquietantes los ruidos, roces, siseos y pisadas de sabía Dios qué invisibles alimañas nocturnas, y las miríadas de zancudos –mosquitos de la selva- que picaban sañudamente cada centímetro de piel descubierta, ya fuese de día o de noche, no mejoraban precisamente la situación.

 Pero, aparte de esas circunstancias, con el tiempo aquella comunidad olvidada de todos acogió en su seno al sacerdote misionero Javier Alaminos Pérez, hasta el punto de integrarlo en su sociedad plenamente, como uno más, sintiendo todos por él una admiración, un afecto y un respeto sinceros, que crecían exponencialmente día a día. Le ofrecían lo que poseían con el corazón en la mano: agua y alimentos, pero también compañía y ayuda cuando las necesitaba y, sobre todo, guía fiable por aquel intrincado y peligroso laberinto vegetal que les rodeaba. Porque querían ya a aquel joven cura que se había aplicado tan bien a su tarea de acercar a los habitantes de la selva la fe católica y, sobre todo, el mensaje de Jesús, tal y como él lo entendía. Aquél era un pueblo sencillo, que sabía agradecer todo el bien que se le hacía. Por su parte, el padre Javier no solo catequizó a su comunidad a través de la Eucaristía sino que además fue para todos ellos maestro –enseñaba conceptos nuevos para esas gentes sin instrucción-; psicólogo –escuchaba y aconsejaba con acierto a todo el que se lo pedía-; consejero espiritual y matrimonial -corregía en lo posible ciertos comportamientos machistas, heredados de tiempos ancestrales-; asesor –ofrecía continuas charlas y relatos edificantes, ilustrados con ejemplos que ellos comprendiesen- y enfermero -suministraba, siempre que le era posible, medicamentos básicos a los enfermos de su comunidad-.

Niños bañándose en el río


 Solía cartearse –cuando había correo- con sus padres y con su madrina, la marquesa de Montanaro quien, ya anciana, desde su precioso palacete de Cázulas al otro lado del mundo, no podía siquiera imaginar las condiciones de austeridad, casi de pobreza, en las que su ahijado tenía que vivir. ¿Qué habría pensado la señora de haberlo sabido? Pero, ¿y el padre Javier? ¿Echó de menos en algún momento el lecho mullido de su espacioso y confortable dormitorio en el palacete, a cuyas ventanas solo trepaban el perfume del jazmín y la buganvilla y el canto suave del colorín? ¿Añoró alguna vez las opíparas comidas servidas por el camarero de la casa, elegantemente ataviado con uniforme y guantes blancos, y portando la vajilla de porcelana inglesa y la cubertería de plata? ¿Comparó el sacerdote, cada amanecer, el parloteo de los monos y el reclamo del esquivo quetzal, que le llegaban desde las profundidades de la selva, con el sempiterno quiquiriquí de los gallos de Cázulas y Otívar, allá en su querida sierra de la Almijara? Nunca lo sabremos; lo que sí es seguro es que jamás salió una sola queja de los labios de aquel hombre entregado por entero a su labor misionera. “El mundo es una bola, y aunque usted salga para un rumbo y yo para el otro, hemos de toparnos algún día. Si yo lo hago bien con usted, entonces se acordará bien de mí”, rezaba un refrán local. El padre Javier creía firmemente que, se fuese cristiano o no, llegamos a esta vida para hacer el bien a nuestros semejantes. Y él, desde luego, estaba dispuesto a cumplirlo a rajatabla.


 La provechosa misión del padre Javier en el Departamento del Petén duró cuatro años. En 1961 el Obispado de Guatemala, a través de nuevo de Monseñor Manresa y Formosa, decidió que el misionero español, tras su intensa experiencia en la selva, se encontraba ya en condiciones de cambiar de destino y dedicar en adelante su esfuerzo a otras comunidades, ciertamente menos aisladas, pero del mismo modo necesitadas de su oficio. La obediencia es la principal virtud sacerdotal, porque así lo demostró el mismo Jesús al obedecer a su Padre. Así que el padre Javier aceptó con humildad su nuevo puesto en Guatemala capital, donde se le derivó a la iglesia de San Miguel de Capuchinas, una hermosa construcción de estilo barroco colonial en un populoso barrio de la ciudad, que tenía adosada una pequeña pero cómoda vivienda para el párroco. En esa iglesia ejerció el padre Javier magistralmente su encomienda como sacerdote, catequista, educador y consejero. Durante esos años de estancia en la capital –a lo largo de los cuales, como no podía ser de otra manera, dejaría una huella imborrable- el padre Javier maduró y perfeccionó su ideario, siempre encaminado a fomentar la fe y el crecimiento espiritual de su comunidad y, en otro orden de cosas, a promover el acercamiento social, la comprensión mutua y el hermanamiento entre el pueblo indígena y el ladino.

La madrina del padre Javier, doña María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo


 En diciembre de 1971 viajó a su tierra natal, justo a tiempo de recoger el último suspiro y cerrar los ojos de su madrina, la marquesa de Montanaro, que había fallecido en Granada a la edad de ochenta y dos años. Fue entonces cuando el destino –si es que fue el destino- volvió a entrar en su vida. Su madrina le había dejado una sustanciosa herencia en forma de dinero en efectivo, ciertas propiedades inmobiliarias, acciones en una empresa hidroeléctrica y, algo no menos importante, amistades adineradas e influyentes, que podrían serle de gran ayuda en cualquier momento. De la noche a la mañana, aquel sacerdote que hasta entonces apenas había tenido nada suyo salvo sus ropajes de cura y un misal, se había convertido en el feliz propietario de un importante patrimonio. Solo unos meses después, en el año 1972, monseñor Manresa y Formosa propuso al sacerdote para el que sería, por fin, su lugar definitivo en Guatemala: la ciudad de Quetzaltenango. ¿Sería cosa del destino, otra vez? El padre Javier, a la sazón un hombre de cuarenta y cinco años que contaba con un interesante respaldo económico, decidió que había llegado el momento de hacer realidad todos sus planes, sus proyectos, sus ideales, sus sueños, al fin y a la postre, de misionero entregado.

La etapa más importante de su vida, él lo sabía, estaba a punto de comenzar.

(CONTINUARÁ EN OTRA PARTE DE ESTE REPORTAJE)

Iglesia de San Miguel de Capuchinas, parroquia del padre Javier en Guatemala capital


Escrito por Mariló V. Oyonarte

Fotografías de Lucía Cabrera, Carlos Luengo y Mariló V. Oyonarte.